—Glenfiddich —dijo.
Kuhn lanzó a Wagner una mirada llena de veneno. Ella se sintió incómoda. Tal vez no había sido una buena idea ponerle la botella en la habitación. Si a O'Connor se le ocurría ahora mismo poner manos a la obra podrían cancelar la cita en el Instituto de Física.
«De todos modos —pensó ella—. Un gran acierto. Se ha mostrado sinceramente emocionado.»
—Glenfiddich —repitió O'Connor en voz baja. Puso la rosa en el aparador, tomó la botella con ambas manos e hizo un gesto negativo con la cabeza—. Tendré que vaciar esta botella cuanto antes.
—¡Yo no haría tal cosa! —gritó Kuhn, espantado.
—Claro que sí. Es eso justamente lo que haré.
O'Connor hizo girar la tapa y se dirigió al cuarto de baño arrastrando los pies. Sintieron el ruido de un borboteo. Wagner se preguntó qué estaría haciendo allí. Lo siguió hasta el baño y vio que había vertido todo el contenido por el lavabo.
—Qué imbéciles —maldecía O'Connor en voz baja—. ¿Qué se piensan que soy? ¿Pretenden ofenderme? ¡Baratijas de supermercado! ¡Orina de exportación! El caldo más miserable que hay en el mundo procedente de Escocia. Y eso es lo que me ponen. Hace apenas cien años ahogarían a cualquiera que regalara un líquido así; para nada más sirve este matarratas.
Kuhn contempló a Wagner con una sonrisa mordaz.
—¿Lo ha pillado, estimada colega?
—Cierre el pico de una vez.
O'Connor regresó del cuarto de baño y bostezó. Parecía como si fuera a caer al suelo en cualquier momento.
—Me tumbaré un rato. A veces la realidad es demasiado realista. ¿A qué hora tenemos que estar en ese ridículo instituto?
—Kuhn le recogerá a las seis y media —le dijo Wagner.
—¿Cuándo es la conferencia?
—A las siete. Sería bueno que llegara usted unos minutos antes.
—¡Santo cielo! —gimió O'Connor y se tumbó en la cama cuan largo era—. La puntualidad es algo miserable. Es tonto y vulgar. Según decía Osear Wilde, nos roba el tiempo, y tenía razón en todos los sentidos. Es la generosidad de los autistas. Cualquier idiota puede ser puntual. Despiérteme a eso de las siete, luego ya veremos.
—Seis… y media —dijo Wagner con énfasis.
—Bueno, está bien —dijo O'Connor señalando a la rosa—. ¿No es algo curioso? Las mujeres inteligentes son a menudo de una fealdad notable. Usted no, eso lo hace doblemente notable. Llévesela. Se la entrego de todo corazón.
—Gracias —dijo Wagner al salir—. Pero no suelo doblegarme ante los cumplidos. Soy demasiado alta para ello.
Kika salió del Maritim, fue hasta su coche y se detuvo un momento. Otra vez sentía algo que pugnaba por salir de su interior. Esperó a que pasara y, para su sorpresa, resultó ser una carcajada.
Nada de lo que había vivido hasta ese momento podía compararse con lo que probablemente O'Connor le depararía en un futuro inmediato. En cualquier caso, durante su estancia en Hamburgo no había atendido a casi ninguna de las citas o simplemente había llegado tarde a ellas. Algo lo suficientemente grave, pero que todavía era inofensivo frente a las palizas que propinaba a intervalos irregulares. Como el año anterior en Bremen. Supuestamente —y esa versión la apoyaban tanto la editorial como la policía—, un hombre de negocios había ofendido profundamente y atacado a O'Connor en el bar de moda al que este último había entrado hacia la una de la madrugada. Al final nadie podía determinar con certeza quién le había pegado primero a quién, pero el hombre de negocios tuvo que ser atendido por un médico debido a su nariz rota, mientras que O'Connor sólo terminó quejándose de dolores en los nudillos. Según se decía, el objeto de la riña había sido la única banqueta libre del bar, que ambos hombres habían visto e intentado coger al mismo tiempo. A todos los involucrados el asunto les pareció terriblemente vergonzoso, excepto al propio O'Connor, a quien por lo visto le divertía todo aquel embrollo. ¿Cómo no iba a divertirle? Cada vez que se pegaba con alguien parecía derogarse algún acuerdo tomado en no se sabía qué alturas que lo exoneraban de toda culpa y pasaban por alto indulgentemente que el físico había propinado el primer golpe por lo menos en la mitad de los casos.
Fuera como fuese.
Kika arrancó el Golf, puso la primera e hizo rodar el coche junto al antiguo recinto ferial. Le quedaba suficiente tiempo para hacer algunas compras y visitar a sus padres para dejar allí su equipaje. En los días siguientes dormiría allí.
Que Kuhn se ocupara de O'Connor, si es que el físico no caía en coma, tal como había prometido.
Jana estaba sentada delante de varios montones de documentos, maldiciendo la decadencia de las buenas costumbres en el negocio del asesinato.
Por muy raro que pudiera sonar, el terror había perdido su pureza. Durante mucho tiempo los grupos terroristas se esforzaron por mantener el equilibrio entre la violencia aceptable y la violencia gratuita. Se otorgaba valor al hecho de combatir solamente a quienes fueran escoria. La muerte de inocentes era poco ética. La violencia tenía que dirigirse contra el Estado, no contra los ciudadanos, por quienes se asumía todo aquel negocio poco feliz.
Eso, por supuesto, era una manera de engañarse a sí mismos. Cuando uno se cargaba a alguien por ser un símbolo, esa persona estaba muerta. No obstante, había sido esa ambigüedad entre la violencia y la ética la que le proporcionaba al terrorismo determinadas simpatías. Como consecuencia última se trataba de ganar prosélitos que no eran terroristas. Se forzaba la disposición a escuchar para luego provocar la reflexión y la simpatía, y de ese modo ampliar el apoyo. Organizaciones como la OLP, el IRA o ETA sabían muy bien cuan lejos podían llegar con el cuento del simbolismo y no espantar a los adeptos que se habían ganado. Lo quisiera o no la opinión pública, ésta comenzaba a ocuparse de los problemas de Irlanda del Norte, de los vascos y de los palestinos, y a desarrollar cierta comprensión. Se le podía reprochar al terrorismo que mostrara desprecio por los seres humanos y que fuera brutal, pero el resultado de sus esfuerzos se legitimaba una y otra vez. La entrega del Premio Nobel de la Paz a Yasser Ararat era el mejor ejemplo de ello.
Luego, en 1995, llegó la conmoción. El lanzamiento del mortal gas neurotóxico sarín en el metro de Tokio por parte de la secta Aum, derogó de la noche a la mañana todas las viejas ideas sobre el terrorismo. Por lo visto había grupos que, por razones incomprensibles, mataban al azar a masas de seres humanos, y cuanto más, mejor. Si bien hasta ese momento los terroristas habían rechazado las armas de destrucción masiva y operaban con pistolas y bombas caseras, ahora se había dejado atrás toda humanidad, en nombre de unos mandamientos místicos y casi divinos.
En la actualidad, el terrorismo internacional había entrado en una fase de violencia exacerbada y de un incremento de los derramamientos de sangre, una fase que se basaba en difusas máximas religiosas y racistas. La incógnita sobre lo que querían esos grupos sólo era superada por el desconcierto que provocaban sus miembros. Lo peor parecía ser, sin embargo, que los nuevos terroristas masivos tenían a su disposición cualquier forma de alta tecnología y enormes sumas de dinero, y se servían de asesinos profesionales que conocían tan poco los límites morales como las propias personas que les encargaban el trabajo.
El mundo se frotaba los ojos ante aquella nueva actividad frenética. Como si no se tuvieran ya suficientes problemas, tras la desintegración de la URSS comenzó a florecer también el mercado negro de armas nucleares. Los comités de crisis en todo el mundo se reunían. Los tratados de colaboración internacional se sucedían unos a otros. El terror ante el terror puso en marcha un plan de acción global. ¿Qué sería lo próximo? ¿La lluvia acida? ¿Una tormenta nuclear? Apenas había alguien que añorara los secuestros de aviones y los asesinatos políticos del pasado, cuando los terroristas eran todavía gente «simpática», tal vez con un sentimiento algo exagerado por los símbolos. El futuro estaba en tinieblas. Todo podía suceder. Nada era tan descabellado como para que no pudiera pensarse en ello. No había nada que quedara fuera del ámbito de lo posible.
Nada contra lo cual no se intentara protegerse.
Por eso Jana, esa noche del 13 de diciembre de 1998, estaba cavilando ante una botella de Nebbiolo d Alba ciertas ideas que iban más allá del instrumental habitual del terrorismo tradicional. Sin la locura perpetrada por la secta Aum Shinrikyo, no habría tenido que ocuparse de unos sistemas de seguridad que apenas dejaban espacio para el arsenal habitual y dejaba en el aire las posibilidades de éxito.
A quien pasara en ese momento por aquella casa situada en las montañas del Piamonte, jamás le hubiese podido pasar por la mente lo que la prestigiosa empresaria Laura Firidolfi estaba elucubrando allí en ese momento. Todo estaba tranquilo y apacible. Desde el gran despacho salía la luz de la lámpara del escritorio que iluminaba en soledad los pensamientos de Jana. Por encima del montón de cuadernos, documentos y libros especializados, Jana podía ver más allá las luces de La Morra, cuya silueta se recortaba en la cresta de las colinas. De vez en cuando aparecían en la oscuridad los dedos de los faros de un coche y se apagaba algún motor. El frío arrojaba niebla sobre los viñedos. Era un lugar para historias de fantasmas, pero no para un terror que hiciera sudar a nadie.
Jana había estado dando un paseo, aspirando el aire invernal. Por lo general, las ideas le llegaban siempre sin previo aviso. Los puntos de partida los encontraba más o menos rápidamente, pero pulirlos le costaba un poco más de tiempo. Sopesaba su rico repertorio de recursos y examinaba cada método. El resto era rutina, algo casi aburrido. Un fusil seguía siendo un fusil; una pistola, una pistola. Aunque se tratara de piezas aisladas fabricadas para un momento específico, piezas que a algunos de los hombres que la contrataban les costaba hasta un millón.
Esta vez era diferente.
Desde hacía días esperaba que saltara la chispa inicial, que el archivo decisivo de todo se abriera en su mente y le revelara sus secretos. No encontraba ninguna solución en lo ya probado. Una y otra vez Jana había analizado ese día que valía veinticinco millones, pero siempre llegaba a un callejón sin salida. «Error. Se ha producido el error número cinco. Asegure todos sus archivos. Cierre la ventana. Inténtelo con otro programa. Vuelva a comenzar.»
Todo hubiera sido la mitad de endiablado si los hombres que estaban detrás de Mirko no hubieran reducido tanto las condiciones. Pero el lugar y la fecha ya estaban fijados. Querían que las cosas sucedieran en ese instante, y lo querían de tal modo que al mundo se le cortara la respiración. La cuadratura del círculo.
Fuera cual fuese la solución, tendría que ser de una lógica fascinante y al mismo tiempo totalmente enrevesada. Algo tan increíble que ni los más astutos hombres de los servicios de la seguridad pudieran pensar en ella.
Su mirada se posó en el reloj situado sobre el escritorio. Poco a poco iba sintiendo que el cansancio se apoderaba de ella. Eran las tres menos cuarto de la madrugada. Ahora había más conos de luz cortando las colinas, y todas las luces de La Morra se habían apagado, salvo las farolas de las calles. Jana se levantó, estiró las extremidades y sintió una ligera tensión en su hombro izquierdo.
Eso no era nada bueno. No podía permitirse ningún tipo de malestar físico. Ni por estar sentada mucho tiempo ni por pasar las noches trabajando. Tendría que reemprender su programa diario de deporte y quizá cambiar de masajista. Se había acostado dos veces con él y desde entonces había sentido la vaga sospecha de que la presión de sus manos había dado paso a una delicadeza tonta cuando la agarraba.
Bostezando, fue hasta donde estaba la consola con los discos escogió
Space Oddity,
de David Bowie, y se permitió tomar un último sorbo del Nebbiolo. Con la copa en la mano, se acercó a la ventana y miró hacia fuera, lo que hacía siempre cuando se sentía desorientada.
En lo inesperado estaba la oportunidad.
¿Quién había dicho eso? ¿Algún irlandés? Probablemente. Los irlandeses habían dicho muchas cosas inteligentes. Los irlandeses eran realmente buenos.
Un poco enervada, Jana regresó al escritorio, dejó la copa y alargó la mano hacia el interruptor de la lámpara.
Pero en medio del gesto se detuvo.
Su mano flotó durante un momento en el aire y luego fue bajando lentamente, mientras su mirada se posaba fascinada en la copa. En el último resto de Nebbiolo los rayos de la luz se refractaban y creaban unas relucientes cascadas de un color rojo claro muy intenso.
La solución estaba en el vino.
No, eso era demasiado rocambolesco. Lo mejor sería no desperdiciar ni una idea más en ese asunto y acostarse lo antes posible.
Pero mientras su sano juicio protestaba, se agachó, tomó el delgado pie de la copa y comenzó a girarlo lentamente y a apartarla y acercarla de nuevo a la lámpara. Los arcos luminosos del líquido perdían o ganaban en intensidad. Jana extendió el dedo índice y empujó la copa justo debajo de la bombilla halógena, hasta que la luz se fundió en un haz brillante, un pequeño sol situado en el punto donde el cuenco de la copa descansaba sobre el pie.
Luego agarró la copa y apuró su contenido.
¡Era algo insólito!
Pero ¿sólo funcionaría en sus sueños?
El cansancio se había disipado, ya no había ningún rastro de tensión. Jana abrió un cajón, sacó un nuevo bloc y un lápiz, y se puso a trabajar.
Para casi todos, la visita de O'Connor era un motivo de alegría.
Wagner se propuso hacerlo todo para asegurar esa alegría cuando dejó a sus padres a las seis menos cuarto, pero ya se sabe que con una tormenta no se puede hacer mucho más que anunciarla. Eran unos cuarenta estudiantes los que esperaban a O'Connor, un puñado de profesores y diversa gente de la prensa. O encerraba al físico en el hotel o se plegaba a lo inevitable. Daba igual cómo se presentara éste.
El centro de la ciudad estaba repleto. Wagner necesitó veinte minutos para llegar al instituto y encajar su Golf entre dos Renaults carcomidos por el óxido, cuyas ventanillas laterales lucían carteles con ofertas de venta. La Zülpicher StraBe, en la que sobresalían los edificios de una sola planta del Instituto de Física en medio de una extensa área verde, era la vía habitual de los estudiantes para sus vehículos de locomoción antediluvianos. Allí uno podía adquirir coches que se creían por lo menos tan extinguidos como los dinosaurios, y algunos incluso andaban. En los últimos años, el estado medio de los montones de hojalata allí apilados había mejorado algo, pero todavía se encontraban curiosidades a precios prebélicos y de las que nadie diría que estuvieran en condiciones de arrancar.