En Silencio (26 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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Y en Europa ardía una mecha.

El taxi dejó a la izquierda el parque Alexander, cruzó la avenida Moskova y llevó a Mirko hasta el apacible barrio de Samoskvoretschje. Muchas cosas allí habían permanecido intactas desde el afán renovador de los años treinta. Mirko tomó una comida ligera en el U babuschki, uno de los mejores restaurantes de Moscú, y tres cuartos de hora después el chófer lo recogió de nuevo y lo llevó por la avenida principal hasta llegar a un barrio con menos reputación. Mirko se bajó del coche y le indicó al chófer que esperara. Entró en una calle lateral, siguió su curso y dobló por una callejuela.

Había consignas antinorteamericanas en las paredes de los edificios. No eran tanto el resultado de estudiantes furiosos como acciones bien encauzadas de fuerzas nacionalistas que confiaban en el renacimiento de la Gran Rusia y atribuían la actual situación a los liberales y los demócratas. ¿No eran ellos los que habían despojado al oso de sus fuerzas? No había por qué asombrarse de que ya nadie escuchara a Rusia y que Occidente les tomara el pelo a los rusos en sus propias narices. Los liberales tenían la culpa. Esos parlanchines simpáticos y su palabrería de afeminados.

Ese día, a Mirko le interesaba poco todo eso. Continuó andando hasta llegar a un edificio cuya fachada clasicista necesitaba con urgencia una mano de pintura. La puerta estaba entornada. Cruzó un rellano que olía a moho y a col, y subió a la primera planta, donde llamó a la puerta de un piso con el ritmo acordado.

Un hombre bajito con cara de zorro le abrió y lo dejó entrar.

—Esta vez no ha sido tan sencillo —le dijo sin saludar.

Mirko asintió. El hombre bajito le indicó que tomara asiento en un sofá desvencijado, desapareció en una habitación trasera y regresó con algo que estaba envuelto en un paño blanco. Mirko cogió el paquete, sacó una arma del paño y la sopesó. Era una PSM, el arma que les gustaba usar a los militares de alta graduación rusos.

—Plana como una almohadilla —dijo el traficante con cierto orgullo—. Calibre 5,45 con 18, como la deseaba. Perteneció a un oficial de la RDA que la usó en varias ocasiones. ¡Con éxito!

—Bien —dijo Mirko.

La PSM era, en efecto, asombrosamente plana. Hasta donde Mirko sabía, disparaba los casquillos más pequeños del mundo. Mirko sacó otro paquete del paño que contenía municiones.

—Balas explosivas —le explicó el traficante, mientras Mirko cargaba el arma—. Tuve que fabricarlos yo mismo. Están huecos en la punta y contienen cada uno cuatro gramos de tetril y ácido de plomo.

—Muy bien.

El hombre bajito con cara de zorro vaciló.

—¿Desea algo más? —preguntó—. Siempre tengo lo mejor. El ejército está llevando a cabo sus rebajas de finales del invierno.

—Gracias.

—¿Tiene novia? Tendría para ella un modelo antiguo de una Walther TPH, calibre 6,35, si le interesa.

Mirko sonrió. La Walther PPK era la célebre arma con la que James Bond había hecho sus agujeros en la pantalla, y la TPH era algo así como su hermana pequeña. Para el gusto de la mayoría de los profesionales, los agujeros que dejaba eran demasiado pequeños. Circulaba un chiste que decía que la TPH necesitaba más disparos que cualquier otra pistola, porque los tiros no mataban al rival, sólo lo perforaban discretamente. En el fondo, era la pistola adecuada para las señoras, al igual que la legendaria FN Baby, que cabía en cualquier bolso y estaba presente en una larga serie de películas policíacas inglesas.

—Ya hablaremos —dijo el serbio.

El traficante rió con ironía.

—Siempre amable.

—Tomó los dólares que Mirko le puso delante y los ocultó con un rápido movimiento en la pretina del pantalón. La gente como él sólo aceptaba dólares—. Por cierto, todo se vuelve más caro. Quiero decir que para la próxima vez… ¿No quiere la TPH?

—Regálesela a un museo. Ya he conocido varias subidas de precio de esa índole. Quien mucho pide, no obtiene nada.

—Todos tenemos que vivir.

Mirko jugueteó con el arma de modo que el cañón, como por casualidad, apuntara al traficante.

—Sí —dijo—. Todos queremos vivir.

El traficante palideció.

—Nada más lejos de mis intenciones, por supuesto… —comenzó a decir.

Mirko metió el arma en su chaqueta y caminó hacia la puerta.

—Por supuesto —dijo.

Después de haber salido de aquel edificio y regresado a la avenida principal, subió de nuevo al coche y se hizo llevar a la otra orilla del río, al centro financiero de Moscú, el Kitaigorod. Ese antiguo y respetable barrio flanqueaba la explanada del Kremlin e incluía la Plaza Roja. Allí el espíritu y el dinero se daban la mano. Hizo que el chófer lo dejara en la exclusiva calle Nikolskaja Uliza, con sus boutiques y joyerías, y le dio instrucciones precisas sobre dónde y cuándo tenía que recogerlo. Luego desapareció en uno de los bancos y salió a la calle al cabo de pocos minutos, llevando un portafolio. De allí fue a dar un breve paseo a un parque cercano. Detrás del parque comenzaba la colina de Ivanovskaya, un barrio idílico que albergaba una serie de mansiones exclusivas y la embajada de Bielorrusia. Mirko se puso el maletín debajo del brazo y caminó con pasos más apresurados. Al cabo de unos cientos de metros subió los peldaños de una bien situada casa de estilo art nouveau y tocó el timbre.

Sonó un tenue zumbido, y Mirko se vio en medio de un vestíbulo de paredes altas y abundante decoración. Al otro lado se abrió un portal doble. Un hombre muy fornido le dejó entrar, y un segundo hombre lo cacheó.

—El maletín —dijo el primer hombre. Mirko asintió, abrió el portafolio y le mostró al guardaespaldas el dinero pulcramente apilado dentro de él. —Un millón —dijo—. En dólares, como acordamos.

El guardaespaldas asintió. Mirko cerró de nuevo el maletín y siguió a los hombres hasta una habitación contigua decorada con muebles caros y cuyo aspecto era el de un despacho acogedor. Detrás de un escritorio se levantó un hombre alto con el pelo ralo y bigote.

—Señor Bigic —dijo en tono amable—. Espero que le hayan recibido con todo el respeto que merece.

—Ha dejado algo que desear, señor diputado. —Mirko, que era conocido en esa casa con el nombre de Stanislav Bicic, caminó sin que se lo indicaran hasta una de las sillas antiguas colocadas para los visitantes, delante del escritorio, y se acomodó en ella—. Para una transacción como la que estamos llevando a cabo, sus gorilas lo tratan a uno de un modo bastante rudo. Y yo no estoy acostumbrado a que me cacheen como a un simple estafador. ¿Había olvidado mencionarle que mi gobierno tiene intenciones de seguir haciendo negocios con usted en el futuro? Su interlocutor se mostró consternado.

—Lo siento mucho… —dijo, lanzando una mirada fulminante a los dos hombres que habían traído a Mirko hasta su despacho—. ¿En qué estabais pensando? ¿Dije algo de cachear?

Los dos hombres se encogieron de hombros.

—Pensábamos que…

—Pensáis, y ése es justamente el problema. ¡Os quiero fuera! El señor Bigic es un huésped bienvenido en esta casa.

Los hombres abandonaron el despacho como dos perros apaleados.

—¿Cuántos de esos chicos tiene usted escondidos aquí? —preguntó como de pasada.

—Ninguno. Ya son demasiados esos dos. —El hombre hizo un gesto negativo con la cabeza y extendió ambas manos en señal de disculpa—. De veras, me avergüenzo. ¿Desea tomar algo, señor Bigic? ¿Qué tal su vuelo?

—Ni siquiera le presté atención. Gracias, es usted muy amable, pero tengo cierta prisa. —Mirko golpeó con la palma de la mano en el maletín—. Aquí dentro hay un millón de dólares. Sus celosos hombres ya han tenido el placer de echarle una ojeada. Pero, ¡borrón y cuenta nueva! Hemos comprobado con satisfacción que el YAG ha llegado a Alemania, de modo que no vea usted este millón como los honorarios acordados por sus esfuerzos, sino más bien como depósito a modo de señal para nuestra futura colaboración. Suponiendo, claro está, que tenga usted interés.

El diputado lo miró con ojos radiantes.

—¡Por supuesto! —exclamó—. Dígame. ¿Qué puedo hacer por usted?

Mirko cruzó las piernas.

—Lo primero es que deponga su desconfianza, querido amigo. De lo contrario no podrá hacer nada más para mí.

—¡Eso no volverá a suceder! Tenga usted la seguridad absoluta. Hoy en día vivimos rodeados de peligros. Bueno, ¿a quién se lo cuento? Pero esos cabezas huecas de ahí fuera toman a todo el mundo en seguida por un asesino a sueldo o un criminal peligroso. ¡Dios mío, qué tiempos! ¿No es cierto? Pero ellos no tienen cabeza, sino chichones que piensan; no tendría ningún sentido explicarles que los negocios como los nuestros tienen un carácter estrictamente monetario. De todos modos, me alegra escuchar que todo ha ido a su satisfacción.

Mirko inclinó la cabeza en señal de aprobación.

—Antes de que pasemos a hablar de otros proyectos —dijo—, tiene que darme la garantía incondicional de que es usted el único que conoce la verdadera procedencia del YAG. ¿Puedo fiarme de eso?

El hombre enarcó las cejas y cerró los párpados.

—Por favor. Eso fue lo acordado, y yo me atengo a nuestros acuerdos.

—¿Cómo puedo saber que usted no se lo ha confiado a nadie más?

—Señor mío, yo estuve interesado desde un principio en ampliar nuestras relaciones de negocios. Y las indiscreciones no son una buena base para ese fin. Claro que soy yo el único que conoce la procedencia. Todos los que más tarde asumieron la responsabilidad del YAG no podrán seguir su rastro salvo hasta el punto deseado por usted. —El diputado se apoyó hacia atrás en el asiento y adoptó una expresión de autocomplacencia—. Tendrían que torturarme para que revele de dónde salió originalmente ese aparato.

—Muy bien. —Mirko sonrió con cordialidad e hizo saltar los cierres del maletín—. En ese caso, podremos hablar de nuevos encargos. Pero no quiero privarle por más tiempo de su bien ganado sueldo.

La mirada del diputado cobró cierto aspecto codicioso. Mirko abrió el portafolio de par en par y dejó caer los fajos de billetes. Éstos cayeron en desorden sobre el escritorio y formaron un montón. Algunos cayeron al suelo. El diputado se inclinó a toda prisa y metió la mano en el montón. El hombre guiñaba los ojos nerviosamente.

—Oh, por favor, preferiría que no arrojara el dinero… Mirko apretó una pequeña tapa que había en el asa del maletín. Un gatillo saltó hacia fuera. Levantó un poco el portafolio, pegó la parte más estrecha contra la cabeza del diputado y oprimió el gatillo. Se oyó un sonido seco y apagado. En la frente del hombre apareció un agujero. La sangre y la masa cerebral salían por él. El hombre osciló un momento, con la boca y los ojos abiertos de par en par, y cayó sobre el montón de dinero.

Sin dedicarle otra mirada, Mirko abrió el doble fondo de la maleta. En el interior podía verse la PSM. Mediante un mecanismo de varillas el gatillo del arma estaba conectado con el que estaba situado en el asa de la maleta, y el disparo se producía gracias a un impulso electrónico, el propio maletín servía como silenciador. El truco no era del todo nuevo, pero sí poco habitual. Sólo pocos asesinos profesionales sabían manejar el complicado mecanismo.

Mirko sacó el arma y volvió a cerrar el doble fondo. Luego, con toda tranquilidad, volvió a meter el dinero en la maleta, la cerró y caminó en dirección a la puerta de dos batientes. La abrió. Mientras salía al vestíbulo, disparó sobre los dos guardaespaldas. Los dos hombres ocupaban unas sillas y leían unas revistas. Al primero lo pilló sentado. El segundo consiguió levantarse a medias y meter la mano bajo su chaqueta antes de caer hacia atrás sobre la silla, muerto.

Mirko miró a su alrededor. Guardó el arma y abandonó la casa. Al cabo de unos minutos llegó al banco y colocó el maletín en una taquilla de la entidad. Alguien se ocuparía de ella. Luego, sin demasiada prisa, caminó a través del parque y pasó junto a la iglesia de la Santísima Trinidad hasta llegar al río, donde arrojó el arma al agua en un momento en que nadie miraba. Aspiró el aire frío. Satisfecho, caminó hasta el punto de encuentro acordado. Allí lo recogió el coche y lo llevó directamente al aeropuerto.

El YAG estaba en Alemania y las huellas habían sido borradas. O falsificadas. Según el punto de vista. Además, ya tenían el equipo reunido. Hasta ese momento nada podía haber salido mejor.

Mirko comenzó a silbar muy bajito. Adoraba los días como ése. ¿No era el éxito de lo más relajante?

1999. 16 DE JUNIO. COLONIA. HOTEL MARITIM

Dormir con alguien puede cambiar el mundo.

La cabeza de Wagner estaba apoyada sobre el pecho de O'Connor. Había recogido las piernas y se sentía como si tuviera dieciocho años y midiera un metro setenta y ocho.

Eso, como máximo.

Lo curioso de la situación era que había disfrutado durmiendo con él, y al mismo tiempo sentía cierta satisfacción por no haberlo hecho. En ese momento eran poco más de las seis de la mañana, y se sentía borracha y muy consciente a partes iguales, capaz de mantener el control. Y no de otra cosa iba ese juego que ella había decidido jugar. Requería control el saber perderlo en el momento adecuado. Tanto O'Connor como Wagner tenían claro que conocerían su noche más hermosa. Pero no era ésa. El irritante momento de separarse sin reservas de ninguna índole no se basaba en planes ni en botellas de whisky vaciadas íntegramente. Era una ironía agradable que la justificación más frecuente para las aventuras de una noche, el alcohol, fuera esta vez el motivo para renunciar al asunto, aunque fuera por el plazo de unas horas o de varios días.

Protegida por la certeza de que las dimensiones del cuerpo son relativas y las del espíritu variables, Wagner yacía en los brazos del físico. Su pecho era como un panal de abejas en su oído. Emitía variaciones cuando tarareaba algo que probablemente sólo pudiera escucharse en Shannonbridge o en lugares iguales de encantados, mucho tiempo después de que la corriente hubiera arrastrado a los clientes desde el pub hasta la tienda de víveres, donde uno se codeaba con el policía del pueblo, quien era a su vez el cuñado del tabernero, a cuyo tío pertenecía el negocio y cuyo mejor amigo, el de ambos, tenía una barca, y con ella, bajo los efectos de una última Guinness, se preparaba una visita a la pequeña isla en Shannon con el propósito de ver si todavía las carpas vivían en aquel estanque, el cual ya estaba allí cuando el gigante mató a su mujer y al amante, ya que ambos lo estaban haciendo y habían tenido el atrevimiento de transformarse en pajarillos para su rapto amoroso, sumiendo en el sueño al gigante por medio de una pócima mágica, lo que no funcionó, y en eso terminó la lujuria, etcétera, etcétera…

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