En Silencio (35 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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—No lo sé. Recuerda lo que nos contó Silberman esta mañana.
Entertainment rules.
¿Es cierto que eran más políticos entonces?

—Fue una época extremadamente apolítica, hasta el punto de que no consiguieron cambiar nada. Pero yo soy demasiado joven, Kika. Puedo decirte que uno debería conducir un Jaguar cuando cuida su imagen, y que el coche no debería haber sido fabricado después de 1977. Los pragmáticos objetan que, en ese caso, es preciso luchar constantemente con los continuos desperfectos del motor, que pierde agua y las ventanas cierran mal, pero entonces los otros dicen: «¡Pues, precisamente! Un Jaguar tiene que ser así, sólo entonces se le toma cariño.»

—Estoy impresionada. ¿Y qué tiene que ver todo eso con Kuhn?

—Dentro de dos meses cumpliré cuarenta años, Kika.

Entonces todo lo que diga será atribuido a la sabiduría de la edad. Ahora todavía soy joven. Woodstock fue antes de mi época. Cuando veo esa película, me sobrecoge la tristeza. La parte musical fue penosa. La mayoría de los que subieron al escenario estaban colocadísimos y eran incapaces de sacar un acorde a la guitarra. El grupo The Who tocó tan miserablemente que hizo bien en destruir sus instrumentos. Grace Slick había concebido su canción para una primera y una segunda voz, pero ninguno pudo mantener el tono. Es cierto que Johnny Winter estuvo excelente, y Hendrix también; y en sus maneras suaves, de algún modo, también me gusta Crosby, Stills and Nash. En cuanto a Cocker, bueno. Joplin, un horror. Pero Kuhn, en cambio, se bebería como un néctar cada nota allí tocada, cada sílaba cantada, y diría: «¡Pues, precisamente! Eran los años del sesenta y ocho. Teníamos posturas políticas, y por eso tenía que sonar desafinado, de eso se trataba.» Ése es su hogar, su refugio. Y seguramente tenga razón, puede que se haya visto a sí mismo y a su generación como una gran esperanza. A mí lo único que me dice todo eso es que miles de personas semidesnudas soñaron allí un sueño en el que se trataba en contra de quién estabas, no a favor de quién. Sólo una cosa está clara: un día alguien bajará del cielo y transformará en justicia la injusticia. De un trabajo saldrán otros miles, de modo que se podrá tener dinero sin tener que trabajar, ya que esos trabajos consistirán sobre todo en organizar fiestas y liarse unos porros. Y hará también que todos los hombres se llamen por su nombre de pila y que los corredores de la Bolsa se trencen flores en el pelo y, quizá, incluso, lleguen a volar por los aires Wall Street en un gesto simbólico. Y ya no habrá más guerras ni más miseria, y todos tendrán suficiente para comer y sobre todo para fumar, y todos harán el amor con todos. Ellos pensaron que Woodstock sería el principio; sin embargo, fue el fin. Fue el primer gran orgasmo auténtico de los hippies y, por desgracia, también el último. Nadie les había dicho que después de eso venía la caída, el descenso. De todo ello no quedó nada más que un par de mártires que murieron jóvenes porque no soportaron envejecer y llegar a ser como Kuhn, que sigue pensando que reniega del
establishment,
pero no se da cuenta de que reniega de sí mismo. Por otra parte, hay suficientes personas más jóvenes que jamás comprenderán lo que me parecen los Jaguar, y cualquier día tú misma te verás frente a representantes aún más jóvenes de la humanidad que intentarán demostrarte que tú no has conseguido resolver nada con tus ideales, ya que tus ideales eran una absoluta estupidez, y nadie entiende lo que viste en ellos. Todas las épocas tienen sus ciegos. ¡Kuhn está del todo desesperanzado con el ayer y, sin embargo, sigue siendo un tremendo moralista! Es un personaje trágico, y eso le confiere cierto encanto. Creo que por eso me cae bien. De vez en cuando a uno le gusta hacer de Sancho Panza.

Wagner reflexionó sobre esas palabras.

—¿Piensas que está solo? —preguntó.

—Sin duda.

—Pobre Franz.

—Bueno, tampoco es tan pobre. Es ignorante y superficial, sabe demasiado de todo y tiene una notable falta de talento para transmitirlo. Hemos compartido varias veces la misma barra; eso fue en Cork, donde, después de un par de vasos de algo fuerte, se sumía en una verborrea que me hacía sentirme como si estuviera en el desvío hacia una autovía de cinco carriles. Te gustaría incorporarte, pero no hay un solo hueco vacío. Al cabo de un rato, lo dejé al cuidado de unos amigos que sucumbieron a sus desordenados pensamientos de un modo más o menos silencioso, mientras yo me ausentaba descaradamente. De todos modos, eso no pareció molestarle demasiado.

—¿Así fueron las cosas? Él me afirmó que habíais pasado juntos varias noches, una tras otra.

—Sí, probablemente también lo hicimos —dijo O'Connor con gesto reflexivo, mientras Wagner subía la rampa de acceso al Maritim—. Pero estuve pocas veces presente.

O'Connor pidió un Laphroaig de diez años, posiblemente el más fuerte y extraordinario whisky escocés. El barman estaba muy orgulloso de poseer la botella. Encantado de tropezarse por fin con un conocedor, llenó el vaso hasta más arriba de la mitad. Un olor a turba, yodo y medicamento inundó el recinto. El hombre estaba acostumbrado a servir Johnnie Walker y Ballantines, una ocupación bastante decepcionante cuando se es capaz de diferenciar bebidas espirituosas de triple destilación de las de dos, o los
speyside malts
de los
islay malts.
El barman estuvo a punto de regalarle la botella a O'Connor, pero en ese caso se habrían visto en la obligación de escuchar sus historias. Los camareros de bar son un archivo de historias. ¡Y pobre del que se adentre en ese archivo!

Kuhn bebió coñac, mientras Wagner se mantuvo a base de agua. Después del primer tintineo de vasos le contaron al editor la historia de Paddy Clohessy, con el propósito de olvidar el asunto. Ahora sonaba a película policíaca barata. Pero Kuhn se quedó como paralizado. Desde ese mismo instante comenzó a tejer algunas teorías y quiso saberlo todo sobre ese Paddy muíante que ahora se llamaba Ryan O'Dea, y tras el segundo coñac se remontó, en efecto, a la prehistoria del separatismo norirlandés, de la cual venían, según él, todos los Paddys de este mundo. Todo parecía llevar a la conclusión de que Kuhn comenzaría a contar la historia con todo lujo de detalles. En Wagner comenzaron a surgir algunas dudas serias sobre si, en realidad, su idea había sido tan oportuna. O'Connor vació su vaso con una prisa repentina y se levantó de su banqueta.

—¿Podéis decirme qué hace una persona como ésa en un aeropuerto? —preguntaba Kuhn en ese instante—. Eso suena a que está camuflado. Me parece tremendamente inquietante. Los irlandeses son campeones mundiales en saber infiltrarse. ¿Sabíais, por ejemplo, que todos los periódicos de Gran Bretaña en los años noventa estaban infiltrados por manipuladores del Sinn Fein? ¿Y quién estaba detrás de ellos? ¡El IRA! Ellos se infiltran…

—Tengo que irme a dormir —dijo O'Connor, bostezando.

Kuhn se quedó tieso.

—¿Por qué, Dios mío? Si la cosa se está poniendo agradable.

—Sí, lo sé. Eso es, precisamente, lo malo del asunto. Cuando todo se vuelve agradable, yo me quedo dormido. No hay nada más cansino que la comodidad. Buenas noches, Franz… Kika…

Él le rodeó el hombro derecho, la atrajo hacia sí y le dio un beso furtivo en la mejilla.

—¿Te marchas a casa de tus padres?

Wagner se pasó el pulgar y el índice por los ojos y asintió.

—Sí, eso pienso. Estoy cansada.

—Entonces, buenas noches.

—Sí, que duermas bien.

O'Connor hizo una profunda reverencia y se marchó.

—¡Qué pésima actuación! —gruñó Kuhn—. ¿Creéis en serio que podéis tomarme el pelo?

Wagner reflexionó por un instante.

—Sí —dijo—. Ya lo creo.

O'CONNOR

El destino lo quiso de otra manera.

O'Connor acababa de abandonar el bar del hotel y caminaba por el vestíbulo iluminado en dirección al ascensor de cristal, cuando oyó que alguien gritaba su nombre.

—¡Doctor O'Connor!

Alguien lo seguía corriendo. Era uno de los recepcionistas con librea. O'Connor se detuvo y confió en que el hombre no tuviera intenciones de que le firmara un libro a esas horas.

—Una llamada telefónica para usted.

O'Connor se sorprendió.

—¿Quién me llama?

—Eso no lo sé, señor —dijo el hombre con la librea—. No me lo ha dicho. ¿Quiere que le pregunte?

—No, está bien.

—Puedo transferir la llamada a su suite.

—Gracias, pero preferiría hablar aquí abajo.

—Por supuesto. Allí, al otro lado, en las cabinas. Utilice la número uno, le paso la llamada.

O'Connor entró en la cabina acristalada y cerró la puerta a sus espaldas. Transcurrieron unos segundos hasta que sonó el teléfono. Liam O'Connor descolgó y esperó.

—Soy yo —le dijo en inglés una voz bien conocida, con un fuerte acento de Dublín.

O'Connor sonrió con sorna.

—Vaya, y yo que pensaba que tu vocabulario se había reducido a decir «no» y «no sé» —dijo en tono burlón.

En el otro extremo de la línea se produjo una breve pausa.

—Tienes que entenderlo. Por cierto, te agradezco muchísimo que me hayas seguido el juego, si bien tu comentario sobre Katie fue muy propio de tu mal gusto.

—A ese tal O'Dea no tiene por qué importarle en absoluto que mi buen amigo Paddy Clohessy pasara cada noche de Dios deambulando por la taberna Hartigans empalmado para oírla cantar. Por cierto, a mí no me parecía que cantara bien. Pero el amor es ciego.

—Hijo de puta. Yo estaba enamorado de ella y tú te la follaste.

—La libido es una fiel servidora del intelecto —dijo O'Connor—. ¿O era al revés? Yo pensaba que nos habíamos comportado como en Cyrano de Bergerac. Tú le escribías poemas, y yo la satisfacía. ¿De qué mejor manera hubiera podido actuar en tu favor? Además, puedes darme las gracias por haberte ahorrado una dura decepción, créetelo. Despojada de todo romanticismo de taberna, tenía una figura mucho peor que su guitarra. No te perdiste nada.


Ego te absolvo.
¿Podemos vernos?

—¿Por qué no? Mañana…

—Pensé más bien que podíamos vernos ahora mismo.

O'Connor vaciló.

—Bueno Paddy, ahora me pillas un poco mal —dijo—. Me estoy ejercitando con otro instrumento, y no me gustaría desafinar.

—¿La chica con la que estabas hoy en el aeropuerto?

—Sí.

—Es extraordinaria… Estoy seguro de que no darás la talla. —Gracias. ¿Por qué no nos vemos a la hora del desayuno? —No me va bien. —En el tono de Clohessy se mezclaba algo apremiante, y O'Connor lo notó —. Preferiría que fuese de inmediato. No nos tomará mucho. Por los viejos tiempos. Mañana no puedo, y pasado mañana ya te habrás marchado. ¿Qué me dices? ¿Tendrás un cuarto de hora para dedicárselo a un viejo soldado?

—From a dead beat to an oldgreaser
[8]
—soltó O'Connor—. ¿Dónde estás?

—Muy cerca.

O'Connor miró hacia fuera, al vestíbulo.

—Tampoco tan cerca —dijo Clohessy oportunamente—. Abajo, junto a la orilla del Rin. Te espero.

—Muy bien. Estaré allí en cinco minutos.

O'Connor colgó y contempló pensativamente el teléfono. Luego volvió a pasar por delante del bar y echó un vistazo al interior. Wagner se disponía justamente a cerrar su bolso, mientras que Kuhn seguía sentado, de mal humor, frente a otro vaso de coñac casi intacto. Sus labios se movían como si hablara consigo mismo o con el vaso.

O'Connor esperó a que ella saliera. En cuanto lo vio, la expresión de su rostro pasó en seguida de la somnolencia fingida al arrobamiento más evidente. De pronto, le sobrevino el temor de que se le escapara y caminó hacia ella presuroso. El minuto siguiente transcurrió en un beso, y O'Connor se preguntó en serio qué rayos iba a hacer allí abajo, a orillas del Rin.

Por otro lado, sin embargo:

—Hay un ligero cambio de planes —le dijo él en un murmullo.

Wagner echó la cabeza hacia atrás y lo observó.

—¿Un cambio?

—Sí, ha surgido una cosilla.

Kika aspiró aire de un modo perceptible y abrió la boca. Él le puso rápidamente un dedo sobre los labios antes de que ella pudiera replicar.

—Es una cuestión de diez o veinte minutos —añadió O'Connor—. Alejémonos un poco del bar; Kuhn no tiene por qué creer necesariamente que lo tomamos por un capullo.

—De todas formas lo cree. No es estúpido. ¿Qué pasa?

O'Connor le contó lo de la llamada de Paddy Clohessy. Entre las cejas de Wagner surgió una pequeña arruga. El escepticismo le sentaba bien.

—Pensé que no querías tener nada que ver con el tal Ryan O'Dea.

—Ese chico es muy variable. Ahora vuelve a llevar el nombre de Paddy. Sólo quiero asegurarme que su lista de nombres acabe ahí; una vez que lo haya hecho, regreso. Mientras tanto, puedes saquear el minibar de mi suite o volver con Kuhn.

—Dos perspectivas estupendas. ¿Qué voy a hacer en tu suite? ¿Seducir a la lámpara de pie?

—Seré breve. ¡Te lo prometo!

Ella le puso morros y fue de nuevo en busca de la sofisticada compañía de Kuhn. El golpe de cadera con el que desapareció en el bar trastocó su universo como jamás lo había hecho nadie. O'Connor sintió una profunda emoción.

Sin prisa, salió al exterior, caminó a través de aquella noche templada en dirección a la orilla del río, mientras su mirada recorría el paseo. No tuvo que buscar mucho. Paddy estaba apoyado de espaldas a la barandilla. Sus ojos parecían más hundidos en su rostro que por la tarde. La luz de las farolas que iluminaban la orilla del Rin daba a los huesos de sus maxilares y su mentón la forma de una calavera con nariz y paja a modo de pelo.

—Paddy —dijo O'Connor.

Sonó en sus oídos como si estuviera hablando con el pasado. Nada se oyó, salvo el eco de su propia voz. Había un hueco allí donde tenía que estar la memoria.

Tras una breve vacilación, los dos hombres se abrazaron y se dieron unas palmaditas en la espalda. Todo sucedió de un modo poco entusiasta y rígido. Al teléfono a ambos les había parecido como si no hubiesen transcurrido quince años, pero allí fuera, a la vista de un tiempo borrado, O'Connor tuvo la impresión de estar siendo testigo del resultado de un experimento fallido. El final de una historia a la cual se habían prometido no ponerle fin jamás.

Una historia que nunca había comenzado.

—Tienes buen aspecto —dijo Clohessy.

Sonó un poco inoportuno. Mantenía agarrado a O'Connor por los hombros, pero a cierta distancia. En ese mismo instante pareció avergonzarle la familiaridad de toda la escena; entonces se separó y dio un paso atrás.

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