En Silencio (68 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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—Inténtelo directamente en la punta —dijo el físico.

—Como usted diga, jefe.

Pecek se deslizó unos metros más y examinó el varillaje. Sus manos acariciaron el redondo metal doblado. De repente se detuvo.

—Eh, doctor.

—¿Qué pasa, Jo?

—No sé si es esto lo que usted busca. Aquí han metido una tapa. Lo cierto es que esto no pinta nada aquí.

O'Connor sintió que una oleada de excitación recorría su cuerpo. Por un instante, se olvidó de su miedo. Con pasos inseguros, avanzó a tientas hacia Pecek y se agachó junto al técnico.

—¿Qué tamaño tiene?

—Unos dos palmos, diría yo.

—¿Puede abrirla?

Pecek se inclinó aún más hacia adelante y dejó escapar un gemido.

—Es… un poco difícil —dijo, jadeante.

—Tenga cuidado, por el amor de Dios.

Pecek jadeó aún más fuerte. Luego soltó una carcajada de satisfacción.

—¿Qué pasa? —preguntó O'Connor, casi sin aliento—. ¿Qué ha encontrado?

Pecek sonrió con ironía.

—¿Cómo llegó usted a esta conclusión, doctor? ¿Cómo pudo saberlo?

—¿Qué hay ahí?

—Es mejor que usted mismo eche un vistazo. Espere. —El técnico se levantó y dio un paso atrás—. Arrástrese un poco hacia adelante; hay muy poco sitio para los dos. Lo agarraré por detrás.

O'Connor llenó sus pulmones de aire. Luego se apoyó sobre las manos y las rodillas y se deslizó unos centímetros hasta el borde.

—En seguida podrá verlo —dijo Pecek.

«¿Qué significa "en seguida", por el amor de Dios? ¿Acaso Pecek pensaba que tenía alas?»

Su miedo lo retenía con miles de manos. El pánico casi le provocaba un dolor físico. Estiró un poco la cabeza y vio la superficie resplandeciente de la fachada caer en vertical hacia lo profundo. Allí abajo, sobre la explanada arenosa que separaba la nueva pista de estacionamiento de la terminal, las personas parecían hormigas.

Su mirada buscó el varillaje.

—No veo nada —gritó el físico.

—Está en el tubo de abajo. —El viento parecía traerle las palabras de Pecek—. Un poco retirado hacia atrás. Un poco más y lo alcanzará. No tenga miedo, yo estaré atento.

En cualquier otra circunstancia, en ese momento O'Connor habría hecho precisamente aquello por lo que Silberman lo había reprendido unas horas antes: levantarse y largarse. Los latidos de su corazón se aceleraron. Con un esfuerzo casi sobrehumano, sacó los hombros fuera del borde e inclinó la cabeza hacia abajo.

—No lo toque —dijo Pecek a sus espaldas—. ¿Quién hubiera pensado que el bueno de Paddy era un listillo?

¿Paddy?

¿Cómo era posible que Pecek hablara de repente de Paddy? O'Connor alzó rápidamente la cabeza. De un tirón, se arrastró hacia atrás y rodó instintivamente hacia un lado, justo a tiempo para ver a Pecek abalanzarse sobre él con los brazos extendidos hacia adelante. Los ojos del técnico lo reflejaban todo a la vez: odio, rabia y la certeza de que había perdido. En un último intento desesperado por salvarse, sus manos se cerraron en el vacío y, a continuación, su cuerpo desapareció al otro lado del borde. Un grito breve y penetrante se fue alejando con una velocidad terrible y se interrumpió bruscamente.

Jadeando, O'Connor cayó de espaldas y resbaló por la inclinada superficie de cristal del techo hasta llegar al otro borde. Sus dedos consiguieron agarrar uno de los puntales que servían de tope a los rieles de rodadura de acero. Luego resbaló de nuevo, hizo un esfuerzo con las piernas e intentó regresar a la abertura. Debajo de él, la superficie de cristal crujió. Con una prisa febril se aferró al siguiente puntal, reunió todas sus fuerzas y saltó un tramo hacia adelante. Su hombro chocó contra algo duro. Se incorporó, vio la claraboya delante de sus ojos y avanzó tambaleándose en dirección a ella.

Con un ruido similar al de un cañonazo, el cristal se rompió bajo sus pies y tiró inexorablemente de él hacia abajo. El estruendo de cristales que se produjo cuando la plancha de vidrio se hizo añicos sobre la plataforma elevada del andamio le desgarró el oído; luego su cuerpo se golpeó y O'Connor sintió un dolor punzante.

Su cuerpo yacía sobre los tablones de la plataforma, a dieciséis metros de altura sobre el suelo de la terminal de llegadas, pero su mente todavía seguía cayendo sin cesar. Caía por un hueco infinito y negro como la noche, mientras el rectángulo de luz situado sobre su cabeza se hacía cada vez más y más pequeño.

Se desmembraría. El golpe pulverizaría cada hueso de su cuerpo.

Pero la caja no parecía tener suelo, y O'Connor continuaba cayendo a toda velocidad, cada vez más profundo, hasta que sus moléculas fueran separadas a la fuerza a causa de aquella velocidad inhumana; mientras tanto, él se daba cuenta de que al final había sido absorbido por ese agujero negro, por la tan llevada y traída singularidad de Stephen Hawking, por un agujero de gusano cósmico.

Algo negro se estiraba hacia él desde lo profundo.

—¿Sabe usted lo que es un acelerador de partículas? —se oyó decir, con un vaso en la mano.

—Sí —dijo una amable azafata—. Creo que algo muy parecido a usted. Nos alegra haberle tenido a bordo, doctor O'Connor. Ahora usted morirá. Le deseamos un feliz viaje.

Incapaz de gritar, O'Connor se sumió en su propio abismo.

AIR FORCE ONE

—¡Grajjjj!

Cuando Bill Clinton se sonaba, lo hacía ruidosamente y con ganas. Se decía que la manera de sonarse del presidente se asemejaba por su ruido al graznido de un ganso salvaje. La comparación se debía a Robert Reich, el secretario de Trabajo de Clinton de los primeros cuatro años de mandato, por lo tanto el hombre sabía de lo que hablaba. Los conocimientos de Reich sobre las costumbres de Clinton se remontaban a Oxford, donde ambos habían compartido alojamiento en el University College, mientras se hacían adultos y estudiaban la carrera de Derecho, algo que Clinton nunca consiguió del todo. En realidad, se había convertido en un excelente jurista, pero no en un adulto.

—¡Grajjj!

Norman Guterson, el responsable de la seguridad del presidente, estaba sentado frente a su jefe, sujeto a uno de los cómodos sillones blancos que hubieran encontrado sitio en cualquier ático de lujo. Por delante de su imaginación, pasó en ese momento una bandada de gansos que batían sus alas incesantemente y emitían sus graznidos. Era culpa de Reich. Desde la aparición del libro que el ex secretario de empleo había escrito sobre su papel en la Administración de Clinton, Guterson no podía oír de un modo inocente los estornudos del presidente ni el ruido que hacía cuando se sonaba la nariz.

Clinton arrugó el pañuelo de papel y se sorbió los mocos una vez más.

—Maldito polen —dijo el presidente.

—Es el aire seco del avión —replicó Guterson.

Clinton lo miró y soltó una risita.

—Tonterías, Norman. Es Washington. Lo tengo pegado en la ropa.

—Colonia es mejor —le aseguró Guterson.

Clinton padecía una serie de alergias. Reaccionaba a todo lo que florecía con ojos llorosos y la nariz llena de mocos. La perspectiva de gobernar el país durante dos mandatos no le había provocado ningún temor, pero sí la imposibilidad de sobrevivir a Washington, la capital mundial del polen.

—Colonia está situada en una depresión del terreno, ¿no es cierto? —dijo el presidente—. Allí dentro se acumula todo: el aire, la lluvia, el polen. Probablemente estaré estornudando todo el rato.

—¿Quién lo dice?

—Morris.

Guterson negó con la cabeza. Dick Morris era un caso aparte. Se decía que en 1996 había ganado para Clinton la segunda elección, al sacrificar la política de los grandes propósitos para sustituirla por una estrategia basada en las encuestas y en los estudios de mercado. Al final de la primera mitad del mandato de Clinton, los valores del presidente en la opinión pública habían descendido a un nivel preocupante a pesar de los éxitos económicos. En adelante, Clinton había intentado hacer lo que le parecía correcto y justo. Morris, por el contrario, había puesto su mira en el llamado
swing,
el grupo de votantes que no suelen votar nunca a un mismo partido, un potencial indeciso que representaba la mayoría que necesitaban con tanta urgencia. Por tal razón, a mediados de la década de los noventa, inició un incomparable estudio de mercado para averiguar cuáles eran las expectativas de esa parte del electorado. Todo lo que era bien acogido por el
swing,
él se lo recomendaba al presidente. Morris también había sido quien había suprimido del todo de la campaña electoral vocablos como «problema» o «crisis». Clinton no debía aludir a problemas, sino irradiar un optimismo implacable. Esa concepción había dado resultado, y Morris y los suyos eran considerados los responsables del segundo mandato del presidente, mientras que los socialmente débiles continuaban ignorados. Sus preocupaciones no eran populares.

Los detractores de Clinton, sobre todo los pertenecientes a su propio partido, apuntaban desde entonces, malhumorados, que Clinton se había vendido a los estudios de mercado. Puede que eso fuera exagerado, pero no dejaban de tener razón al juzgar una política que apuntaba no tanto a solucionar injusticias reales, como a satisfacer las distorsionadas perspectivas de una clase media indecisa. Al final del primer mandato, sólo Morris y sus estudios de mercado parecían marcar la toma de decisiones políticas en la Casa Blanca. Mientras que antes Clinton recibía diversas valoraciones sobre lo que era positivo y correcto para Estados Unidos y se barajaban distintas opciones, al tiempo que se invocaba la voluntad de cambio de los primeros años, ahora sólo se miraban los resultados de las encuestas.

Guterson sabía que ya no se trataba de un fenómeno puramente americano. En la actualidad, muchos políticos se ponían en manos de asesores como Morris, que los apartaban de sus últimos principios y los conducían para que se ganaran el favor del público. De ese modo surgían en todo el mundo superestrellas políticas que estaban al frente de los partidos mediáticos, cuyo carisma apenas conseguía dejar ver la palpable falta de contenidos. Tony Blair, Gerhard Schroder, todos habían comenzado como luminosas figuras de la esperanza, reducían el promedio de edad en la política en varias décadas, se mostraban joviales y saludaban mientras meditaban sobre lo que podía gustarle más al pueblo. Si algo no le gustaba al pueblo, los estudios de mercado corregían la estrategia, y al final todo coincidía.

Con todo, Clinton había conseguido recuperar ciertos principios; había sabido incluso inclinar en su favor la balanza en la lucha contra la inquisición republicana. Paradójicamente, había sido precisamente el llamado «Monicagate», magnificado hasta la saciedad por los republicanos, lo que había hecho que Clinton saliera más fortalecido y con una mayor seguridad en sí mismo. Al final había quedado el bueno de Bill, un chico oriundo de Arkansas, un optimista incorregible que tomaba decisiones de un modo poco convencional, pasando por encima de las instancias establecidas, y al que le importaban un bledo los canales formales. Algo que, por un lado, era bueno, ya que por lo menos el presidente podía tomar decisiones; pero que, al mismo tiempo —y por las mismas razones—, tenía su lado negativo, pues nadie sabía con exactitud con quién se pondría a conversar el presidente sobre un determinado tema. Clinton le pedía consejo a quien él quería. Si pensaba que ésa era la persona correcta, podía preguntarle al celador nocturno o a la señora de la limpieza.

De acuerdo con esto, quizá sus informaciones sobre Colonia no habían salido probablemente de un dossier compilado con esmero y especialmente confeccionado para él. Una vez más, le había preguntado a todas las personas imaginables. Morris había dicho una cosa; otro le había dicho otra. La imagen que Clinton tenía de la realidad era, como solía ocurrir, fragmentaria; y, como solía ocurrir también, el presidente haría con ella lo que mejor pudiera.

En eso radicaba su auténtica fuerza y su genialidad, y eso lo sabían muy bien Guterson y todos los que rodeaban al presidente. Le transmitiría a Colonia la sensación de ser la ciudad más hermosa y más importante del mundo para él. Cualquier colonense al que el presidente mirara a los ojos, se llevaría la impresión de ser algo muy especial.

No era nada diferente, tal vez, de lo que había sentido la gente de París, la ciudad desde la que el
Air Force One
había despegado hacía veinte minutos. Después de su comida con Chirac, el presidente había salido a tomar un helado. Clinton en la terraza de un
bistrot,
flirteando con la camarera, y más tarde, el poco protocolario baño de multitudes, los apretones de manos, la charla desenfadada con cualquiera. Así era Clinton. El sueño de una estrella tangible y la pesadilla de sus guardaespaldas.

Guterson cruzó las piernas y dijo con cierto menosprecio: —Doy por seguro que Morris nunca ha estado en Colonia. No tiene ni idea. La ciudad le gustará, señor presidente.

—Me gusta el programa —dijo Clinton—. Schróder es un tipo mucho más divertido que Kohl. Tiene mejores sastres y le gustan los Rolling Stones; además, su mujer no me da siempre la impresión de estar mirando fijamente una pantalla de cinemascope. Son gente muy agradable.

—¿Quiere usted ir realmente al concierto de los Stones? —preguntó Guterson.

—¿Por qué no? ¿Cuándo es? ¡El domingo! No sea tan aburrido, Norman. Siempre me viene con la letanía de la seguridad. Todavía no sé si voy a ir; además, los Schróder tenían pensado ir a cenar conmigo y con Hillary en algún momento…

—Señor presidente…

—Pero le prometí a Chelsea que lo haría si salían bien las cosas. Ella va a ir de todos modos. —El presidente estiró los brazos y bostezó—. Usted no puede entenderlo porque no tiene hijos.

—No, señor.

—¿Cuánto retraso llevamos ahora mismo?

—Unos veinte minutos.

—Qué rabia, Norman. La próxima vez, infórmeme en tierra que vamos con retraso y no cuando estemos en el aire. Es su tarea y la del jefe de Protocolo; quiero decir, me da absolutamente igual de quién sea la responsabilidad, en cualquier caso, no tengo ningunas ganas de tener que recordar los horarios de vuelo.

—Lo siento, señor presidente —dijo Guterson—. No volverá a suceder.

Clinton soltó una sonrisa conciliadora. Eso también era notable en él. A las tormentas breves las sustituía, casi al instante, un sol radiante. Podía ser muy claro en sus protestas, pero nunca era rencoroso. En realidad, los de protocolo se habían olvidado de informarle a tiempo sobre el retraso. El motivo habían sido los controles de seguridad, provocados, no en última instancia, por el prolongado baño de masas del presidente en París; aunque, por supuesto, eso no podía ser problema del presidente.

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