En Silencio (38 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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¿Por qué había tenido que pasar eso, santo cielo?

Los latidos de su corazón se detuvieron cuando fueron a buscarlo para que le diera información sobre su propia persona a un tal doctor Liam O'Connor. Durante seis meses, todo había salido de acuerdo con el plan, sin el más mínimo fallo. Habían resuelto problemas que hubiesen hecho fracasar a cualquier profesor universitario. Habían instalado el aparato con absoluta tranquilidad y les habían tomado el pelo al servicio de seguridad más grande del mundo, sólo para, al final, ser víctima de una posibilidad ínfima, la de que O'Connor se cruzara en su camino.

Paddy clamaba al cielo.

Clohessy sabía muy bien lo que le pasaba a Jana en ese momento por la cabeza. ¡Estaba alarmada! A juzgar por las apariencias, había acogido la noticia con una notable serenidad, Pero Jana nunca se mostraba particularmente emocional. Su cerebro funcionaba como una calculadora. Mientras él le estaba informando del asunto, ella debió de repasar todas las posibilidades y sopesarlas. En primer lugar, se podía suponer lo peor; es decir, que O'Connor informara a la policía que había alguien trabajando bajo un nombre falso en el aeropuerto de Colonia—Bonn, alguien de quien se sabía, en Irlanda, que había estado en la clandestinidad y posiblemente un miembro del IRA, una persona, sin duda, muy peligrosa.

No hubiese representado ningún problema identificarlo. El hecho de que hasta entonces hubiese podido trabajar sin ser molestado bajo el nombre de Ryan O'Dea se debía únicamente a que nadie ponía en duda su identidad. A nadie se le hubiese ocurrido la idea de comparar a la persona de Patrick Clohessy con la de Ryan O'Dea. Nadie hubiese podido relacionarlos entre sí. De ese modo estaba totalmente seguro. Hasta esa maldita tarde.

Quien hubiese querido echar un vistazo al expediente de Patrick Clohessy con la condición de corroborar un parecido con Ryan O'Dea, no hubiese necesitado mucho tiempo.

Jana tenía que estarse preguntando si Clohessy todavía era una carga soportable para el grupo. Entonces Paddy sintió un hondo deseo de mandar a O'Connor al infierno. En otra vida, hubiesen podido sentarse juntos y encontrar un denominador común para sus distintas maneras de enterrar su propia felicidad. Pero eso ya no importaba. El hombre con quien se había reunido antes a orillas del Rin había pillado la mentira sobre los recuerdos sentimentales de la época en que estudiaban en el Trinity. Por lo tanto, tendría que morir de inmediato, antes de que pudiera ir divulgando lo que sabía.

El único problema es que lo había acompañado una mujer, la cual, probablemente, supiera lo mismo que el profesor de física. A su vez, O'Connor y la mujer habrían establecido contacto con otras personas. En el transcurso de la noche habrían tenido decenas de oportunidades de contar la historia sobre su encuentro en el aeropuerto. Es cierto que Clohessy no daba por sentado que lo hubiera hecho, pero a quién le interesaba lo que él diera por sentado. La posibilidad existía. Pero quitar de en medio a O'Connor y a la mujer sólo les traería mayores problemas.

Los pensamientos de Clohessy pasaban a toda velocidad, mientras caminaba a lo largo de la calle iluminada por unas islas de luz mortecina.

El éxito de la operación exigía que evitaran la violencia a cualquier precio. En la red de las fuerzas de seguridad que cubría la ciudad de Colonia no podía deslizarse la más mínima duda de que la cumbre tendría lugar sin ningún tipo de incidente. No podían darse el lujo de andar matando gente. Nada sería peor que sus planes se vieran alterados en el último momento.

Sin embargo, mucho menos podían darse el lujo de que alguien delatara a Ryan O'Dea.

Ellos no podían permitirse a un Patrick Clohessy.

El hombre hizo un esfuerzo por permanecer sereno y no mirar a su alrededor. Dudaba que Jana se dejara ver en su proximidad, pero no podía decirse con la misma claridad por dónde andaba su cancerbero, Mirko. A Paddy Clohessy no le hubiese asombrado nada en ese momento oír a sus espaldas los pasos del serbio; sólo que a Mirko no se le oía nunca. Desde que el grupo se había reunido hacía meses, sólo había visto a Mirko en muy pocas ocasiones. Raras veces se dejaba ver, aparecía en momentos fijados de antemano y desaparecía de nuevo. Ni siquiera Jana parecía saber adonde iba ese hombre ni qué hacía en el restante 99,9 % de su tiempo.

Siempre que había estado en presencia de Mirko, Clohessy había sentido un profundo malestar. Por sus maneras desenvueltas, Mirko era tan poco espectacular como cualquier hombre anónimo de la calle. Siempre daba la impresión de estar observando los sucesos a su alrededor prestando una atención a medias, sin hacer nada más que comer y dormir. Ni siquiera parecía practicar el sexo. No tenía para nada un mal aspecto, pero en el fondo parecía un ser asexuado, sin interés alguno y siempre al acecho, como Ken, el de la familia Barbie.

Clohessy era lo suficientemente profesional para saber que esas maneras de Mirko eran un ardid. Detrás de ellas se ocultaba una razón que trabajaba de un modo analítico. Mirko era extremadamente inteligente, hablaba de un modo fluido, como Jana, varios idiomas, y conocía a la perfección muchos elementos de la planificación y el armamento. Clohessy recordó el día en el que el serbio fue a reclutarlo. En ese tiempo él ya había oído hablar de Jana. Todo el mundo en ese ambiente la conocía. Y, a la vez, no la conocía nadie. Era un fantasma. Ni siquiera la CIA sabía más que su nombre de pila. Hablaban de ella como de Carlos, Abu Nidal y otros muchos asesinos profesionales de las ligas mayores. Nadie sabía de dónde era oriunda Jana, dónde vivía, cuál era su aspecto, si bien había algunas fotos suyas en circulación. Esa mujer cambiaba su aspecto exterior según le convenía, y a nadie se le hubiese ocurrido que se tratara de una patriota serbia.

Sí que era cierto que Jana era serbia. O que el propio Mirko era serbio, como él solía afirmar. Pero ¿qué se sabía cuando se hacía algo por un millón sin saber por qué se hacía? Era obvio que Mirko y Jana representaban intereses serbios. Ninguno de los dos había mencionado nunca a los hombres que estaban detrás de la operación. Daban la apariencia de tener una autonomía absoluta, pero Clohessy estaba seguro de que trabajaban por encargo de un poder muy grande. En cualquier caso, su millón era calderilla. Un millón.

Era suficiente para escapar, tal vez para siempre, de aquella espiral de violencia. Un único encargo que podía cambiarlo todo. Nuevos documentos, un nuevo nombre. Nunca más Irlanda, lo sentía por la patria, pero a cambio tendría una vida sin tener que huir ni soportar pesadillas.

Había acariciado la ilusión de que los irlandeses lo dejasen ir en paz cuando ya no quisiera continuar. Hubiese sido un nuevo comienzo. Sin violencia. Pero nadie dejaba el IRA. La condición de miembro era vitalicia, y ni siquiera te garantizaban una larga vida en una organización que era devorada internamente por el recelo. Por lo que parecía, el IRA tradicional quedaría desmantelado. Como consecuencia, a la mayoría de sus miembros no les quedaría más remedio que emprender el lamentable camino de regreso hacia una existencia burguesa. Otros como Clohessy, por el contrario, que habían trabajado en el centro neurálgico del IRA, representaban un peligro. Clohessy conocía a los cerebros de la organización, por lo menos a algunos de ellos. Había subido demasiado en la escala como para poder descender ahora de un modo suave. En consecuencia, a los antiguos activistas como él no les quedaba otro remedio que pasar de nuevo a la clandestinidad, con la esperanza de que los antiguos compañeros de lucha no le siguieran el rastro, y de ese modo poder prestar sus servicios al crimen organizado internacional. Al final, él, el irlandés cuyo corazón latía por un norte independiente, había pasado a formar parte de un comando de nacionalistas serbios, y comenzado a llevar a la práctica el sistema desarrollado por Jana y Gruschkov. Desde hacía cuatro semanas el YAG estaba listo para funcionar. Habían probado el sistema día tras día. Era algo casi rayano en el milagro, pero el complicadísimo sistema de mando y su sofisticado mecanismo funcionaban con la precisión de un reloj atómico.

Con ello, la misión de Clohessy había terminado; y a la vista de los nuevos acontecimientos, ésa era una idea terrible.

¿Por qué no había podido renunciar el mismo día en que había terminado? Jana, sin embargo, no había querido. Había considerado más inteligente que se quedara en el aeropuerto hasta el final. No quería que la estructura del personal cambiara lo más mínimo antes de la cumbre, lo cual, quizá, hubiese podido despertar las sospechas sobre el plan. Es cierto que estaban asegurados gracias a un sexto miembro del grupo, pero lo principal era minimizar todos los riesgos. En el momento en que se cerrara la operación, él era libre de decidir si desaparecía o no del aeropuerto. Pero ni un segundo antes.

Clohessy llegó al número treinta y ocho, abrió la puerta, entró al oscuro rellano y esperó a que la pesada puerta de madera se cerrara. Luego subió a toda prisa hasta la segunda planta, superando los escalones de dos en dos, irrumpió en su piso y se dejó caer contra la pared del pasillo. El espejo situado al otro lado le mostraba un rostro que no quería reconocer como suyo. ¡Parecía como si ya estuviera muerto! Sólo el ardor de los ojos en sus cavidades daba fe de que Paddy Clohessy reflexionaba desesperadamente sobre su vida.

O mejor dicho, sobre la manera en que podía evitar perderla.

Volvió a mirar el reloj. Eran las once y treinta y cinco. Hacía apenas media hora, él y O'Connor se habían separado en la orilla del Rin.

Con absoluta claridad comprendió que Jana estaba sopesando su muerte. La cuestión era en qué medida había conseguido hacerle creer a ella que O'Connor confiaba en él y no tendría ninguna idea estúpida hasta el día siguiente. Él mismo no lo creía. O'Connor estaba dotado de una desmedida capacidad de imaginación. Era demasiado inteligente para dejarse engañar, y Clohessy había contado más de lo que se había propuesto. En lugar de engañar al físico, a fin de despertar su compasión por el pobre Paddy, que había tenido que vivir en la clandestinidad, que no quería otra cosa que vivir en paz, se había dejado arrastrar a una estridente confesión. Había permitido que O'Connor pudiera mirar en su intimidad más profunda, y todo eso para explicarle por qué ya no tenían nada que ver entre ellos. Y lo que era peor: para aclararse a sí mismo lo que había sucedido con él hacía quince años, cuando abandonó a la mujer a la que amaba para no verse un día empapado en sangre junto a su cadáver, con el cuchillo en la diestra y su juicio perdido, mirándolo fijamente desde atrás.

Ellos querían matarlo. ¿Lo querían realmente?

Hizo un esfuerzo enorme por guardar la calma y reflexionó. Si se quedaba, tenía que confiar en que Jana no viera en él ningún peligro. El salario sería un millón. Si se equivocaba, ya no necesitaría ese dinero.

Podía huir. Sin el millón. Pero, a cambio de ello, con su vida intacta.

Clohessy consideraba que le quedaban una o dos horas. En caso de que Jana estuviera planeando realmente hacerlo desaparecer, tendrían que liquidarlo antes de que comenzara su turno de trabajo. Posiblemente le dieran tiempo para ponerse a resguardo. Quizá pretendían matarlo mientras durmiese. ¡Santo cielo, vaya pensamientos! ¡El dinero o la vida!

Jamás hubiese pensado que esa manida frase de los asaltantes de bancos cobrase de repente tal significado para él mismo. Sin el millón no valdría nada, un cero a la izquierda en fuga, un don nadie. Todo habría sido en vano. ¡Un millón!

¿Debía dejar que se le escapara todo ese dinero? Empapado en sudor, se apartó de la pared del recibidor y fue hasta el cuarto de baño. Abrió el grifo y se echó agua fría en la cara varias veces, hasta que el calor febril fue desapareciendo. Cuando comenzaba a sentirse mejor, sonó el teléfono.

Cada timbre era como una descarga eléctrica. Se mantuvo inclinado sobre el lavabo, con las manos formando un cuenco, a través de cuyas ranuras caían las gotas de agua. Una vez más, su garganta parecía que se cerraba y que el corazón le fallaba. Esperó, y el teléfono siguió sonando. Tras el sexto timbre, saltó el contestador automático y dijo una breve frase.

Durante un segundo, se produjo un ruido en la línea. Luego alguien colgó.

¿Acaso contaban con que todavía estuviera en casa? ¿Esperarían o vendrían? ¿Pensarían que podían llegar antes que él al piso y esperarlo allí?

La decisión estaba tomada. ¡Que se quedaran con su maldito millón! De todos modos, hubieran querido quedárselo.

En ese momento hubiese preferido saltar afuera a través de la ventana cerrada y huir.

«Pero no hay que precipitarse —pense»—. Procura salir cuanto antes de aquí, pero hazlo del modo correcto. No eres una persona sin recursos. Posees unos veinte mil marcos en efectivo.» Todos los miembros del grupo disponían de una suma que podían emplear en caso de emergencia. Necesitaba ropa, tenía que hacer una maleta, y tenía que pensar muy bien lo que se llevaría. Sus documentos falsos, todo lo que conformaba su persona y que era necesario para cruzar la frontera.

Paddy Clohessy apagó la luz, sacó su única maleta del armario del dormitorio y puso manos a la obra en medio de la oscuridad.

WAGNER

El calor que Wagner sentía en ese momento se debía sólo a medias a la circunstancia de sentirse especialmente sabia. Su propuesta había sido salomónica. Al mismo tiempo, toda su existencia parecía haberse quedado perdida por encima de la realidad. Apenas dormía desde hacía treinta y seis horas, había bebido como nunca en su vida y, para colmo, parecía estar soñando sus pensamientos más lúcidos. Conducía como una loca a través de Colonia con un hombre totalmente borracho, con el propósito de llamar a la puerta de la realidad y ver si se había transformado en un
thriller.

Como era de esperar, el nombre de Ryan O'Dea estaba en la guía telefónica. O'Connor había marcado su número, pero le salió el contestador automático. Posiblemente todavía no hubiera llegado a casa después de su encuentro a orillas del Rin. O'Connor había preferido no dejar ningún mensaje. Fue entonces cuando partieron hacia allí. Cada dos semáforos, Kika sentía deseos de darse la vuelta, por lo absurda que le parecía toda esa historia. Pero la historia seguía su propio curso, como si no hubiera nada más cierto que lo increíble. Cuanto más se acercaban a la RolandstraBe, una avenida flanqueada de árboles y de edificios de vieja construcción, tanto más ajena se sentía, y se apartaba de esa sensación negando con la cabeza, mientras su pie pisaba el acelerador y O'Connor le acariciaba la nuca.

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