En Silencio (25 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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—¿Alguien como tú entonces?

—¿Cómo? ¿Quién te ha dicho a ti que a mí me echaron de la universidad?

«Cierra el pico, Kika.»

El coche dobló en dirección a la entrada del hotel Maritim. Wagner buscó el monedero, pero O'Connor se le adelantó. La mujer sentía su rostro abotargado e insensible, como después de una inyección de anestesia en el dentista. Sin embargo, tenía ganas de volar. Mientras trataba de cerrar su bolso antes de que todo lo que llevaba se desparramara por el suelo, O'Connor salió del coche con notable rapidez y le dio tiempo a abrirle la puerta.

—Muy educado, profesor O'Connor —se oyó tararear.

—Un placer, mi estimada señora. ¿Debo traerle una escalera para que pueda bajar?

Ella le echó una mirada fulminante y confió para sus adentros en que pudiera salir del coche sin su ayuda. Pero el taxi parecía tragársela. Su diestra agarró el reposabrazos de la puerta. Con todas sus fuerzas, se irguió y salió del coche, y comprobó que había sido mucho más fácil de lo que había supuesto. Estuvo a un pelo de aterrizar en los brazos de O'Connor.

—Espero que no te burles de mí —dijo con voz pausada—. No estoy acostumbrada a tu Lagachisme.

—Lagavulin. Jamás me burlaría de ti. En todo caso me arrojaría sobre ti. ¿Puedes soltar el taxi para que el hombre siga su camino?

—Oh.

Su mano se agarraba aún al reposabrazos. Cerró la puerta de un golpe y el coche salió a toda velocidad.

¿Acaso no quería ir a casa de sus padres? ¿Por qué no se había quedado sentada en el taxi?

—Tengo que irme —dijo con la lengua estropajosa.

—Eso sería un error. —O'Connor hizo un gesto de rechazo—. Presta atención, he mostrado deseos de cooperar, ¿de acuerdo?

—Bueno.

—Claro que sí. No me he escapado ni hacia el aeropuerto de Shannon ni a ninguna otra parte. Y mañana jugaré golf con los chicos del banco. Y en esta botella todavía queda algo. Bebamos un último trago, te garantizo el efecto absolutamente curativo de esta bebida y la ausencia total de consecuencias posteriores.

—Maldita sea. ¿Cómo puedes usar con tanta habilidad las palabras en tu estado?

—Te lo diré arriba.

—Un vaso. Sólo un poquito. ¿Me oyes? —Con ayuda de los dedos índice y pulgar le indicó lo que quería decir con «un poquito». O'Connor aguzó los ojos.

—Para eso no necesitas un vaso.

Ella rió y caminó delante de él a través del vestíbulo y en dirección a los ascensores. Kika se sentía como un árbol al viento. Un metro ochenta y siete más seis centímetros de tacón hacían aproximadamente dos metros. Tras ella, oyó a O'Connor preguntando por la llave; luego él la siguió.

—Puedes ser muy amable y a la vez un cabronazo —le dijo ella en el ascensor.

—Es cierto —respondió O'Connor mientras avanzaba por el pasillo haciendo piruetas.

—Me pregunto si alguna vez te has llevado una buena bronca —dijo Kika, meditabunda, cuando la puerta de la habitación se cerró a sus espaldas—. Quiero decir, de una mujer, ¿sabes? Me pregunto si te has enamorado alguna vez perdidamente y te has visto balbuceando por ahí como un adolescente después de que ella te dejara caer en el barro. Con trompazo y todo.

—No suelo enamorarme. Desde la cima sólo se puede descender. —O'Connor le alcanzó la botella—. Estos vasos son tacaños y moralistas, ¿no te parece? Tienen un borde para prescribirte cuánto puedes beber. Miserables.

Wagner bebió un trago y le pasó la botella a O'Connor.

—Bueno.

Él la miró con gesto interrogador.

—¿Qué quiere decir eso de «bueno»?

—Me iré ahora. Te prometí beber un trago y ya lo he hecho.

—Vamos, Kika. —O'Connor puso la botella sobre la mesa y se dejó caer en la cama. Sin prestar atención a lo que acababa de anunciar, se acercó al espejo de la pared de enfrente y contempló en él su figura y la del físico. Ella estaba tan cerca, y él se veía tan pequeño… Era casi como si se hubiera sentado en su hombro.

—Cogeré un taxi —se dijo a sí misma.

—Es una idea estúpida —dijo O'Connor desde el fondo—. Has tenido ideas mejores. ¿Por qué no follamos de una vez?

Ella se dio la vuelta.

—Sabes que no lo haré.

Él guardó silencio.

—Maldita sea, eres un perfecto cabrón de izquierdas. ¡Calculaste que yo diría que no y que me enfadaría muchísimo! Lo has pensado en el mismo momento en que formulabas la maldita pregunta. Ni siquiera te apetece.

—Pensé que de ese modo te causaba menos problemas —dijo O'Connor a modo de disculpa.

—¿Qué?

—Quiero decir, que de ese modo podemos aclarar de una vez por todas lo que pasa o no pasa entre nosotros. Sólo existen esas dos posibilidades. Ahora o nunca. Siempre podrás decirte que me equivoqué de tono y que no te dejé otra opción más que rechazar la oferta. Eso es tremendamente práctico. Podemos realizar nuestro trabajo sin que nos moleste ningún tipo de apetito sexual.

—Retiro lo dicho. No eres amable, eres sencillamente un hijo de puta.

—¡Cuánta razón llevas!
In Kika veritas.
—O'Connor puso los brazos tras la nuca y cruzó las piernas—. Pero ¿qué quieres? Has estado esperando que me mate esforzándome por conseguirte. Me has hecho recitar todo el maldito repertorio. «Oh, Kika, por favor, ven conmigo al hotel, subamos a la habitación, bebamos otra copa.» Todo para luego dar marcha atrás por tu sentido de la urbanidad. Eso sí, sin dejar de decir: «Liam, ¿has visto el culito que tengo?» Pues ya ves, ahora te estoy haciendo el favor de actuar como un cerdo. Es lo mejor. Quiero decir, no hace falta que te hagas de rogar.

Wagner lo miró fijamente. Intentó mostrarse furiosa, pero el desconcierto la mantenía clavada en su sitio.

Desconcierto al comprender que el hombre tenía razón. Qué estupidez.

Y ahora él la echaba.

—¡Tu rabia es puro teatro! —gritó O'Connor—. ¡Por favor, un poco más de maquillaje para la señora Wagner! ¡Que parezca furiosa!

—¡Eres un idiota! —le recriminó Kika—. ¿Crees que sólo por beber contigo tengo que meterme en tu cama?

—No —dijo O'Connor sacudiendo la cabeza—. Jamás esperaría tal cosa. Ni siquiera aunque volaras conmigo a Shannon—bridge.

—¿Y por qué entonces?

O'Connor se sentó en la cama y la miró.

—Porque eres tú la que más lo desea y no lo haces. Por eso.

—No me digas. ¿Qué te hace estar tan seguro?

—Tú misma. Y lo has hecho durante todo el día. —El físico sonrió con sorna—. ¿A qué debemos esperar, Kika? ¿Crees que nos reporte algo más que dolores de cabeza? Quizá yo no lo desee. De modo que enfádate y vete a casa. No puedo ponértelo más fácil. De lo contrario, terminemos de bebemos esta maldita botella.

Wagner abrió la boca con el propósito de decirle un par de cosas bien dichas.

Pero en lugar de hacerlo se detuvo a su lado y se quedó allí.

«Cabrón —pensó—. Si vamos a jugar, lo haremos siguiendo mis reglas.»

Lentamente, se inclinó hacia O'Connor y comenzó a desatar su corbata y a desabotonarle la camisa como quien no quiere la cosa. Sus rostros estaban a tan sólo unos pocos centímetros de distancia. Él levantó la mirada hacia ella, pero no hizo ningún ademán de besarla.

—¿Tuviste alguna vez problemas por culpa del IRA? —le preguntó ella de repente.

O'Connor abrió de par en par los ojos.

—¿A qué viene eso?

—Una oye muchas cosas —ella volvió a ponerse en pie, arrojó su corbata al suelo y caminó hacia el par de sillones situados junto al secreter de la ventana. Allí se dejó caer de lado en un sillón y estiró las piernas hacia el aire. «Unas piernas largas e infinitas —pensó—. ¿Por qué este tío no quiere meterse ahora en la cama conmigo?»

Sus tacones cayeron al suelo.

—Me parece que eso te pega, Liam —le dijo—. Te esfuerzas tanto por sacar tu lado grosero que puedo imaginarte perfectamente intrigando en la universidad contra todo lo imaginable, siguiendo tus principios.

O'Connor se apoyó sobre los codos y enarcó la ceja izquierda. No le dedicó ni una mirada a las piernas de Kika.

—Todavía considero que los ingleses deberían devolver Irlanda del Norte —dijo—. Sin embargo, ahora sé que los ingleses no son el problema. El problema está en los irlandeses mismos. El IRA no presenta ninguna solución. Antes veía eso de otro modo.

—¿Y por qué motivo expulsaron a Paddy?

—Precisamente por ése.

—¿Y a ti?

—Casi por lo mismo.

Wagner estiró los brazos y miró al techo. En realidad se sentía muy a gusto.

—Eres un efectista, Liam. Eres el perro más ladrador con el que me haya tropezado jamás. Probablemente no te echaron de la universidad porque no tuviste agallas para darles un verdadero motivo. Escenificaste algunas provocaciones y arriesgaste alguna que otra bravuconada, pero cuando la cosa se puso seria, te replegaste otra vez tras la raya. ¿Es cierto, Liam? Eres un bocazas, cuando se trata de asumir las consecuencias, te rajas.

O'Connor se puso de pie y caminó por la alfombra en dirección a ella. Sus pasos eran silenciosos. Ella volvió la cabeza en dirección al profesor y vio que sus ojos brillaban. Unas oleadas de calor parecían emanar de él, ¿o acaso era sólo el efecto del alcohol?

O'Connor se agachó y la miró fijamente. Sus manos le acariciaron el cabello. Una sonrisa deformaba un poco la comisura de sus labios.

—En cualquier caso, me alegra que te hayas comportado tan decente y razonablemente —le dijo él con dulzura—. Por lo menos podemos ser amigos.

—Sí, eso es estupendo.

—Tus padres estarán muy preocupados.

—¡Sin duda!

—¿Quieres que te acompañe abajo?

—Sé bueno.

Durante un rato ninguno de los dos dijo nada. Sólo se miraban.

—¿Queda algo en la botella? —susurró ella.

—Queda muchísimo.

—¿Cuánto crees que puede durar?

—Creo que hasta el desayuno.

Kika rió bajito. Luego lo agarró por sus cabellos plateados y lo atrajo hacia sí.

1999. 29 DE ENERO. MOSCÚ

Pocos días después de que un objeto pesado y enorme pasara la frontera de Ucrania con Polonia y fuera conducido desde allí hasta Alemania, Mirko llegó al aeropuerto internacional de Scheremetjevo 2 a última hora de la mañana. No había reservado nada para pasar la noche. Su estancia duraría sólo unas pocas horas. Pacientemente, soportó el molesto procedimiento de los controles de pasaportes, que allí siempre podían culminar en una cola de varias horas. Firmó la habitual declaración de Aduanas y salió al exterior. De inmediato lo abordaron varios taxistas ilegales, pero Mirko no les prestó atención. Había alquilado un coche por anticipado, lo mejor que se podía hacer cuando uno volaba a Moscú. Era mucho más económico y no había necesidad de esperar.

Mirko estaba relajado y de buen humor. Todo estaba saliendo de acuerdo con el plan. Tenían el YAG. Los papeles de la carga identificaban como remitente a un instituto ucraniano, y el destinatario era un centro de experimentación alemán sobre estudios de los quantas, al que el YAG jamás llegaría. Ya se encontraba en su lugar de destino, en Colonia. Los espejos estaban siendo elaborados en la localidad suiza de Chur y llegarían la semana siguiente. Ya estaba casi terminado el enorme camión con plataforma. Los contactos de Jana estaban realizando un trabajo excelente, pero no sabían, por supuesto, de qué se trataba. Ellos mismos tendrían que trasladar aquella cosa hasta la empresa de transportes, del mismo modo que ya habían instalado allí los veinticinco metros de rieles. No había sido ninguna bagatela, pero para ello contaban con todo lo que necesitaban.

Mirko se sentó en el asiento trasero del coche y se dedicó a leer un periódico.

Los escasos treinta kilómetros que separaban el aeropuerto del centro de la ciudad se le hicieron largos. Era uno de esos días moscovitas que uno conocía por la televisión y que no hacían justicia a la ciudad. El cielo se distinguía por tener una estructura imprecisa. Era de un difuso color gris blanquecino en el que soplaban algunos cristales de hielo del grosor de un alfiler. Había nieve. No la suficiente para crear una escena romántica, pero lo bastante para provocar cierta impresión de desconsuelo. Al llegar a la periferia pasaron delante de hileras infinitas de bloques de viviendas que eran auténticas conejeras. Todo color parecía haber desaparecido. Los que andaban a pie por la calle se apresuraban como sombras fugaces, la cabeza gacha y sin ningún contorno.

El centro de la ciudad ofrecía otra imagen. Mirko no poseía una formación cultural notable. No era capaz de clasificar los estilos arquitectónicos, pero le gustaba aquella mezcla de constructivismo, monumentalismo estalinista, elementos barrocos y modernidad. Moscú era una ciudad imponente, impresionante. Pero también allí la gente parecía haber abandonado sus casas en contra de su voluntad. El tráfico era denso y agresivo. Cierta atmósfera de infelicidad se cernía sobre la metrópoli: la depresión, la crisis económica, la arbitrariedad de un gobernante colérico que hacía tiempo había perdido el control, el imperio en la sombra de los negociantes, Chechenia, el ultimátum de la OTAN de bombardear Serbia y la sensación de una profunda humillación.

En cada esquina Mirko veía lo que movía al país. El evidente amor de Rusia por la paz y la protesta contra la anunciada intervención de la OTAN ocultaba sólo a medias el verdadero trasfondo de la protesta, el recelo respecto a Estados Unidos y sus aliados, el miedo a ser cogidos por sorpresa, a no valer ya nada, el temor a la ocupación y al final definitivo. Las advertencias de las fuerzas democráticas del país ante una intervención militar de la OTAN, sectores que temían que con ello se alimentara a los halcones conservadores y se pusieran en peligro las reformas, resonaban de un modo más o menos inaudible. Lo que quedaba era la rabia y la baja moral, así como una simiente peligrosa en caso de que la OTAN materializara sus amenazas.

Rusia sucumbía bajo un enorme complejo de inferioridad que se había apoderado del alma rusa, generando sufrimientos y odio, y despertando viejos fantasmas. Los acontecimientos relacionados con la región de Kosovo azuzaban el resentimiento contra Occidente y, en especial, contra Estados Unidos, latente desde hacía mucho tiempo, y hacían surgir la llama de una abierta animadversión. Una especie de paneslavismo instintivo se había apoderado de la sociedad, una simpatía supuestamente tradicional por el pueblo hermano de Serbia. Parecían haber olvidado que, bajo los regímenes de Stalin y de Tito, ambos países habían mantenido relaciones poco amistosas. Bien mirado, la actitud de Rusia frente a Occidente y la OTAN se revelaba más bien como una reacción a los problemas dentro del propio país y como un intento por desviar la atención de la crisis en la que Yeltsin había sumido a gente de buena fe. Pero a esa gente, precisamente, eso le importaba poco, y la casta política, que había conocido en Chechenia un Vietnam ruso, soñaba en sus despachos con recuperar el papel perdido de una superpotencia. Para la mayoría, la desintegración del Imperio soviético había significado el final de una existencia relativamente estable y sin preocupaciones. En Rusia gobernaba el zar Boris contra una nostalgia soterrada, mientras los halcones afilaban sus picos.

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