En Silencio (3 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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—Sigo cantando su vieja canción sin parar —dijo—. El banco de Alba casi le pertenece.

—Cuidado,
direttore
—bromeó Ricardo—. Podría acercarse a la verdad más de lo que le gustaría.

Ardenti se inclinó hacia adelante y bajó el tono de su voz hasta convertirlo en un murmullo conspirativo.

—Pues en ese caso, seré mucho más claro. La institución, después de una detallada reunión con las damas y caballeros de la junta directiva, los cuales, por cierto, manifiestan en su totalidad una gran confianza en usted, ha llegado al convencimiento de acceder (no sé si debería decirlo así) a su petición de ampliar el marco de los créditos. —El director se apoyó de nuevo hacia atrás, entrecruzó sus dedos y los plantó delante de su barriga—. Fuimos a comer a la
ostería
La Libera y comimos
ravioli tartufati
, ya sabe, esos a los que se les pone una yema de huevo sobre una cubierta de
ricotta
y espinacas. ¡Madona, qué olor! No necesito decirle qué efecto tiene eso sobre el instinto financiero de un banquero. ¿Ha estado allí recientemente? ¡Pues vale la pena! ¡No deje de ir! ¡La bodega de los vinos guarda unas muy costosas maravillas! ¡Sólo unas pocas botellas de un Pió Cesare del ochenta y ocho, y al beberías la grandeza sustituye a lo íntimo, la sabiduría a la locura! ¡En fin, todos estuvieron de acuerdo en querer ampliar las relaciones con Neuronet, y hasta me siento tentado a decir que su presencia hubiese desatado una salva de ovaciones con todos puestos de pie!

Laura Firidolfi sonrió, pues el director había dicho esas últimas palabras dirigiendo una ágil mirada en dirección suya.

—Me tranquiliza saber que esos señores todavía podían tenerse en pie —respondió la mujer, divertida.

Ardenti soltó una risotada de confianza que dirigió a Silvio Ricardo, el cual la detuvo con una leve inclinación de su comisura izquierda. La mujer sentía reposar sobre ella el interés del
direttore
como la hoja de un cuchillo. Plana, fría y protectora mientras su negocio siguiera marchando bien. Pero en caso de problemas, Ardenti sabría darle la vuelta al cuchillo de modo tal que comenzase a cortar la carne. En ese instante, sin embargo, la habitación estaba saturada de una atmósfera de éxito, y Neuronet —o mejor dicho, Laura Firidolfi— estaba bastante lejos de perder las simpatías del
direttore.

Ricardo cerró el portafolio.

—Estamos muy satisfechos —le dijo a Ardenti—. Por cierto, tendré que hacerle llegar algunas copias del informe comercial, se me había escapado que la junta directiva de su estimada institución cobra sueldos de doce cifras. ¿A partir de cuándo podremos disponer de esos recursos adicionales?

Ardenti enarcó las cejas.

—¡Cuando ustedes quieran! ¿Ya les dije que nuestra junta directiva está interesada en su colaboración con Microsoft?

—No, pero nos alegra saberlo.

Ardenti carraspeó.

—¿Y qué hará con ellos, si me permite la pregunta? Oí decir que se han acercado a ustedes con una oferta de compra.

—Eso no es un secreto —dijo Laura Firidolfi—. Y nosotros la rechazamos, por supuesto.

—Me alegra escuchar eso.

—Pero sí que seguiremos trabajando en algunas soluciones para individualizar aún más el aprovechamiento de Internet —le explicó la mujer—. Neuronet está trabajando actualmente en una nueva generación de buscadores a los que les falta poco para desarrollar afinidades personales con sus usuarios.

—¡Parece cosa de magia!

—En absoluto. El programa, sencillamente, almacena el perfil del usuario. Usted, por supuesto, puede darle cualquier tipo de orden, pero mientras le dé determinadas libertades, el programa pensará por usted.

—Entonces quien quiera saber algo de mí —dijo Ardenti, distendido—, sólo tiene que esperar a que yo esté conectado a la red para descifrar mi código. ¿No es demasiado peligroso que el ordenador empiece a administrar mi personalidad?

—El ordenador no administra nada. Selecciona y hace propuestas. En lo relativo al acceso, estamos en contacto con el Chaos Computer Club, de Hamburgo. Ellos intentaron entrar a modo de diversión. Y no lo consiguieron, de modo que damos por sentado que la codificación es impecable.

Ricardo señaló los trofeos de golf alineados en una estantería detrás de Ardenti.

—Por ejemplo: una vez que el programa conoce sus pasiones, rastrea regularmente en la red en busca de todo lo relacionado con el golf. Supongamos que usted estima el clima del extremo norte…

—¡Dios me libre!

—Sólo a modo de suposición. El buscador lo sabe, de modo que concentra su búsqueda en los lugares correspondientes. Usted puede colocar una serie de iconos a su gusto, también uno para el golf. Cuando el buscador ha descubierto algo que considera de su interés, el icono parpadea y usted descarga esa novedad; digamos: «Tres días en Irlanda, en los acantilados de Moher, con paredes de hasta doscientos metros de altura, ¡algo extraordinario! Paquete completo con dos noches y comida de lujo en el castillo cercano.»

—La verdad es que siempre quise visitar ese país —dijo el director con tono reflexivo.

—Ya lo ve. Usted le da la orden al buscador de que reserve la oferta para el próximo fin de semana. El azar dispone que una de sus colegas de la junta directiva trabaje con el mismo buscador. Después de acordarlo, ustedes pueden poner en red sus programas. Entonces su buscador descubre de pronto que su colega ha reservado esa misma oferta un fin de semana posterior. ¿Qué haría?

—Le haría una propuesta —reflexionó Ardenti, radiante, tras darse cuenta por el gesto de Ricardo que había acertado. Ricardo asintió.

—Correcto. Le propondrá que viaje un fin de semana más tarde, a fin de que pueda usted compartir las alegrías del golf con la dama.

—¿Haría más búsquedas de este tipo el buscador? —preguntó Ardenti con picardía—. Porque la verdad es que las cualidades de los miembros femeninos de nuestra junta directiva son de carácter más bien profesional.

Firidolfi rió mientras repasaba en su mente su agenda de citas para la semana siguiente.

—Si yo fuera esa miembro de la junta directiva, sí —dijo la mujer.

Ardenti extendió las manos como un predicador e inclinó la cabeza.

—En su caso el buscador no tendría que buscar más,
signora
.

«Pon punto final a esto», pensó Firidolfi. Lanzó a Ricardo una rápida mirada, dando a entender que ya se había charlado demasiado. Su secretario privado comprendió al instante. Por un lado, ya le habían causado una buena impresión a Ardenti, y por el otro, no habían revelado nada que el director no pudiera averiguar en cualquier otra parte. Tales equilibrios eran la especialidad de Ricardo. Sabía moverse tan ligero de pies como el
direttore
entre el intercambio de información limitada y la charla. Sabía invertir los segundos y los minutos de modo tal que luego dieran un rédito de horas y días. Jamás le daba a su interlocutor la impresión de ser calculador, a pesar de que siempre lo era. Y ahora acababa de transmitir a Ardenti la cálida sensación de haber invertido bien su confianza.

Como mano derecha de Laura Firidolfi, Ricardo era perfecto.

Pero había alguien más a quien ese hombre prestaba servicios muy valiosos.

La mujer se preguntó cuándo llegaría ese momento. Una sensación le decía que era inminente.

Los dos se levantaron al mismo tiempo que el director. Ardenti los acompañó hasta el ascensor y, antes de despedirse, les dijo durante el camino algunas frases elogiosas sobre el desarrollo satisfactorio del ramo de Internet. Firidolfi sabía que el día de ese hombre discurría en innumerables reuniones como ésa. Y lo admiraba: la gente como Ardenti jamás transmitía la impresión a sus interlocutores de estar cansado de esas reuniones. Daba la impresión de prestarles toda su atención de modo preferencial. Y quien no dominara esa regla, no llegaba muy lejos.

Nadie lo sabía mejor que Laura Firidolfi.

Salieron a la calle en la ciudad medieval de Alba. Desde mediados de octubre las calles estaban saturadas del aroma de las trufas blancas. Ese tubérculo cada vez más raro crecía en lugares secretos, y quienes lo buscaban se habían convertido en maestros del camuflaje cuando partían de noche con sus perros. Quien se topaba con un tesoro de esa índole, hacía todo lo posible por no tener que compartirlo con nadie, y eso no era de extrañar, dado el precio por kilo de ese tubérculo: hasta seis millones de liras. La niebla de finales de otoño en los bosques piamonteses ya había sido testigo de algún que otro disparo, una advertencia a alguien que seguía a la persona que sabía dónde encontrar las trufas. Algunos no habían regresado nunca. Su sangre se había mezclado con la tierra, y los cuerpos de los asesinados habían sido absorbidos por el humus, a fin de dar alimento a la reptante y pululante naturaleza en medio de la cual crecía ese nuevo oro oculto de los gourmets.

Existían muchas razones para matar cuando uno estaba dispuesto a hacerlo.

Ricardo se dejó caer en el asiento del copiloto del rojo Lamborghini y cogió el cinturón de seguridad. Firidolfi puso una mano en la manilla de la puerta pero no subió al coche. —¿Quiere que conduzca yo? —preguntó Ricardo. Tenía la vista clavada en un punto más allá de la calle, en las fachadas de los comercios que vendían sobre todo
delicatessen
y vinos. Intentó recordar la primera vez que había comido trufas y la frecuencia con la que las había comido a partir de entonces. «Con demasiada frecuencia», pensó. Cuando uno ya no puede contar las singularidades, éstas dejan de serlo. —¿Laura?

La mención de su nombre la sacó de sus pensamientos. Subió rápidamente al coche y encendió el motor. Mientras conducía el compacto vehículo a través de las estrechas callejuelas en dirección a la muralla que se extendía alrededor de Alba, Ricardo estaba ocupado de nuevo con sus cálculos.

—Debería deshacerse del coche —le dijo como de pasada. Firidolfi lo miró, reflexiva. Ricardo era un joven hermoso, oriundo de Milán, pero con su pelo rubio con raya en medio y sus gafas de concha parecía el socio más joven de un notario londinense. Ella sabía que tenía que agradecer su riqueza al férreo control que ejercía el joven sobre sus cuentas. Ricardo sometía todos los aspectos de la vida a un análisis de costes y beneficios. Desde su punto de vista, era ya tiempo de deshacerse del Lamborghini.

—Me lo pensaré —dijo Laura.

—Hay otros, miles. Otros Lamborghini, quiero decir.

—Ya. Pero éste fue el primero que tuve.

—¡Siempre será el primero! —Ricardo sonrió con ironía—. Usted me paga mi sueldo, señora, por eso no me corresponde acusarla de sentimentalismos. Pero permítame que lo haga a pesar de todo. Este coche entra dentro de sus deducciones fiscales. Cada metro que usted lo haga recorrer a través del Piamonte, está perdiendo dinero contante y sonante.

—Está bien. Me lo pensaré.

—Sí, por supuesto. —Ricardo se mantuvo callado durante un rato. Transitaban por una carretera a través de la llana región en dirección a Cuneo, y al cabo de unos minutos doblaron hacia el suave paisaje de colinas de la Langhe. El corazón de la región de Barolo se presentaba bajo el último sol de la tarde con colores pastel, transmitiendo cierta impresión de irrealidad. La niebla cubría los viñedos.

—¿De veras necesitamos esa ampliación del crédito? —preguntó Firidolfi.

Ricardo negó con la cabeza.

—No realmente. Pero eso nos proporciona reputación y reservas adicionales. Además, así podríamos comprar la antigua
fattoria
situada detrás de Monforte d'Alba y transformarla en una nueva fábrica. También si Microsoft se involucra. Podríamos hacer muchas cosas.

—Sobre todo necesitamos espacio —dijo Firidolfi y siguió un cartel que indicaba el camino a La Morra —. En el edificio central la gente trabaja casi sentada en el regazo del otro.

—Sí, ¿es raro, no le parece? Sin embargo, usted trabaja de un modo rentable, por encima de la media.

—Me pregunto por cuánto tiempo. También una batería de gallinas ponedoras trabajará por encima de la media mientras la gente quiera seguir comiendo huevos que apesten a pescado y puedan provocar una salmonelosis.

—En principio eso es correcto. Pero ¿qué quiere? Los informáticos son unos cerdos de cuidado. Si les da un espacio mayor, crearán más suciedad.

Firidolfi rió.

—No todo es tan limpio como el dinero, Silvio.

—Los ordenadores son más limpios que el dinero —comentó Ricardo con desdén—. ¿Es usted de otra opinión? Pues bien, compremos la
fattoria.

—¿Está bien el precio?

—Demasiado alto. Pero yo me ocuparé de que lo bajen.

—Muy bien.

—Por lo demás, no podemos quejarnos. Este año cerraremos el tema de la investigación y el desarrollo con un amplio beneficio, y creo que eso fue lo que más impresionó a ese viejo zángano con su pelo teñido. Ah, por cierto, mejor nos salimos antes de que una parte importante del hardware quede obsoleto. Invierta en los nuevos iMacs y los tendremos a un precio preferente.

—Encárguese de eso. ¿Qué hay de los de Turín?

—¿Alpha? Pinta muy bien. Quieren reunirse con nosotros la próxima semana. Les ha gustado mucho el programa de simulación de vuelo.

Neuronet se había dividido en Neuroweb y Neuroware.

Mientras que Neuroweb comercializaba preferiblemente soluciones propias y con licencia para la red, Neuroware concebía programas para diferentes propósitos. El jefe de programación era un exiliado ruso que trabajaba desde hacía mucho tiempo para Neuronet.

Ricardo continuó hojeando sus documentos. Firidolfi conducía lentamente el coche a través de la carretera que iba subiendo poco a poco en dirección a la villa, cuya silueta sobresalía inmediatamente detrás de la cima de una colina. Más allá de la muralla que rodeaba a La Morra, la roca caía en vertical en un acantilado que desembocaba en el valle ligeramente ondulado de la Langhe.

—Ardenti está comiendo de nuestra mano —dijo Firidolfi—. Buen trabajo, Silvio. Tómese el resto del día libre. ¿Lo llevo a alguna parte?

Ricardo vaciló.

—No puedo tomarme el día libre —dijo lentamente y añadió—: Y usted, por cierto, tampoco.

Ella lo sabía.

—¿Por qué no? —preguntó de todos modos.

—Hay una pregunta más.

—¿A quién? ¿A la jefa de Neuroweb o a la de Neuroware?

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