En Silencio (66 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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—¿Y ahora qué…? —comenzó diciendo.

—Luego. Intente una vez más hablar con Lavallier.

El jefe de departamento marcó el número mientras conducía con la otra mano. Nervioso, hizo un gesto negativo con la cabeza y marcó por segunda vez.

—Pruebe con Bar.

Mahder asintió. Su dedo pulgar volaba por el teclado.

—Ocupado.

O'Connor soltó un gruñido involuntario. Por un momento, reflexionó si debía llamar a Silberman. Luego recordó que había dejado su número en el Holiday Inn, al igual que los dos del policía. De todos modos, el corresponsal no podría ayudarle ahora en esa situación. Probablemente, Silberman ya estaría haciendo los preparativos para la llegada de su amo y señor.

O'Connor estiró los brazos. Sentía cierta tensión en la nuca, le dolía toda la región lumbar. Había disfrutado mucho con Kika bajo aquel viejo árbol del Volksgarten, pero no había sido precisamente cómodo.

Entonces le contó a Mahder, en pocas frases, lo que pasaría.

El jefe de departamento guardó silencio. Miró fijamente al frente. Su rostro reflejaba desconcierto. Pasaron el punto de control y luego continuaron avanzando a un ritmo moderado.

—Usted está loco —dijo Mahder finalmente.

—No —respondió O'Connor, impasible—. El plan es loco, pero funcionará.

—A mí eso me suena a
La guerra de las galaxias.

—Hay gran cantidad de cosas descabelladas que funcionaron en algún momento. Por ejemplo, hacer volar varias toneladas de acero.

Mahder condujo el coche hasta llegar muy cerca de la fachada de cristal y apagó el motor delante de la valla de una obra. Había varios coches privados, además de algunas furgonetas, camiones con plataformas y un furgón de la policía.

—Confíe en mí —dijo O'Connor—. Entiendo de esto mucho más de lo que me gustaría en este momento.

—¿Y ahora qué?

—Muéstreme simplemente dónde trabajó Paddy —dijo O'Connor—. Y mándeme a un par de operarios que me ayuden a buscar. Mejor un centenar de ellos. —¿Y… qué tenemos que buscar?

—Espejos —dijo O'Connor—. Pequeños espejos, probablemente no más grandes que un plato. O, sencillamente, cualquier lámina de cristal de color azulado. Posiblemente escondida en alguna parte y montada sobre un dispositivo técnico. Apenas se me ocurre otra cosa en una arquitectura moderna como ésta, donde todo está a medio terminar. Creo que Paddy debe de haberlo camuflado muy bien.

O'Connor bajó del coche y miró hacia la imponente fachada de cristal.

Mahder cerró el coche con llave.

—Venga.

Mientras iban camino del interior, la mirada de O'Connor se deslizó por los alrededores y de inmediato tuvo claro que no encontraría nada en los niveles inferiores. Atravesaron una nave de unos cinco metros de alto aproximadamente, con una considerable longitud y profundidad. Unas estructuras parecidas a cintas transportadoras ocupaban la mayor parte de ella. Por el techo pasaban unos tubos enormes. Apenas se veían obreros.

—Esta es la planta de clasificación de equipajes —le explicó Mahder—. Nos encontramos en el nivel 0, es decir, a la altura del estacionamiento, a ras del suelo. En el plano es el nivel 5.

—Y eso, ¿por qué?

—La terminal tiene una sección situada por encima del suelo y otra subterránea. Aquí estamos del lado de los aviones. Hacia el otro lado —dijo señalando a la única pared que dividía la terminal en toda su longitud— se construirá una calle preferencial para coches y autobuses. Estará situada más abajo que la plataforma de estacionamiento de los aviones, unos cinco metros más abajo. Y así continúa hacia abajo hasta llegar al nivel 1.

—¿Qué profundidad tiene ése?

—Unos escasos dieciocho metros bajo tierra. En dos o tres años usted podrá llegar hasta aquí con el tren de alta velocidad. Desde allí hasta las casetas de venta de billetes de avión no habrá ni cien metros. Es muy práctico.

Mahder fue hacia una escalera. O'Connor echó un último vistazo a las cintas transportadoras de equipajes y lo siguió escaleras arriba.

—El aeropuerto se decidió por este proyecto porque puede alojar todo en un espacio relativamente pequeño —dijo Mahder—. La llamamos «la terminal de los caminos cortos». Todo está superpuesto en distintas capas, como en una hamburguesa. El equipaje se clasifica en el nivel cero y luego es despachado en el uno, a la altura de la entrada de coches. Desde allí puede usted llegar hasta el taxi, a ras de suelo, o bajar a la estación de trenes.

—Muy bien, pero ahora nosotros tenemos que ir a las alturas —dijo O'Connor.

—Aquí ya tiene usted cierta altura.

Salieron de la escalera. Por un momento no dijeron ni una sola palabra; entonces el jefe de departamento dijo con cierto tono solemne:

—La terminal de salidas.

O'Connor se adentró unos pasos en aquel recinto y se impregnó de la atmósfera reinante en él. Su primera impresión fue de una amplitud infinita. Sin las paredes divisorias, la nave que más tarde se llenaría de casetas de compañías aéreas, salas de espera y puertas de salida, se extendía a lo largo de varios centenares de metros. Pero no era eso lo que provocaba la fascinación, no era el enorme espacio, sino el hecho de que toda la estructura superior de la terminal pareciera estar hecha únicamente de cristal. A intervalos regulares, salían de la nave unas estructuras afiligranadas fabricadas a partir de tubos de acero. Cada uno de esos tubos podía ser tan grueso como una persona, pero en proporción con las dimensiones totales parecían pinceladas trazadas en el aire. Por encima de ellos se extendía el techo transparente y curvado.

La luz sin filtrar inundaba la nave. Era como si uno estuviera al aire libre. Desde allí podía verse una panorámica de todo el aeropuerto, de los alrededores, de la ciudad, lejana. O'Connor vio pasar ante sus ojos un 747 de British Airways cuando despegaba, tan cerca, que tuvo ganas de saltar y dejarse llevar hasta más arriba de las nubes. Miró más allá de los estacionamientos, hacia el paisaje de brezo y los bosques cercanos, y su mirada se perdió por la borrosa silueta de Colonia.

Despegar desde allí tendría que ser toda una experiencia. De pronto comprendía por qué todos estaban tan nerviosos en el aeropuerto. Ya lo había entendido antes, pero desde allí arriba se veía claramente, con un solo vistazo, la ambición de una terminal aérea que se disponía a salir de la crisálida de una larva provinciana para codearse con la élite mundial.

Y a ello se le añadía ahora la élite política internacional.

No era de extrañar que se preocuparan tanto. La cuestión era si tendrían la voluntad para preocuparse de otras cosas muy distintas.

¡Lavallier tenía que desviar el
Air Force One
! O'Connor miró a su alrededor con detenimiento. Tras un segundo vistazo, la terminal de salidas le pareció menos vacía. Había elevados andamios por todas partes. O'Connor había contado con algún ajetreo, pero había pocas personas en la terminal. Por entre los obreros se movían algunos hombres vestidos de civil.

—Estamos construyendo en todas partes al mismo tiempo —dijo Mahder, que se había parado a su lado sin hacerse notar y, con un movimiento de la cabeza, señaló hacia el techo—. Clohessy trabajaba fundamentalmente en esos andamios. Instalando líneas eléctricas en las barras situadas bajo el techo.

—¿Dónde exactamente? —preguntó O'Connor.

—En la parte más estrecha, hacia el sudeste. De cara a la vieja terminal.

—¿En dirección a la terminal de mercancías entonces?

—En cierto modo sí.

Atravesaron la nave, pasando junto a andamios, maquinarias y cobertizos provisionales para algunos aparatos. A Mahder lo saludaron en varias ocasiones. Llevaba una credencial bien visible en el mono. En una ocasión, alguien los abordó y Mahder explicó que O'Connor treparía a algunos de los andamios con su consentimiento. El hombre, por lo visto alguien del personal de seguridad del aeropuerto, asintió, y ellos continuaron su camino hasta el final de la construcción de cristal.

Desde allí se tenía una vista panorámica de la antigua terminal y de una buena parte de la terminal de mercancías con la torre de control.

Estaban a mucha altura. No obstante, esa altura no bastaba. En alguna parte, allí detrás, tenía que haber otro espejo, en uno de los edificios más altos de la zona de carga, aunque Paddy, supuestamente, no hubiese trabajado allí. Sí, era posible. Uno en la T-2 y otro al otro lado.

O'Connor avanzó un tramo a lo largo de los cristales y señaló al techo.

—¿Qué altura tiene esto?

Mahder apoyó la cabeza hacia atrás.

—Dieciséis metros de media.

—¿De media?

—El techo está plegado como un acordeón. Tiene diferentes alturas. La diferencia oscila en unos dos metros más o menos. —Mahder hizo un movimiento con el brazo que abarcó toda la estrecha sección—. Aquí hay andamios por todas partes, como puede ver. Todos llegan hasta el techo. Desde algunos puede salirse incluso al exterior y hacer malabares afuera; Clohessy también estuvo trabajando ahí. —Hizo una pausa—. Dígame una cosa, ¿está usted realmente convencido de lo que acaba de contarme?

O'Connor lo miró con el rostro inmóvil.

—No tengo más opción que estar convencido de ello —dijo el físico—. La alternativa sería levantarme y largarme. Hace una hora aprendí de un hombre sabio que eso no es ninguna solución. De modo que ahora treparé hasta allí arriba.

—Bien, buscaré refuerzos.

«En realidad —pensó O'Connor—, eso pudiste haberlo hecho durante el trayecto hasta aquí, imbécil.» ¿Por qué él mismo no había pensado en eso? El tiempo se les escapaba, y era imposible localizar a Lavallier.

—Sobre todo siga intentando localizar al comisario —dijo O'Connor—. Inténtelo cada treinta segundos. Si le pregunta qué sucede, dígale, sencillamente, que estoy haciendo malabares por su nueva terminal, intentando salvar la vida de Bill Clinton. Creo que va a llegar aquí más rápido de lo que se tarda en teletransportar al capitán Kirk hasta el puente de la nave.

Mahder le hizo un guiño con los ojos. Luego asintió con los labios fruncidos y se marchó.

—Cuidado no vaya a romperse el cuello —le gritó a O'Connor mientras se alejaba a toda prisa.

O'Connor lo siguió con la mirada.

Ese hombre era realmente un imbécil. ¿Por qué no le enviaba a alguno de esos hombres que estaba por allí de servicio para empezar?

Durante un momento meditó si no era mejor que él mismo abordara a alguno de los hombres.

En ese caso, sin embargo, tendría que explicarlo todo de nuevo. Tal vez los de seguridad lo bombardearían a preguntas y ya no lo dejarían subir a los andamios. A juzgar por el dinamismo de Mahder, transcurriría una eternidad hasta que llegara alguien para revisar el techo.

O'Connor se alisó su nuevo traje, se abrió la americana y trepó hacia lo alto por la escalera más próxima.

JANA

El disfraz era un asunto rutinario, pero a veces no. Jana se había metido varias veces en la mayoría de los papeles, hasta el punto de familiarizarse con una tal
signora
Baldi o con la mujer de negocios ucraniana Karina Potschova. El
look
de progre desinhibida de Cordula Malik, por el contrario, era algo nuevo y excitante. A Jana le divertía. Pocas veces antes se había mirado al espejo con tanta satisfacción. Cordula era una figura diametralmente opuesta a la siempre correcta Laura Firidolfi, que había dominado los últimos años de la vida de Jana. Su descuido expresaba alegría de vivir y sensualidad, cosas que ella se había permitido muy pocas veces.

Quizá sería una buena idea dejar que naciera alguien como Cordula de las cenizas de Jana, Sonja, Laura y todas las demás. La vida sería mucho más placentera con camisetas abiertas a la altura del vientre.

También podía pensarse lo del
piercing.
Uno pequeño, con alguna piedra dentro; una de color azul marino o, sencillamente, un pequeño brillante. Tendría millones a su disposición. El concepto de «descuido con buen gusto» cobraría un significado totalmente nuevo.

Jana miraba por la ventanilla mientras el autobús los trasladaba al aeropuerto, a ella y a otros cuarenta periodistas; al mismo tiempo, pensaba en su nueva vida.

Para mucha gente, la idea de alojar una pieza de plata en su ombligo representaba el colmo de la sofisticación. ¡Cuan despreocupados eran esos pensamientos! ¡Qué diferentes de aquellos que giraban en torno a las armas y los asesinatos por encargo, que empleaban un YAG y urdían un plan para matar al hombre más poderoso del mundo!

¿Podría acaso entrar en una tienda y decir: «Buenos días, he matado a Bill Clinton y a otra docena de personas, y ahora me gustaría que me cubran el ombligo con una fina capa de plata.»?

¿Lo pensaría? ¿Podría pensarlo? ¿Sería posible convertirse en un ser humano que fuera, sencillamente, un ser humano en toda su inocencia?

Jana se pasó el chicle del lado derecho al izquierdo de la boca e intentó sentirse como la chica que ahora era, pero sólo consiguió sentirse como una asesina de élite que llevaba puesta una camiseta con el ombligo al descubierto.

«Una vez más —pensó—, y todo será distinto.»

El autobús pasó un punto de control y continuó avanzando por una segunda calle. A la izquierda se extendían las nuevas obras del aeropuerto, el aparcamiento 2 y la terminal a medio concluir; luego atravesaron una de las pistas de rodaje y pusieron nimbo a una rotonda. Allí detrás comenzaba la extensa área de la terminal de carga. Por todas partes había vallas y policía. Los furgones de la policía flanqueaban toda la Heinrich-Steinmann-StraBe. Jana sabía que ése era el camino por el que los políticos abandonaban el aeropuerto. A la izquierda, vio el edificio plano de la central de correos; al lado, el edificio transversal de la seguridad aérea, y detrás, los depósitos de mercancías. Allí donde terminaban los depósitos de mercancías, se erguía una construcción de varias plantas, pintada de color arena, el edificio de la UPS, sólo superado en altura por la torre de control.

Jana sonrió. Conocía el aeropuerto como la palma de su mano.

Se detuvieron. Uno tras otro, fueron bajando del autobús y entrando al aparcamiento desde el cual se pasaba a las carpas de la prensa. Jana vio aparecer a su lado al reportero del
Express.
Mientras atravesaban el aparcamiento y se acercaban al acordonamiento, intercambiaron algunos comentarios sobre el excepcional despliegue policial y de fuerzas de seguridad extranjeras. Ante ellos se extendía la nave plana de la central de transportes y detrás se elevaba la alargada e imponente caja de la nave antirruidos, que se adentraba bastante hacia las pistas de estacionamiento, dividiéndolas en dos secciones. A la derecha de la nave estaba la terminal de aviación general, el GAT en el que aparcaban normalmente los aviones más pequeños algunos jets privados y los aparatos de los ministros de Exteriores. Hacia el lado izquierdo de la nave insonorizada, se extendía la pista de estacionamiento de carga del oeste.

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