En Silencio (37 page)

Read En Silencio Online

Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
13.68Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Saben una cosa? —dijo—. Sus poses conspirativas me aburren. ¡Son insoportables! —Kuhn se infló y a continuación explotó—: Liam, con todo el respeto que me merece usted, ¿sería tan amable de darme una explicación? ¡Santo cielo, yo soy su editor! ¡Mierda! ¡Yo organicé todo este maldito viaje para que usted pueda hacer llegar su novelón al público, pero usted se pasa todo el tiempo haciendo cabriolas, escapándose, flirteando con mi asistenta, explayándose en misterios de toda clase y bebiéndose de golpe mi última gota de consuelo! ¿Qué pasa? ¿Quieren librarse de mí? Muy bien, me lo merezco. Está muy bien. ¡Me sacan de quicio! ¡Pero en ese caso, díganlo! ¡No intenten marearme! ¡Exijo una satisfacción! ¡He sido ofendido y marginado! Lo pregunto por primera y última vez: ¿Qué pasa?

O'Connor enarcó las cejas.

—¿Sable o pistola? —preguntó.

Les costó más de un Hennesy doble que el editor volviera a recuperar su pulso normal, de modo que O'Connor le contó sumisamente su encuentro con el hombre que ahora se llamaba Ryan O'Dea. Kuhn se derretía. Era como un niño, comprobó Wagner. Había que prestarle atención, de lo contrario se mostraba insolente. Pero si se lo incluía, era la reconciliación en persona.

Por último, se produjo una reflexión colectiva.

—De modo que Paddy quiere vivir en paz —resumió Kika, al cabo de un rato—. Pues, muy bien. ¿Y entonces por qué no lo dejas en paz?

—Porque su paz es engañosa —dijo O'Connor—. Conozco a Paddy. Lo que me ha contado correspondía a la verdad en cada palabra. Y en ello, precisamente, radica el problema.

—Entiendo —dijo Kuhn, sereno.

El físico lo miró.

—¿Qué entiende usted, estimado colega?

—Que usted recela de la franqueza de un hombre que no tiene motivo alguno para ser franco.

—¡Diablos! —profirió O'Connor, y durante un rato no dijo nada más.

Wagner reflexionaba sobre lo que podría hacer ante tal situación. Dos hombres sumidos en sus propios pensamientos miraban fijamente una barra. Ella analizó la idea de Kuhn y llegó a un curioso resultado. Por si acaso, le hizo una señal al barman para que se acercara y pidió una tónica para ella y un Macallan de doce años para O'Connor. Ya para entonces había aprendido que los destilados del tipo de un Laphroig, un Talisker o un Lagavulin desplegaban el sabor y el efecto de los bocadillos de jamón empapados en alcohol y se hacían notar de un modo particular durante un beso. Entonces se lo pensó mejor, rechazó la tónica y se unió a O'Connor.

Llegaron las bebidas. O'Connor le dedicó una mirada llena de ternura y centró su atención de nuevo en el vaso.

El silencio comenzaba a ser molesto.

—Si me permitís decir algo —propuso ella.

O'Connor alzó la vista.

—Tu amigo, o el que fuera tu amigo, ese Paddy Clohessy, alias Ryan O'Dea, te da a entender que le gustaría verte una vez más esta noche, ya que al día siguiente estará ocupado. ¿Es correcto?

Kuhn también levantó la vista. Algo en el tono de voz de Wagner parecía obrar milagros.

—Luego —continuó la mujer— dice que no podrá verte más tarde, porque para entonces tú ya te habrás marchado. ¿Es también correcto?

O'Connor sonrió.

—Demasiado —dijo—. Anda, dilo.

—Paddy sabe, por lo tanto, que te marchas pasado mañana. ¿Se lo dijiste cuando hablaste por teléfono con él?

—No.

—¿Y entonces cómo lo sabe?

O'Connor dejó transcurrir un instante. Luego le puso un brazo a Kuhn sobre el hombro, lo atrajo hacia él como a un hermano y le susurró:

—¿A que es maravillosa?

—Si, sencillamente, hubiese querido averiguar cuánto tiempo te quedarías en Colonia, pudo habértelo preguntado a ti —continuó Wagner de un modo impasible—. Pero en lugar de eso, ya lo sabe. De modo que le ha pedido a alguien que le dé información sobre ti. ¿Por qué no te lo preguntó directamente?

—Eso, ¿por qué?

—Considero que porque tu visita lo pone nervioso. ¿Crees que es correcto esto también?

—Casi.

—¿Y qué sería lo totalmente correcto?

—Kika, estás hecha una Conan Doyle —O'Connor se apoyó hacia atrás y la contempló con franca admiración—. Ése es justamente el punto que me ha hecho cavilar. Pero yo he llegado a una conclusión algo distinta a la tuya. Creo que hay una tercera persona a la que no le ha gustado nada que la identidad de O'Dea haya sido descubierta hoy. Ya lo he dicho: conozco a Paddy. Lo cierto es que hemos vivido muy distantes el uno del otro. Creo que si algo nos mantuvo unidos alguna vez, eso fueron las mujeres, el alcohol y las ilusiones. Ningún balance particularmente glorioso. ¡Pero sí arduo! En cualquier caso, Paddy despliega ante mí el paisaje de su alma, a fin de que yo comprenda que no me he perdido nada en ese sentido. Ni siquiera le puso un punto final a todo, sino muchos. Estaba bastante bien informado sobre lo que yo estaba haciendo en Colonia y cuánto tiempo estaría aquí, como ya has podido comprobar por ti misma. En los días del Trinity, Paddy no poseía ni un ápice de esa elegancia lúcida. Si le hubiese importado mi compañía, me hubiera buscado, o quizá no lo hubiese hecho. Pero en lugar de eso me persigue por el laberinto de sus psicosis y me despide con una clara advertencia.

—¿Advertencia? —repitió Kuhn.

—¡Sí! ¡Mantenerme al margen! Debo creer que ha adoptado un nuevo nombre para poder vivir y trabajar en paz. Es ridículo. Un granuja que se ha vuelto honorable y vive su última oportunidad histórica. Estoy impresionado y conmovido hasta las lágrimas. Pero limpiémonos los mocos de la nariz y convoquemos a nuestro buen juicio: ¿qué pasaría si alguien lo hubiese enviado? Alguien que no tenga ningún interés en que los viejos amigos anden olisqueando detrás de Paddy Clohessy y divulgando que un antiguo activista del IRA (o de cualquier otro grupo con el que se haya involucrado), trabaja de repente en el Departamento Técnico de un prestigioso aeropuerto europeo.

—Un aeropuerto, además —completó Kuhn la frase entre dos fragos—, que desde principios de este mes es frecuentado por todo político relevante del momento. Por no hablar de los que todavía están por venir.

Había pronunciado aquellas palabras como si se tratase de un comentario al margen. En el instante siguiente sus ojos se abrieron de par en par. Sólo entonces pareció cobrar conciencia de lo que había dicho.

—Dios mío —susurró.

—Vayamos poco a poco. —Wagner se colocó entre los dos y le puso a cada uno de ellos el brazo por encima de los hombros—. Lo primero que debemos hacer es constatar que Paddy se convirtió en Ryan. ¿OK? Todo lo demás es fruto de nuestra imaginación.

—Si sólo fuera fruto de nuestra imaginación, haría rato que hubi ese podido sacarle más jugo a la noche —dijo O'Connor con un claro destello en los ojos—. Claro que todo esto no es más que una mera teoría, pero ¿para qué pasa Paddy a verme diez minutos, sólo para aclararme que debo olvidarme de él? Su historia tiene muchos puntos flojos. ¡Jamás habría actuado de ese modo por su cuenta! Pero alguien le ha dicho: «Oye, Paddy, vieja ave de mal agüero, esto es una cosa estúpida y no estaba prevista. No es nada oportuno este O'Connor. Vete allí y dile que, por todos los santos, no te delate ni te estropee el futuro; que eres un ángel caído, que estás lleno de las mejores intenciones, que eres enemigo del mal y sólo te importa llevar una vida honorable. Convence a ese tío del modo más conveniente.» Pero Paddy ni siquiera es capaz de hacer eso. Se para frente a mí y ni siquiera es capaz de charlar. No sabe, sencillamente, lo que debe decir, de modo que dice la verdad. Por qué razón se hundió. Qué cosas salieron mal. Se saca el pasado del alma y dice demasiado. Finalmente, ha conseguido justamente lo contrario de lo que se proponían los que le dijeron que lo hiciera. Desconfío de él. Pienso que a ese pobre idiota alguien lo envió para embaucarme. ¿Y por qué? Para que yo les deje terminar en paz la labor por la cual están aquí.

—Muy bien —dijo Wagner—. Si estás absolutamente convencido de que Clohessy y otros dudosos instigadores se han infiltrado en el aeropuerto, ¿qué conclusión sacas de todo ello?

—No lo sé. ¿Quién aterriza aquí en los próximos días?

—Clinton —dijo Kuhn, contando con los dedos—. Hasta donde sé, mañana al anochecer. Además, están los japoneses. Y posiblemente Canadá.

—¿Todos mañana?

Kuhn frunció el ceño.

—Sí, eso pienso. Esperan a Yeltsin pasado mañana, creo. Eso, suponiendo que consiga bajar la escalerilla.

—¿Tan enfermo está? —preguntó Wagner.

—Tan borracho —intervino O'Connor—. El año pasado, en Dublín, su avión estuvo tres horas en la pista. El
taoiseach
[10]
esperó a que Boris Nikolayevitch apareciera, pero éste estaba peleándose con su guardaespaldas en pleno delirio alcohólico. Finalmente, el avión despegó de nuevo. El batallón de honor salió de la pista sin haber podido hacer su trabajo, y el primer ministro se olvidó de su frase de bienvenida en ruso.

—Una precisa descripción del arte como estadista de Boris Yeltsin —dijo Kuhn, asintiendo, al tiempo que eructaba—. Perdón. Creo que los japoneses vienen sobre el día diecinueve. ¿O no? ¡Mucho más importante es la primera dama! Llega el diecinueve, fijo. Y la hija ya crecidita de Hillary y de Billyboy.

—¿Chelsea? Dios mío. La sagrada familia al completo.


America, the beautiful!
—exclamó Kuhn—. Ah, y no olvidemos a la señora Albright.

—Ya basta —dijo Wagner—. Liam, la cosa es bien sencilla. Ve a la policía y diles lo que pasa.

O'Connor rumió durante un rato sus palabras.

—¿Y si nos equivocamos?

—No tengo ni idea. Si nos equivocamos, no pasa nada.

Entonces él no ha cometido ningún error.

—Pero nosotros sí, Kika. Habríamos revelado su identidad.

—¡Un momento! Tú mismo dijiste…

—Ya sé lo que dije. ¡Tienes razón! Pero no estoy muy seguro de estar viendo las cosas del modo correcto. No puedes olvidar que soy una persona extremadamente aburrida. Suelo imaginar y escribir estupideces con las cuales gano millones. Sería injusto que por esa razón Paddy perdiera su trabajo.

Wagner lo miró fijamente.

—¡Sencillamente no lo creo! ¿Para qué armar todo este lío si no es más que una estupidez?

—¡No lo era!

Por primera vez desde que se conocían, O'Connor parecía sentirse desamparado. La impresión era tan sobrecogedora, que Wagner se vio incapaz de reaccionar con ira contra él. Cogió su vaso de whisky y bebió.

—¿Dónde vive ese tal Paddy que se llama Ryan y no sé qué más?

—Buena pregunta.

—Me alegra que cuente con tu aprobación.

O'Connor frunció el ceño.

—¿Adonde quieres llegar?

—Ahora, para variar, diremos algunas cosas en serio. Es ahí adonde quiero llegar. Quiero decir que mañana empieza aquí todo el teatro de las visitas de Estado. Es muy posible que él sólo quiera vivir su nueva vida con absoluta tranquilidad. Pero también es posible…

Kika se detuvo. «No —pensó—, es absurdo. En tales situaciones, nadie sale de la vida real. Eso queda reservado a los personajes del cine. Sólo nos estamos dando importancia. Estamos escenificando una novela policíaca. Sin embargo, Kuhn debería pagar su coñac e irse a su habitación, mientras Liam y yo profundizamos en la amistad germano—irlandesa.»

O'Connor había apoyado el mentón en los nudillos y contemplaba a Kika con ojos centelleantes. Una vez más a ella le parecía que, cuando reflexionaba, el azul de su iris resplandecía más intensamente en medio de aquel blanco. Todo su cuerpo comenzó a derretirse, y la sobrecogió un violento deseo de apoyarse contra él y enterrarse en su cuerpo. No era el momento para Shannonbridge. Kika tomó aire y alzó el mentón.

—También es muy posible —dijo con voz firme— que esté en el aeropuerto para cometer un crimen. Y que eso tenga que ver con la inminente cumbre.

—Bah —exclamó Kuhn.

O'Connor la miró fijamente.

—¿Y tú qué propones? —le preguntó.

—Bueno,… —dijo ella, enarcando las cejas—. Si Paddy trabaja aquí, tendrá que vivir en algún lugar de Colonia. Por alguna parte podrá seguírsele el rastro a un tal señor O'Dea. Vamos hasta su casa y vemos si está allí. En caso de que no esté, esperamos a que llegue. Tú hablas con él. Segunda ronda. Esta vez no te pierdes en fiorituras retóricas, sino que le ofreces tu ayuda. Si después de eso sigues teniendo la opinión de que Paddy tiene en mente algún acto delictivo, se lo decimos a los polis. En caso de que no, entonces…

O'Connor rió con ironía.

—Shannonbridge.

—Y con todo el programa.

CLOHESSY

Miró el reloj. Eran las once y media. Las palabras de alabanza de Jana recorrían todavía su cerebro, veinte minutos después de que hubieran hablado a través del dispositivo de comunicación al que llamaban la RANA y que trabajaba con un sistema de codificación-decodificación. Por su aspecto exterior, las RANAS no se diferenciaban demasiado de un móvil Motorola, pero Gruschkov, además del chip de los códigos, les había instalado unas prestaciones adicionales. Mirko y Jana, por ejemplo, podían escuchar a través de sus RANAS las del resto del grupo, aun cuando éstas estuviesen apagadas.

—Me he reunido con él —le había hecho saber a ella casi sin aliento, mientras todavía estaba de pie junto a la orilla del Rin y O'Connor había desaparecido tras el complejo de edificios del hotel Maritim—. Le he dicho todo tal y como lo acordamos. No tenemos por qué preocuparnos más.

—¿Te creyó?

—O'Connor me conoce, él…

—Nada de nombres.

—¡Maldita sea! Lo siento. Sí, lo creyó todo. Él no traicionaría a un amigo.

Jana había guardado silencio por un momento.

—Bien. Muy bien. —Su voz podía sonar inquietantemente fría o suave y agradable. En ese instante tenía un tono casi adormecedor—. Me alegra oír eso. En ese caso, buenas noches.

—Sí, buenas noches.

Clohessy disminuyó la velocidad de su coche y dobló por la calle en la que se alojaba desde hacía unos seis meses. Tenía la respiración entrecortada. Entre la palma de sus manos y el plástico del volante se había formado una fina capa de humedad. Su garganta, en cambio, estaba tan seca como un pozo sin agua.

No había ninguna plaza de aparcamiento delante de la puerta de su edificio. Tuvo que continuar avanzando unos cien metros hasta encontrar un sitio vacío.

Mientras caminaba el trecho de regreso hasta su casa, se obligó a no correr. No estaba seguro de que no lo tuvieran bajo vigilancia. Probablemente fuera así, y en ese caso cualquier movimiento brusco, el más mínimo síntoma de nerviosismo podía sellar su destino. Su única oportunidad era fingir seguridad en sí mismo y darles a esas gentes la sensación de que todo estaba realmente en orden.

Other books

Turn Up the Heat by Serena Bell
The Queen and the Courtesan by Freda Lightfoot
Zero to Hero by Seb Goffe
Love's Sacrifice by Ancelli
Dead Point by Peter Temple
Learning to Stand by Claudia Hall Christian
Love is Murder by Sandra Brown