En fin, ése era el hombre por el que tendría que velar.
—Wagner —le dijo Kika a O'Connor.
Se había oído pronunciar su nombre infinidad de veces. ¿Por qué en esta ocasión le parecía que era una cacatúa la que hablaba a través de ella?
O'Connor la miró; por lo visto estaba confuso al tener que repartir su atención entre ella, Kuhn y la azafata. Luego su mirada fue ganando en claridad y Wagner se sintió absorbida por sus ojos y procesada luego hasta quedar convertida en un mueble barato.
«¿Para qué nos tomamos el esfuerzo de la emancipación si esto tiene que pasarnos siempre?», pensó llena de rabia.
La mayoría de la gente se miraba a los ojos para dar testimonio de su atención y su interés. Sucedía como de pasada, se percibía al otro como una persona integral. Lo que ocurría de pupila a pupila, respondía preferiblemente a una función, la de facilitar y profundizar la comunicación. Raras veces ocurría esencialmente algo más, y si se llegaba a eso, era siempre a raíz de una aproximación más intensa.
Los ojos de O'Connor no admitían esas medias tintas. Ellos no buscaban contacto alguno, sino que tomaban rehenes. Parecían resplandecer por sí mismos desde ese color azul profundo enmarcado en un blanco casi anémico. Tal vez se debiera a su piel bronceada, o tal vez al hecho de que estaba borracho como una cuba, si bien no podía decirse que se tambaleara. Para el gusto de Kika, más bien, tenía una postura demasiado erguida y una actitud demasiado controlada. Pero incluso sin los efectos del alcohol —y eso Kika lo sabía muy bien—, uno se sentiría penetrado, observado y catalogado por unos rayos X, y al final el examen lo declararía apto o suspenso. Cualquier mácula con la que una persona hubiera podido vivir sin problemas hasta ese momento era magnificada y potenciada hasta lo insoportable, hasta que uno quedaba disminuido por la infelicidad de una mediocridad monstruosa. Al mismo tiempo, y en abierta contradicción con lo anterior, los ojos de O'Connor le indicaban a todo el que observara que jamás habían visto antes ninguna cosa de tanta importancia y belleza, y en medio de ese proceso de disminución uno comenzaba a superarse a sí mismo. Dichos ojos prometían y exigían todo de uno, como si no fueran capaces de echar una ojeada fugaz; creaban adicción y vaticinaban un síndrome de abstinencia de la peor clase en el momento en el que O'Connor se diera la vuelta e interrumpiera la conexión.
Wagner sonrió e intentó ver en él la razón por la que ella había venido. Un cínico borracho con un espíritu brillante y un montón de hábitos desagradables; un hombre que adoraba provocar escándalos. La editorial de O'Connor había insistido en la presencia de Kika allí para que esa vez no se produjera ningún incidente como el ocurrido en Hamburgo, y Wagner estaba firmemente decidida a no dejarle pasar lo más mínimo.
Y en lo posible, también, estaba decidida a no enamorarse de él. Si es que no había sucedido ya.
—Nosotros… hum… le estamos muy agradecidos —oyó decir a Kuhn y se estremeció. O'Connor, irritado, giró la cabeza y apartó la vista de ella. En ese mismo instante no era más que un hombre vestido elegantemente, con un rostro bien proporcionado y una melena canosa, por lo que Kika suspiró aliviada.
—¡Gracias! —Kuhn le dedicó una sonrisa paternal a la azafata—. Gracias por traerlo hasta aquí. En lo que al equipaje se refiere…
—Ya está camino del hotel. —La azafata dudó un momento—. Por cierto, ahora está bastante dócil —dijo, dedicándole un guiño a O'Connor—. ¿O quiere que regresemos hasta la ventanilla de control de pasaportes para que intente de nuevo quitarle la gorra al policía?
—¿Que hizo qué? —preguntó Kuhn.
—Quiero beber algo de una vez —refunfuñó O'Connor en alemán—. Esta mujer ha estado arrastrándome durante horas por los pasillos. Tengo ganas de vomitar.
—Eso no es cierto —lo corrigió la azafata—. Hemos estado caminando dentro de un acelerador de partículas, y en todo caso nos sentimos un pelín mareados. ¿No fue así?
O'Connor sonrió con ironía.
—¿No quiere quedarse?
—En otra ocasión. —La azafata se dirigió a la puerta. Allí se detuvo un momento y añadió, dirigiéndose a Wagner —: Tenga cuidado con su trasero, bonita.
O'Connor enarcó las cejas en un gesto de resignación cuando la puerta se cerró detrás de la mujer. Inseguro, Kuhn daba vueltas al vaso vacío en su mano. Entonces sonrió y le dio una amable palmadita en el hombro a O'Connor.
—Pues sí —dijo—. Bueno, ya estamos en Colonia. Espero que usted…
O'Connor se escabulló sin decir palabra y se dirigió con largos pasos hasta el pequeño bar situado en el otro extremo. El barman responsable de servir el champán no había contado con tanta iniciativa y se dio prisa en descorchar la botella.
—Es usted un gran amigo —le dijo O'Connor y se plantó en uno de los taburetes, algo que consiguió hacer sin complicaciones. Wagner lo siguió, al tiempo que arrastraba consigo a Kuhn, que por lo visto había perdido el habla. Ambos tomaron posición junto a O'Connor y esperaron a que las tres copas estuvieran llenas frente a ellos.
—Pues nada —dijo Wagner—. Bienvenido.
O'Connor se dio la vuelta hacia ella y frunció el ceño.
—¿Nos conocemos?
—Me llamo Kika Wagner. Trabajo para el Departamento de Prensa de su editorial… —Kika hizo una pausa y decidió no dejarse impresionar más por él a partir de ese instante, ni por sus miradas ni por ninguna otra cosa—. Me alegra mucho, en realidad me alegra muchísimo conocerle, profesor O'Connor. Me alegra que esté usted aquí.
O'Connor reclinó la cabeza hacia un lado. Luego estiró lentamente la mano. Wagner se la tomó. Sus dedos rodearon los suyos con un apretón firme y agradable.
—Es para mí un honor y un placer especial —dijo; su acento irlandés otorgaba a las palabras una forma más suave, pero por lo demás su alemán era excelente. Los bandazos de su pronunciación se debían claramente a la cantidad de bebidas alcohólicas ingeridas durante las últimas horas. Wagner reflexionó febrilmente sobre cómo tomar las riendas de la situación. No había contado con que O'Connor llegara en tal estado de embriaguez. Todo sería mucho menos problemático si esa misma noche no tuviera su primera comparecencia en público.
Se emborracharía en ese bar del mismo modo que lo había hecho en Hamburgo, cuando se ausentó de su cita con la prensa e hizo esperar a los periodistas durante dos horas. Cuanto más intentaran disuadirlo, peor sería el resultado.
—¿No le parece mejor que bebamos el champán en otro momento…? —propuso Kuhn tímidamente—. Pienso que estamos un poco escasos de tiempo y…
—Es usted un acaro, Franz —dijo O'Connor con absoluta firmeza—. Esta joven dama beberá champán conmigo, y usted cerrará el pico. —Dicho eso, le dio la espalda a Kuhn sin más y alzó su copa—. En lo que a usted respecta, es usted una chica muy, pero que muy alta.
Vació su copa de un trago.
Si esas palabras hubiesen salido de la boca de Kuhn, Kika se hubiese vuelto una furia. Pero de la manera en la que lo decía O'Connor sonaba casi como un cumplido.
Kika bebió un breve sorbo y se inclinó hacia él.
—Un metro ochenta y siete, para ser exactos.
—¡Uuuyyy! —exclamó O'Connor y la miró, radiante.
—En realidad, deberíamos… —empezó a decir Kuhn.
—No —Wagner lo hizo callar con un simple gesto de la mano y le preguntó a O'Connor—: ¿Le apetece otra copa?
O'Connor abrió la boca. Luego perseveró en esa posición y adoptó una mirada reflexiva.
—¿No teníamos unas… citas? —recordó.
—Esta noche tiene que pronunciar un breve discurso en el Instituto de Física. Pero nada de lo que valga la pena hablar. Tenemos un montón de tiempo por delante. ¿Qué me dice? ¿Vaciamos la botella?
Kuhn, desesperado, hizo un gesto negativo con la cabeza y gesticuló con las manos. Wagner lo ignoró. Agarró la botella de champán e hizo ademán de servirle más a O'Connor.
—No, eh…
—¿Qué pasa? ¿Ya no tiene sed?
—Sí, pero…
O'Connor parecía como si una instancia superior desconocida lo hubiese colocado ante un problema insoluble. Sin previo aviso, se levantó de un salto de la banqueta, se paró en medio del recinto y aplaudió varias veces con las manos. Los presentes levantaron la vista, al menos los que todavía no se habían fijado en él desde su entrada.
—¡Escúchenme todos!
Todas las conversaciones se acallaron.
—¿Qué esperaba en realidad? —dijo Kuhn suspirando—. ¿Por qué iba a ser diferente esta vez?
—Vamos, dejen los periódicos —ordenó O'Connor—. ¡Cierren todos el pico! Tengo algo importante que decir.
Un silencio sepulcral dominó el reservado.
O'Connor carraspeó. Luego señaló hacia Wagner.
—Esta mujer… —gritó—. Esta mujer especial…
Silencio absorto.
O'Connor se detuvo.
Fuera lo que fuese lo que pretendía decir, parecía haberse perdido en algún sitio en las vastedades de su mente, una partícula de pensamiento que había colisionado con otra antipartícula de pensamiento, un éxodo recíproco en un deslumbrante rayo de olvido, seguido de una pesadez plomiza. Su cabeza se cayó sobre el pecho. Durante un instante estuvo allí de pie, como si llevara sobre sus hombros todo el sufrimiento del mundo.
Luego se encogió de hombros y avanzó hacia la puerta arrastrando los pies.
—Está bien —le dijo a su corbata—. Vayámonos.
Ricardo apoyó el mentón en las manos y observó a Jana. Su mirada tenía cierta expresión ensimismada, como si ordenara en su mente varias columnas de cifras a fin de hacer un balance.
—Si hace eso —dijo—, ya no podrá hacer nada más.
Jana asintió.
La afirmación de Ricardo la afectaba doblemente. Si cumplía ese encargo, sería el último y tendría que salirse del negocio. Continuar tras una operación de esa índole sería como suicidarse. Dondequiera que saliera a relucir su nombre, el mundo entero se le echaría encima. La perseguirían y le pondrían cebos con preguntas disimuladas hasta que cayera definitivamente en la trampa. Y también sería su último encargo aunque lo estropeara. Tampoco en ese caso podría hacer nada más, porque un muerto no puede hacer nada.
Fuera cual fuese el resultado, ese mismo día tendría que llevar a la tumba a Sonja Cosic, a Laura Firidolfi y a otra docena de identidades. Sobre todo, Jana no podría seguir existiendo ni un segundo más. Y eso sucedería de un instante a otro, como si nunca hubiese existido una especialista con ese nombre.
Dejaría de existir.
A decir verdad, no sentía ninguna pena por Laura ni por las otras muchas identidades. Lo único que sería lamentable era que también Sonja fuera víctima de esa masacre contra sus diversas personalidades. Ella era la única que tenía una infancia, recuerdos de una época en que la fantasía todavía mandaba sobre la realidad. Sonja Cosic: el resto de inocencia que Jana creía haber conservado. Entretanto se había vuelto escéptica. La inocencia de esa Sonja Cosic, la niña que corría en la Krajina por prados llenos de flores y que corría a los brazos de su abuelo cuando éste la llamaba para comer tocino, le parecía como algo momificado dentro de una caja, algo que de vez en cuando se saca y se contempla con una mezcla de melancolía y rechazo, a sabiendas de que está muerto. A Sonja le gustaba ser Jana, pero Jana había perdido todo derecho para apelar a Sonja.
Tal vez fuera bueno que el rostro de Sonja desapareciera para siempre, con lo cual la realidad ya no tendría más oportunidades de ponerla en evidencia.
¿Debía decir que sí?
—Como asesor financiero abogo por un sí, por supuesto —comentó Ricardo, adivinando sus pensamientos—. Por primera vez tendríamos el raro y curioso caso de tener que cambiar su persona en su totalidad. De algún modo es divertido, ¿no le parece? Posiblemente aprenderá usted sueco o innuit. Cuando liquidemos Neuronet, quedarían un par de millones extra, de modo que valdría la pena. Claro que no podría regresar a Serbia. Y lo de quedarse en Italia, también lo consideraría poco inteligente. Pero hay algunos rincones muy bonitos en Inglaterra y en Irlanda, siempre y cuando uno se adapte a vivir en un lugar donde llueve a cántaros. El norte de Francia y de España le ha deparado un buen refugio a otras personas; además de que allí se come estupendamente.
—Eso podemos decidirlo después —dijo Jana.
Ricardo se encogió de hombros.
—Es su vida. Descontando todos los gastos derivados de la labor de borrar a Jana de la historia del mundo y preparar la resurrección de una persona sin rasgos específicos hasta el momento, le quedarían a usted aproximadamente unos treinta millones. Estoy calculando en dólares. Después de eso, podría trabajar por diversión como cosechadora de naranjas en Marruecos o como cajera de un supermercado en Hawai, o simplemente no hacer nada y dedicarse a beber vinos caros; pero lo que sí es seguro es que no podrá tocar nunca más un arma en toda su vida. En público, quiero decir.
—Una bonita lección. Gracias.
—Prepararemos la disolución de Neuronet de tal modo que en el momento en que usted cumpla con su encargo todos los fondos se hayan diluido, todas las deudas hayan sido pagadas y se pueda despedir a los empleados al día siguiente según lo estipulado —continuó Ricardo impasible—. Los salarios restantes y las compensaciones a descontar se pagarán con un fondo que organizaríamos a su debido tiempo. Gruschkov es una excepción; tal y como yo veo las cosas, a él también tendríamos que financiarle una vida nueva.
Jana asintió. Maxim Gruschkov era el jefe de Programación de Neuronet, y al mismo tiempo era el hombre de confianza de Jana en lo relativo a la planificación y la realización técnica de sus operaciones.
—Por cierto, con el fin de Jana, termina también esta casa —dijo Ricardo—. Desgraciadamente se quemará. Un cortocircuito. No quedará nada. A mí, personalmente, me gustaría heredarla, pero no conviene que nos pongamos sentimentales. —Ricardo hizo una pausa y miró a Jana por encima de sus gafas—. También Silvio Ricardo necesitará un nuevo nombre y un nuevo lugar donde establecerse. Estamos demasiado cerca. No me gustaría verme sometido a preguntas dolorosas que no puedo responder.
—No se preocupe.
Jana midió el despacho con sus largos pasos. En algunos momentos de mucha tensión solía moverse por la habitación como una fiera que mide su jaula. Reflexionó. Ricardo había hecho un buen trabajo en Triora. Ahora estaba en posesión de algunas fotografías que mostraban a Mirko, siempre solo. Ricardo había evitado sacarla a ella en ninguno de los planos. Además, ella sabía que Mirko había volado primero de Turín a Colonia, había pasado la noche allí y a la mañana siguiente había subido a un avión con destino a Viena. A partir de ahí había suspendido la vigilancia. No quería violar las reglas acordadas, sólo pretendía ser un poco más astuta de lo permitido.