—Tendría que ser la administración —dijo Wagner, mientras hacía entrar el coche en la rampa. Con paso rápido, metió el Golf en la última plaza de aparcamiento vacía. Bajaron. Mientras caminaban hacia la entrada del edificio administrativo, O'Connor mostraba una expresión curiosamente segura de su victoria, como si no hubiese venido tanto para ver de nuevo a un viejo compañero de estudios, sino para declararlo culpable de varias ignominias y hacerlo arrestar en público.
—¿A quién piensas preguntarle ahora?
O'Connor se encogió de hombros.
—Dímelo tú. Tú eres mi agente de prensa. ¿No deberías de estar preparada para las manías de tu protegido?
—Nadie puede estar preparado para entenderte a ti.
—Qué raro. Eso también lo dijo mi madre cuando me pusieron en sus brazos.
—¿En serio? ¿Qué le hiciste?
—¿Yo? Nada. Sólo que me hice de rogar durante doce horas. Se estaba muy a gustito allí dentro, ¿sabes? Todo era rojo oscuro y calentito, como en una casa de putas. ¡Se supone que cuando quisieron obligarme a salir, empecé a dar patadas a diestro y siniestro!
—Metiste la pata, como siempre.
—Aproveché mi tiempo. Sólo puedes salirte del tiesto cuando eres niño o cuando envejeces. No quisiera decir nada despectivo sobre mis padres, pero puede que ése haya sido el único momento de su vida en que mi madre se sintió estremecida realmente por algo y emitió una queja de dolor perceptible. Jamás volví a ver en ella esa ebullición de los sentimientos. Pero como ya te dije, no tienes por qué saberlo todo, ¡al menos por ahora!
Pasaron al interior del edificio y volvieron a verse en un atrio. Las plantas con sus pasillos y cubículos se extendían en forma de balaustrada alrededor de un patio de luces situado debajo de una cúpula de cristal con forma piramidal. El edificio estaba bien iluminado y era agradable. En un panel enorme podía leerse quién ocupaba cada planta. El Departamento de Recursos Humanos se encontraba en la segunda. Wagner le preguntó al portero dónde estaban los ascensores.
—¿Por qué ardes en deseos de ver de nuevo a Paddy? —le preguntó ella mientras subían.
O'Connor adoptó una expresión reflexiva.
—Él me ha recordado que con el pasar de los años me he convertido en una mejor persona —le dijo O'Connor—. ¿Resulta cómico, no? Sentí un asomo de gratitud cuando lo vi.
—No lo sé. La gratitud no va mucho contigo.
—Por eso quiero pagarla con él. Quizá, sencillamente, quiero saber por qué un hombre con sus múltiples talentos intelectuales no ha llegado más lejos. Los dos partimos de las mismas premisas.
—¿Y eso es compasión o curiosidad?
—El nivel de mis conocimientos no me permite mostrarme compasivo.
—Posiblemente estás valorando equivocadamente la situación. Quizá él es algo así como un empleado en un puesto directivo.
—¿Paddy? Ése no sería capaz de dirigirse ni a sí mismo.
—Las personas cambian.
—Sí, pero pocas veces mejoran.
El ascensor se detuvo. Entraron en la segunda planta.
—Dime una cosa, Liam… —le preguntó ella—, ¿pudiste en realidad hacer algo por él en aquella época?
—¿Cuándo?
—Cuando lo echaron.
O'Connor detuvo sus pasos.
—Interesante pregunta —dijo, e hizo una pausa—. Tal vez ahora debería decir que has metido el dedo en la llaga. Pero te has equivocado. No hay nada de eso. No he venido a saldar viejas cuentas. Ningún pacto, ninguna cosa que pueda reprocharme. No, no creo que hubiese podido hacer algo más por él. No hubiese podido decidirme a considerarlo persona tan importante.
—Y entonces, ¿por qué ahora?
—Por lo que ya te dije: curiosidad.
—Entonces déjame que te lo pregunte de otro modo. ¿Existe alguien que te resulte importante? ¿Quiero decir, aparte de tú mismo?
—¡Qué inquisitiva puedes ser! —dijo O'Connor sonriendo con ironía—. Por lo menos hago todo el esfuerzo posible por averiguarlo. ¿O acaso no te ha llamado la atención?
—No me imagino formando parte de uno de tus numeritos.
—No lo eres… Una parte, quiero decir.
Después de haber leído los carteles de cada una de las oficinas lo intentaron finalmente en el Departamento de Personal. O'Connor le explicó a quien buscaba a una mujer regordeta que no sabía si quedarse más prendada de sus labios o de sus oíos. La mujer lo obsequió con su sonrisa más radiante, se dio la vuelta hacia su ordenador y empezó a mirar archivos.
—¿Dónde se supone que trabaja la persona que usted conoce? —le preguntó la mujer.
—Posiblemente en el Departamento de Tecnología —respondió O'Connor—. Tal vez. No lo sé, llevaba puesto un mono de trabajo.
—¿Patrick Clohessy?
—Sí.
Durante un rato sólo se oyó el golpeteo de sus uñas sobre el teclado. Luego la mujer hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Lo siento. Son muchos los que llevan monos. ¿Puede ser otro departamento?
—No tengo ni idea de cuáles hay. ¿No podría revisar el personal de todo el aeropuerto? Introduzca sencillamente su nombre.
Transcurrió otro minuto. La mujer alzó los hombros con un gesto que indicaba que lo lamentaba.
—Resultado negativo.
—Clohessy —repitió O'Connor, como si la mujer no lo hubiese entendido—. Patrick Clohessy.
—Sí, lo sé. No existe ningún Patrick Clohessy.
O'Connor se frotó la mandíbula.
—Es muy raro —murmuró casi para sus adentros—. Jamás me equivoco con un rostro. Era él, sin duda alguna.
Wagner se inclinó hacia él.
—Estabas borracho como una cuba —le dijo en voz baja—. Sólo quiero señalarlo, pero todo esto se me parece bastante a la trama de «una película descerebrada».
—Sé que estaba borracho —dijo O'Connor de mala gana—. Siempre estoy borracho. Pero él pasó por mi lado, Kika, iba caminando junto a otro tipo que vestía igual.
—Es habitual que los técnicos den empleo de vez en cuando a algún personal de empresas extranjeras —dijo la mujer—. Si esa persona está incluida en su nómina, podemos pasarnos horas buscándolo.
—No —dijo O'Connor negando con la cabeza—. En la espalda decía algo de Colonia—Bonn o Aeropuerto CGN.
—Quizá su amigo ya no se apellide Clohessy.
—¿Qué?
—Quiero decir, que tal vez se haya casado.
—Su nombre es Patrick —dijo O'Connor con un tono lejanamente amable—. No Patricia.
Wagner le plantó un pie encima.
—A veces sucede que los hombres adoptan el apellido de sus mujeres. Estamos en el año 1999. Con Kika Wagner, el doctor Liam O'Connor ha entrado en galaxias en las que ningún hombre ha penetrado antes.
—El capitán Spock levantaría una ceja —dijo O'Connor—. La única razón para que un hombre adopte el nombre de su mujer es cuando lo busca la Legión Extranjera. Pero está bien. ¿Podría usted mirar si hay alguien en el Departamento de Tecnología a quien el destino le haya dejado por lo menos el nombre de pila de Patrick?
La mujer vaciló. Por lo visto, empezaba a preguntarse con cierto retraso si estaba facultada para dar esa información.
—¿Quién es usted en realidad? —preguntó, recelosa.
Wagner la puso al día rápidamente. La mención de la nominación al Premio Nobel no pareció causar ninguna impresión especial en la mujer, pero cuando Wagner añadió que el hombre también escribía novelas, sus facciones se iluminaron de repente.
—Espere un momento.
La mujer desapareció en la habitación contigua. Poco después, cuando regresó, venía acompañada de un hombre de mediana edad que se identificó como el segundo jefe de Personal.
—Tiene usted que entender que no estamos autorizados para dar informaciones sobre nuestros empleados —dijo en tono amable—. Pero en este caso, haré una excepción. Su fama le acompaña, doctor O'Connor; leí su último libro con sumo placer. ¿Cree usted en serio que las hormigas son inteligentes?
—Esa idea me viene a la cabeza cada vez que estoy sentado en un avión y miro hacia abajo —dijo O'Connor en tono muy amable.
El jefe de Personal mostró una risa educada.
—Sí, a mí también. En cualquier caso, he hablado con los de seguridad del aeropuerto. Estamos obligados a hacerlo. Allí no tienen ningún inconveniente en ayudarlo, si bien el hombre que usted busca no trabaja en el aeropuerto de Colonia—Bonn. Por otra parte, en efecto, tenemos un empleado de origen irlandés. Es técnico de fachadas. Y es posible que se conozcan entre sí. Si lo desea, puede hablar con él. Su nombre es Ryan O'Dea.
—Ryan O'Dea —repitió O'Connor.
—¿Le dice algo ese nombre?
—No.
—Ahora mismo está ocupado en unas labores de reparación, en el GAT 1. Da igual, usted no puede pasar a la pista. Si me deja un número de teléfono, él quizá lo llame.
—No me quedaré mucho tiempo más en Colonia. Para ser exactos, sólo estaré un par de horas —mintió O'Connor—. ¿No puede usted arreglar las cosas para que pueda hablar con él ahora? Es muy importante.
El hombre reflexionó.
—Nos gustaría mucho poder ayudarlo. Por favor, espere un momento.
El hombre volvió a hacer otra llamada. Entonces dijo:
—Sí, está fuera, en el hangar uno. Vaya usted hasta el edificio principal. ¿Sabe dónde es? Muy bien. Espere en la Sección A, junto al bar. Mientras usted esté en camino, yo le informaré a O'Dea que se dirija hacia allí.
—Es usted muy amable.
—Tal vez ese O'Dea sea el otro técnico que viste —opinó Wagner mientras viajaban hasta la terminal y dejaban el coche en el sitio para los que aparcaban por poco tiempo.
—Es posible. —O'Connor miró hacia el sol—. Tengo otra sospecha. Si tengo razón, empezaré a escribir novelas policíacas.
Estuvieron esperando alrededor de un cuarto de hora en el bar y bebieron algo que se llamaba chocolate caliente y sabía exactamente así.
—Ahí vienen —dijo de repente O'Connor, en voz baja.
Wagner siguió el rumbo de su mirada. A través del pasillo de la terminal venían dos hombres. Los dos llevaban monos con las siglas del aeropuerto, CGN, e identificaciones con fotografía sobre el pecho. Charlaban a la par que gesticulaban.
—¿Está tu amigo entre ellos? —preguntó Wagner.
—Es el de la izquierda. Al otro no lo conozco. Pero en todo caso no es el hombre que vi ayer por la mañana en compañía de Clohessy.
—Será O'Dea. Eh, Liam, tenías razón. Retiro todo lo que dije sobre las consecuencias de los
single malts.
O'Connor adoptó un mohín de escepticismo.
Entretanto, los dos hombres habían enfilado rumbo a ellos. En ese momento se acercaron a la barra. El hombre que, según O'Connor, se llamaba Paddy Clohessy, tenía un rostro serio y poco feliz, una nariz respingona y ojos hundidos. Su boca era poco más que una raya trazada entre las hondonadas formadas por las mejillas. Por su aspecto, parecía mayor que O'Connor. Su pelo oscuro estaba despeinado y le daba cierto aspecto desaliñado a todo su ser. Miró fijamente al físico y guardó silencio.
—¿Es usted el doctor Commer? —preguntó su acompañante.
Esas pocas palabras bastaron para identificarlo como alemán. No tenía ni rastro de acento irlandés.
—O'Connor —respondió el físico, sin quitarle los ojos de encima a Paddy (o al nombre al que conocía con el nombre de Paddy), pues, para su sorpresa, el otro técnico le dijo—: ¿Quería usted hablar con el señor O'Dea, no es cierto?
—Correcto.
—Él es Ryan O'Dea.
El rostro de O'Connor permaneció inexpresivo del todo, al igual que el de su interlocutor. Se estaban midiendo el uno al otro, como si su diálogo tuviera lugar a un nivel puramente mental, sin necesidad de gastar una sola palabra.
—Sí. —El otro técnico cambió con desgana la posición de una pierna a la otra—. No quisiera seguir molestando. Sólo estaba de camino y pensé que podía acompañar a Ryan hasta aquí. ¿Puedo hacer algo más por usted, doctor…?
—Usted no molesta en absoluto —dijo O'Connor sin perder de vista al hombre de labios pequeños—. Perdone usted, señor O'Dea, que le robemos su tiempo. Ha sido muy amable de su parte acudir tan rápidamente. ¿Nos hemos visto alguna vez?
Le extendió la mano. O'Dea —o el hombre que así se hacía llamar— la tomó y la soltó al instante como si hubiera tocado una telaraña.
—No —dijo con tono brusco.
—¿Le han dicho por qué queríamos hablar con usted?
—No.
—Bien, pues en ese caso se lo explicaré. Creo haber visto a alguien ayer aquí con quien realicé estudios muy agradables sobre la repercusión de conferencias no escuchadas en la evolución personal. Su nombre es Patrick Clohessy, pero nosotros lo llamábamos Paddy. ¿No le resulta familiar el nombre por casualidad?
—Jamás lo he oído —dijo el hombre, quien, por la manera en que arrastraba la erre, dejaba entrever claramente que no era alemán.
—Pensé que tendría usted algún colega irlandés.
—Pues no.
—¿Y usted? —O'Connor se volvió hacia el segundo técnico—. ¿Conoce a un tal Paddy Clohessy?
—Bueno, uno no puede conocer a todo el mundo.
—El hombre miró a su alrededor y señaló con un movimiento del brazo hacia el corredor situado debajo—. Desde que están construyendo aquí, viene gente nueva a diario. ¿Quién puede saber cómo se llaman todos?
—¿Y a alguien que se llame Patrick? Como nombre de pila, quiero decir.
—No. ¿Patrick? ¡No!
O'Connor miró fijamente de nuevo al hombre silencioso con el pelo revuelto.
—¿Y usted, quizá?
El otro negó silenciosamente con la cabeza.
O'Connor suspiró.
—Qué pena. Me hubiese gustado contarle lo que ha sido de la chica de piel blanca que tocaba la guitarra, una que cantaba siempre el
A Stor Mo Chroi
en el Hartigan's. Él estaba loco por ella. Tuvimos que acelerar su desarrollo como alcohólico para evitar males mayores con uno más pequeño. ¿Está seguro de que no conoce a un hombre con ese nombre?
Los ojos de O'Dea centellearon.
—Ya se lo dije…
—Por supuesto. —O'Connor esbozó una sonrisa forzada—. Perdone usted, no quisiéramos apartarle más de su trabajo. Aquí tiene mi tarjeta. Si se le ocurre algo sobre este tema que pueda servirme de ayuda, me alegraría mucho saber de usted.
O'Dea cogió la tarjeta y la guardó en el bolsillo del pecho de su mono.
—Irlanda es grande —dijo.
—Me temo que no lo suficiente.
O'Dea guardó silencio. Luego se dio la vuelta y se alejó. El otro técnico se encogió de hombros.