Aquella mujer de mediana estatura, rasgos agradables y ojos oscuros, de buen aspecto y al mismo tiempo alguien que podía pasar inadvertida en la multitud, le pareció a primera vista inapropiada. Era pelirroja, con unos tonos de color caoba, y llevaba media melena. Su vestido era elegante y poco llamativo; su voz, ni alta ni baja. Durante un momento, Mirko se sintió decepcionado, hasta que percibió la tensión en su cuerpo y comprendió que estaba mirando un envoltorio, y fue entonces cuando descubrió en ella a la maquinaria de precisión, al camaleón. Aquí y ahora sólo estaba viendo lo que Jana quería dejarle ver. Una persona de la que nadie se acordaría. Mañana podía ser la mendiga de la esquina, y esa misma noche ser el glamoroso centro de atención de una cena. Todo movimiento que hizo mientras caminaba hacia él, le indicaba que la mujer con el pseudónimo de Jana sometería cualquier cosa y a cualquier persona a su control si fuese necesario.
Ambos se estrecharon la mano y emprendieron un paseo inofensivo a través de la oscura historia del lugar.
En la actualidad, el horror medieval del «castillo de las brujas» se había convertido en una atracción turística. Pasaron junto a la Cabotina, una ruina que supuestamente les había servido a las brujas como punto de reunión. El tenebroso pasado de Triora ejercía un morboso atractivo sobre Mirko. Nada en aquella urdimbre de pasadizos edificados que ahora recorrían dejaba entrever la luminosa ligereza de la Riviera, a tan sólo media hora en coche de allí. En diciembre, las montañas de Liguria yacían envueltas en una bruma que pocas veces permitía la visión del pálido disco del sol invernal. En esos umbríos pasajes, la luz apenas penetraba, excluía el presente y cualquier calor amable.
La silueta de Jana se fundió con las sombras hasta que la cascada de casas se interrumpió bruscamente al doblar una esquina y ambos salieron a una terraza oculta. Mirko la siguió sin prisa. Los líquenes, el verdín y las vides silvestres cubrían el pretil. Olía a piedra mohosa. Unos metros más adelante, una escalera derruida concluía en la nada, y detrás de ella la pared caía en vertical. La plaza reposaba sobre los restos de las fortificaciones medievales, más allá de las cuales la vista se abría al valle y al encapotado color verde grisáceo de las montañas.
A Mirko le agradaba aquel silencio. Ningún otro lugar parecía más apropiado para hablar en paz sobre la muerte. No había muchas cosas que lo conmovieran en realidad, pero el silencio estaba entre ellas. El silencio era un lujo, tanto más hermoso por cuanto se lo podía comprar. En secreto, le agradecía a Jana que lo hubiera hecho ir hasta allí, si bien esos sentimientos no tenían la menor relevancia para el tema de su reunión. Mirko decidió almacenar en su interior esa pequeña sensación de paz y rememorarla en el momento que tuviera ganas.
—¿Puede hacerlo? —repitió su pregunta.
—Todo puede hacerse si uno quiere —dijo Jana, impasible.
—Sí, pero ¿puede hacerlo? ¿En esas condiciones?
—La misión es muy estimulante —respondió ella—. Pero, con esas condiciones, las probabilidades de éxito son bajísimas. Sin embargo, por otra parte, el efecto sería inmenso. No podría escogerse un momento mejor. La cuestión es saber si vale la pena arriesgarse a fracasar.
—En realidad, no pretendía hablar con usted sobre fracasos.
—Eso ya lo tengo claro —Jana lo miró con ojos examinadores—. Venga ya, Mirko. Usted sabe tan bien como yo lo que nos exigen los que le encargan este trabajo. Yo le he dicho mi precio…
—Y yo he transmitido su mensaje.
—… pero eso no quiere decir que la cosa esté hecha. Y yo no puedo garantizar absolutamente nada.
Mirko negó con la cabeza.
—Yo no espero una garantía. —Mirko caminó hasta el pretil y miró hacia las profundidades—. No espero la garantía de que se consiga. Quiero la garantía de que usted puede hacerlo.
Jana se paró a su lado.
—¿Y qué pasa si le doy esa garantía?
—Entonces tendríamos un trato. La gente que me lo ha encargado parte de que usted meditará bien todo el asunto. Yo les he dicho que usted no lo haría por menos de veinticinco millones. Se lo han tragado. Ahora piensan que tendríamos que hacer todo lo posible a fin de ganarla para el proyecto, aunque en realidad no se fían del todo de usted. Por supuesto que olvidé mencionar qué saca usted de esos veinticinco millones.
—¿Y por qué me quieren precisamente a mí?
—Soy yo quien la quiero. Porque usted es la mejor. Lo digo de mala gana, eso afirma su posición y con ello el precio, pero es así.
—Hay otros especialistas.
—No para este trabajo. Necesitamos a alguien que tenga ideas completamente nuevas. Algo fuera de lo común, con lo que nadie cuente. —Mirko vaciló—. Hay otras personas que cumplen los requisitos. Pero hay algo de suma importancia para mis clientes.
—¿Qué es?
—Que usted es serbia.
El rostro de Jana permaneció inmóvil.
—Soy neutral —dijo finalmente.
Mirko rascó un poco de moho de una grieta del muro, lo deshizo entre sus dedos y lo olió. Ese aroma tenía algo tranquilizador.
—Usted no es neutral —le dijo mirando a Jana directamente a los ojos. Ella no evitó su mirada. No había nada que dejara entrever en ella que Mirko había acertado en su punto débil, pero él no se dejó engañar—. Su neutralidad se limita a su actividad como colaboradora independiente cuando algunos ricos necesitan resolver un problema. En eso es usted imbatible. Pero yo también soy serbio, Jana. Y sé que usted imagina otra cosa para nuestro país. Si usted está tan harta como yo de la impertinente intromisión en nuestra historia, entonces no es usted neutral.
Fue un disparo a ciegas. El rostro de Jana no mostraba todavía ninguna reacción. La mujer se dio la vuelta y se alejó unos pasos del muro.
Mirko esperó. Estaba seguro de que la espina había penetrado en la carne. Ella podía negarse a sí misma un día tras otro, pero no a su país. ¡No podía haberse equivocado tanto!
—¿Quién es su cliente? —le preguntó Jana.
—El Caballo de Troya es mi cliente. No me pregunte quién está dentro.
—Eso es precisamente lo que le pregunto.
Mirko no respondió.
Ella regresó a donde estaba y se detuvo muy cerca de él.
—Trabajé para Arkan y Dugi —dijo Jana—. Lo hice durante años. Conozco a todos los que están relacionados con las milicias serbias. Los paramilitares penden todos de los hilos de los líderes de las milicias, ninguno de ellos me resulta desconocido. Conozco a las mentes oficiales y no oficiales de la Guardia Serbia y del movimiento de liberación. Y usted no forma parte de ellos, Mirko. De ninguno de ellos. De modo que, ¿quién queda en Serbia que pueda haberle enviado a verme?
—Eso no puedo decírselo y no se lo diré.
—En ese caso no puedo ayudarlo ni lo ayudaré.
—Sí que lo hará. Porque usted puede deducir perfectamente quién me ha enviado. Durante el tiempo que estuvo en las milicias, ¿recibió usted alguna vez alguna orden, una disposición, algo que viniera directamente de Belgrado? ¿De las más altas esferas? Claro que no, pero eso es únicamente la prueba de la inteligencia de los estadistas. ¡Detrás de esa inteligencia hay ideas de un alcance que nunca se les pudieron ocurrir a un Arkan o a un Dugi! Usted no los conoce a todos, Jana, porque no llegó nunca a todos. Además, nuestro país sigue teniendo un par de amigos fuertes, aunque en este momento aparezcamos como una banda de carniceros. Somos muy útiles. A Occidente le ayudamos a olvidar a los palestinos, Ruanda, los kurdos de Irak, la gente del Tibet. Occidente tiene por fin al enemigo de todos sus valores ante la puerta de casa. Qué práctico. Si la OTAN se toma en serio su amenaza y bombardea Serbia, el conflicto que se derivaría de ello estaría en la mejor sintonía con los intereses económicos occidentales. Una guerra en Turquía no arroja ningún beneficio económico. Pero una guerra en el corazón de Europa es puro beneficio, el dólar ascendería como los cohetes, y a eso le llamarían luego «la nueva justicia». Esa guerra sería perfecta. Ninguno de los que invocan el fantasma de la intervención quiere evitar una catástrofe humanitaria. Quieren, sencilla y llanamente, ampliar su ámbito de poder. ¿Va usted a dejar que eso suceda sin más, Jana? ¿Debemos aceptarlo sin luchar? Los rusos, por ejemplo, ven nuestra posición de un modo diferente, y no sólo ellos. —Mirko hizo una pausa—. ¿Cuánto debo revelarle todavía sin decir nada?
—¿Y por qué ellos no hablan directamente conmigo?
—Porque no pueden ni quieren hacerlo. ¡Algunos encargos nunca se proponen directamente, eso no tengo que contárselo, Jana! Ellos hablan conmigo y yo hablo con usted.
—Y ahora ¿usted espera que nos arrojemos, llorando, uno en brazos del otro y evoquemos el
Kosovo Polje
[1]
?
Mirko torció el gesto.
—Carezco para ello del sentimiento necesario. Pero sí creo que debemos dar una señal. El mundo necesita esa señal. Dicho francamente, no estoy muy seguro de que ame todo de Serbia. También dudo de los puntos de vista de cierto anciano. ¡Pero sé muy bien a quién o qué odio! Conozco las ideas del círculo íntimo de poder, Jana, y son diferentes de las que tienen un Gerhard Schróder, un Bill Clinton o un Tony Blair. Si así lo prefiere, puede llamarle a eso patriotismo. Me importan un bledo esos conceptos, no describen la realidad, pero uno tiene que aferrarse a algo.
—Usted dijo que ellos no se fían de mí.
Mirko guardó silencio durante un rato. Luego asintió lentamente.
—Usted abandonó su país —le dijo.
—Tonterías. Dudo que su Caballo de Troya sepa quién es Jana y de dónde es oriunda. ¿Qué importancia puede tener la nacionalidad? Su gente necesita a un profesional. Aquí las emociones están fuera de lugar. ¿Me da la razón en eso?
—Básicamente sí. Pero esa gente es bastante emocional, ¿qué puedo hacer yo? Por lo demás, sí que saben muy bien que Jana es serbia y que en una ocasión le dio la espalda a Serbia. Eso también.
—Bueno, ¿y qué?
—Allí se preguntan por qué. Yo he dejado bien claro que no tiene nada que ver con su posición, pero ellos quieren tener la certeza de que su relación con su patria… en fin… si cuenta usted con cierto idealismo. Desean que usted esté convencida personalmente de la causa.
—¿Lo está usted?
—Sí.
Por primera vez apareció en el rostro de Jana un gesto de reflexión. Mirko esperó a que la mujer retomara de nuevo el hilo, pero ella sólo dijo:
—¿Qué garantías me da?
—Un millón por anticipado, sin hacer nada.
—¿Cuándo?
—Cuando usted quiera —dijo Mirko—. Después se pondrá manos a la obra. Si más tarde prefiere rechazar el contrato, devolvería ese millón. Tiene cuarenta y ocho horas de plazo para pensárselo. Si su decisión es negativa, tendremos que buscar a otra persona, para bien o para mal, pero queremos tener las cosas claras cuanto antes. El tiempo se nos escapa de las manos. ¿Es eso aceptable para usted?
Jana miró hacia el valle.
—Tendré que pensarlo.
Mirko sonrió y extendió las manos.
—Bien. ¿Tiene alguna otra pregunta por el momento?
—No.
Mirko dejó transcurrir unos segundos.
—Quisiera añadir algo más que podría ser útil para nuestra colaboración. Yo sé, y sólo yo lo sé, además de una institución secreta que sólo se activará si no doy señales de vida durante un tiempo determinado; que usted se llama públicamente Laura Firidolfi. Y sé, por supuesto, que ése no es su verdadero nombre. En ciertos círculos se comenta que Jana es idéntica a la separatista clandestina Sonja Cosic, nacida en Belgrado en 1969, que estudió filología serbia, física e informática, y es una patriota de pies a cabeza. Estimo que tanto lo uno como lo otro puede confirmarse con cierta fiabilidad. Mis clientes jamás han oído ni oirán el nombre de Laura Firidolfi, por lo menos de mis labios. Pero ellos conocen su origen serbio, y sobre la base de ese conocimiento se permiten dudar sobre su modo de pensar. Resumiendo, es usted por lo tanto todo en la misma persona: Sonja Cosic, Laura Firidolfi y Jana. La lista de sus encarnaciones es más amplia que esos tres nombres. Ahora bien —dijo Mirko, volviendo su rostro hacia su interlocutora—, usted debería saber que a mí nada de eso me interesa lo más mínimo. Pero sí tendremos que crear un clima de confianza entre nosotros. Por mi parte, estoy dispuesto a tratarla con la mayor franqueza posible en cuanto hayamos encontrado una base común para nuestra colaboración. Por el momento, esa confianza debe consistir en la renuncia de ambos a espiarnos mutuamente. He sido bastante deferente con usted, porque no quiero jugar con las cartas marcadas. A cambio, usted tomará en consideración mis reglas. No hará ningún intento por recopilar información sobre mí o sobre mis clientes, por seguirme o dar pistas a nadie sobre mí. Yo, por mi parte, le prometo no hacer ningún esfuerzo por ahondar en mis conocimientos sobre usted, sus otras identidades y sus negocios o contactos. ¿Podemos entendernos en ese sentido?
Jana guardó silencio. Luego sonrió. Era la primera vez desde que se habían encontrado que no se mostraba imperturbable.
—Yo le hubiese pedido lo mismo —dijo—. Pero usted ya lo ha hecho.
—No me interesa causarle dificultades —dijo Mirko amablemente—. Por el contrario, queremos tenerla de nuestra parte. Si finalmente decide rechazar el encargo, esta conversación nunca tuvo lugar, y no sucederá nada más. Luego, sólo volverá a oír algo de mí cuando quiera asegurarme de sus habilidades para otros propósitos, si es que alguna vez se diera ese caso. Le garantizo sinceridad y lealtad en todos los sentidos mientras usted se atenga a lo acordado entre nosotros. ¿Entendido?
—Estamos en Italia, Mirko. La palabra dada tiene un valor.
—Entonces, ¿estamos de acuerdo?
—Sería absurdo que gente como nosotros se tirase de los pelos —dijo Jana serenamente—. Eso siempre termina de mala manera. Usted acaba de darme un motivo para que yo le entierre en algún lugar de esas bellas montañas…
—Lo sé.
—Pero me gusta su franqueza. Además, no creo que consiga enterrarlo tan fácilmente. —Jana hizo un gesto de asentimiento dirigido a su interlocutor—. Goliat contra Goliat. Hasta aquí estamos de acuerdo, Mirko.
—Muy bien, pero hay algo más. En caso de que se decida positivamente, emprenderemos la operación de forma conjunta. Eso quiere decir, usted y yo. Yo me subordinaré a usted y a su comando, y haré lo que usted me diga. Pero formaré parte del grupo.