En Silencio (6 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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Cuando consiguió salir de la tormenta, después de unos minutos que le parecieron una eternidad, el cambio se produjo de repente y sin transición de ninguna índole. Ante él se extendía una llanura suavemente ondulada, mientras arriba, en el cielo, vagaban las nubes altas y difusas. Podía ver por el espejo retrovisor la mancha nebulosa de color negro y azul de la que había escapado.

Mirko encendió un cigarrillo, aceleró y no pensó en nada.

Al llegar a una elevación, apareció el monasterio. A un lado podían verse varias limusinas negras, y detrás, en posición transversal, un helicóptero. Mirko aparcó un poco alejado y se bajó del coche con la esperanza de ver la figura de pelo blanco arriba, apoyada en la balaustrada mientras contemplaba el paisaje, pero no había nadie. Debajo de su chaqueta sintió el peso de las dos pistolas. Tenía claro que no tendría la menor oportunidad si el anciano quisiera atacarlo, pero eso no lo inquietaba. A la gente como él se les pagaba con plata o con plomo, eso no era nada nuevo. Por lo general, decidían ellos.

Mirko prefería la plata.

Subió los escalones. El portal estaba abierto. Lentamente, entró en el oscuro recinto.

—Mirko. Qué alegría verlo.

El anciano estaba sentado en el lugar que antes debió de ser el emplazamiento de un altar. Esta vez habían colocado una mesa y dos sillas, una de las cuales estaba todavía vacía, y colocada un poco hacia atrás. El anciano le hizo una señal para que se acercara y levantó un vaso en dirección al recién llegado a modo de brindis.

—¿Un tiempo de perros, no le parece? ¿Le apetece un café?

—Con mucho gusto —dijo Mirko, dejando volar su mirada. En la crepuscular nave de la iglesia no parecía haber nadie más aparte de ellos dos. Pero él sabía, sin embargo, que eso no era cierto. Estaban por todas partes.

Plomo o plata.

Mirko tomó asiento frente al anciano, que lo contemplaba bajo sus cejas contraídas, desenroscando la tapa de un termo. Un aroma delicioso invadió las fosas nasales de Mirko.

—¿Leche? ¿Azúcar?

—Gracias, nada.

—Puro como el sano juicio humano —dijo su interlocutor con una sonrisa irónica al tiempo que le alcanzaba su vaso—. Opino lo mismo. Algunas cosas no deben rebajarse ni endulzarse. Y eso se ha hecho aquí con demasiada frecuencia en los últimos años.

Mirko bebió. Después de aquel viaje a través del infierno, la bebida caliente le sentó como un año adicional de vida.

—¿Qué le gusta de este lugar? —preguntó Mirko—. Usted hace todo un viaje hasta aquí, para reunirse con alguien en una iglesia sin caldear, mientras, fuera, el mundo se derrumba.

El anciano rió brevemente.

—¿Prefiere que nos veamos delante de las cámaras?

Mirko negó con la cabeza.

—No quiero decir eso. En cualquier otra parte sería también un encuentro secreto. ¿Por qué realiza todo ese esfuerzo?

—Usted también viene hasta aquí.

—Respondo a su llamada.

El anciano lo miró insinuando un guiño de ojos. A pesar de la luz crepuscular, a Mirko le llamó mucho la atención el intenso azul de sus ojos, mucho más que en el encuentro anterior. Irreal como el cielo de una tarjeta postal.

—Es cierto, Mirko. Usted responde a mi llamada. Yo lo llamo y usted viaja hasta el culo del mundo. ¿Y sabe una cosa? En mi caso, no son diferentes los motivos que me traen hasta aquí. Respondo a una llamada. Para mí sería fácil recibirle en algún salón elegante, donde tomaríamos caviar antes y después de nuestra conversación y beberíamos un par de litros de champán. ¡En absoluto secreto, se sobreentiende! Eso a usted le gustaría más, está claro. Pero ya le habrán contado que soy un hombre que tiendo a las singularidades y los extremos. ¿Por qué cree que le tengo tanto amor a este país y a su historia?

—Dígamelo usted.

El anciano se inclinó hacia adelante y golpeó con la palma de la mano encima de la mesa.

—Porque estoy arraigado en esta tierra. Soy un viejo árbol, Mirko, y puedo decirle que este país tiene su vida propia y un pulso impresionante. Aquí, en este lugar agreste, usted puede percibir su respiración, profunda e inquieta, sus gemidos de dolor. ¡No en ninguna confortable habitacioncilla decorada al estilo Luis XIV! ¡La sangre de nuestros ancestros impregna el sedimento, los gritos de los desposeídos se mezclan con la tormenta que arrasa los valles, la risa de los que no tienen Dios! Sólo aquí puede percibirlo. Sólo donde el sol quema y el viento silba en los oídos estará usted lo suficientemente lejos de todo ese fango narcotizante que emana de los antros de la diplomacia. ¡Le digo que hemos hablado demasiado! En la tormenta que usted acaba de atravesar y que probablemente habrá maldecido con toda su alma, yo veo la música de la rebelión: ¡No, no dejaremos que nos desarmen! ¡Sí, impediremos que los usurpadores advenedizos y los asesinos se repartan nuestra patria, la patria que nos concedió Dios! Yo escucho el canto de los muertos, Mirko, y ellos me dicen lo que tengo que hacer por los vivos y cuál es mi misión.

Aguardó un momento para sopesar el efecto de sus palabras. Mirko no se movió ni un ápice.

—Por eso estoy aquí —continuó el anciano, más tranquilo—; porque hay que examinar a esa criatura atormentada y unirse a ella para comprender su sufrimiento. Estoy en esta iglesia porque ella simboliza nuestra cultura, nuestro derecho de primogenitura. Y porque ella se desintegra, del mismo modo que la tierra se agrieta y se parece a un zoológico en el que los monos llevan la voz cantante. —El anciano sonrió malhumorado—. Pero eso cambiará. Y usted estará a nuestro lado. ¿No es cierto? Lo estará.

Mirko lo observaba y al mismo tiempo se preguntaba cuánto se creía el anciano de toda aquella palabrería sin sentido. ¿Era posible que ese hombre sediento de poder, sin escrúpulos y entregado a los placeres, que ahora bebía de su vaso con fingida modestia, se hubiese dejado engañar por un guión escrito por él mismo?

—Podría ser —respondió.

El anciano frunció el ceño y estampó su vaso contra la bandeja. La máscara del predicador desapareció.

—El texto de su mensaje sonaba a algo más que un «podría ser».

—No quisiera despertar esperanzas precipitadas.

—Pero yo no he venido hasta aquí para ser testigo de su confusión. ¿Tiene usted algo para mí o no?

Mirko bebió un sorbo de su vaso. Detestaba que lo importunaran. En esos momentos, retrasaba el momento de dar una respuesta el tiempo justo para que el otro se sintiera ofendido.

El anciano lo miró fijamente.

—Sí, tengo a alguien —dijo Mirko—. Una mujer. Responde al pseudónimo de Jana.

—¿Es serbia?

—Nacida y criada en Belgrado.

—¡Bien!

—Además del serbio, habla fluidamente el alemán, el italiano y el inglés. Yo diría que está entre los diez especialistas más codiciados del mundo. —Mirko hizo una pausa—. Y entre los diez más caros.

Los ojos del anciano se convirtieron en dos ranuras. Mirko se dio cuenta de que la noticia le agradaba.

—Dígame más —lo apremió—. Tiene que ser un poco más preciso.

—No hay mucho que precisar. Todavía no he podido reunirme con ella personalmente. Eso es casi imposible. Utiliza diferentes tapaderas, pero siempre se puede acceder a su asesor financiero a través de varios rodeos, y éste rechaza en principio el noventa y nueve por ciento de todos los encargos. Nuestra oferta, en cambio, despertó su interés. Él ya ha hablado con ella al respecto.

—¿Una terrorista con un asesor financiero?

—No exactamente —dijo Mirko sin poder reprimir cierto tono burlón—. «Terrorismo» es una palabra fea que a nadie le gusta oír en este ramo.

—¿Quiere decirme qué podría ofender a esa dama? —dijo el anciano entre risitas.

—No —respondió Mirko serenamente—. Usted nunca tendrá la oportunidad de ofenderla, porque ella no se reunirá con usted. Pero yo sí. Eso en caso de que nosotros aceptemos… ¡en caso de que usted acepte su precio!

—¿Sabe ella de lo que se trata?

—Sabe de quién se trata.

—¿Y?

Mirko se encogió de hombros.

—¿Le sobran a usted unos veinticinco millones?

El rostro de su interlocutor se puso rígido. Durante un momento, el hombre cobró un aspecto semejante al de su propio busto.

—Por ese dinero pediría un milagro —dijo en tono apagado.

—Jana da por sentado que usted quiere uno —dijo Mirko—. No existen muchas posibilidades de realizar ese milagro, pero que veinticinco millones es mucho dinero, eso lo sabe incluso ella.

—¿Y qué incluyen esos… veinticinco millones?

—Jana. Su mente, sus ideas, la puesta en práctica.

—¿Nada más?

—El material y los gastos se pagan aparte. También en este ramo se trabaja sobre la base de la economía de mercado. Claro que el sano juicio humano nos dice que existen otras oportunidades de realizar su encargo. Con mayores perspectivas de éxito. Con menos dificultades. Y el precio se reduciría por lo menos a la mitad. —Mirko volvió a hacer una pausa—. Pero usted quiere perforar la tabla por la parte más gruesa.

El anciano se inclinó hacia adelante. Sus ojos azules resplandecían.

—Hablamos de una necesidad indispensable —dijo—. Pero mi propósito va mucho más allá, por supuesto. ¡Lo que quiero es un alarido! ¡Algo que obligue al mundo a volver la cabeza! Sé que existen otras posibilidades más sencillas. Donde hay una, hay miles. ¡Pero el poder del simbolismo está en el cómo, el dónde y el cuándo! Y yo quiero ese día, Mirko. ¡Y le diré incluso en qué minuto y en qué metro cuadrado! ¡Y aunque sea imposible, por veinticinco millones exijo que sea un éxito! ¿Está claro? Algo tan espectacular, tan vergonzoso para nuestros enemigos que primero salga en todos los titulares y luego aparezca en todos los libros de historia.

—Oh. ¿Quiere usted pasar a la historia?

—¡Yo he pasado ya a la historia! Ahora me ocupo de reescribirla.

Mirko miró sus uñas.

—Ya sé que no me corresponde, pero… —dijo alargando la frase.

—¿Qué?

—Pensé por un momento que nuestra pequeña acción tendría que basarse en algo más que en sus animadversiones personales. Quiero decir, por el precio de veinticinco millones…

El anciano esbozó una sonrisa de tiburón.

—Usted se toma algunas libertades. Pero eso me gusta. Quien quiera lamerme el culo, tiene que aceptar esperar muchos años, y son muchos los candidatos. De todos modos se lo hubiera dicho, a fin de cuentas es usted mi principal estratega —dijo e hizo un guiño—. Como usted ve, vivo con la tranquilizadora certeza de poder encontrarle en cualquier parte en caso de que defraude mi confianza.

—Ya lo apuntó usted en el encuentro anterior.

—Nunca es suficiente el énfasis que les damos a las cosas. Dígale a esa señora que aceptaré su precio en cuanto haya verificado sus referencias. ¿Tendrá algunas, no?

Mirko sonrió.

—Si usted quisiera contratar a alguien en Rusia, podría escoger entre asociaciones de boxeo profesional semilegales, veteranos de la guerra de Afganistán, unidades especiales de la policía, ex oficiales del KGB y funcionarios del Ministerio del Interior. Existe un sistema de clasificación dentro del ramo. A la cabeza están algunos ex miembros del Servicio Secreto Militar o del Departamento 1 del KGB. Hay muchas opciones para escoger. Sin embargo, algunos de los representantes más influyentes de la mafiocracia moscovita han recurrido a Jana. Ella aparece, hace su trabajo y no deja rastro, o en todo caso sólo aquellos que ella ha querido dejar. Los rusos valoran mucho su profesionalidad, y también el servicio secreto israelí, por cierto. Jana es absolutamente neutral, salvo si hay intereses serbios por en medio. He reunido para usted algunos detalles, la mayor parte le sonarán por las noticias. En cualquier caso, tiene usted ahí todo lo que desea. Un conjunto de primera calidad, ciento por ciento serbio y, hasta donde sé, desmedidamente patriótico.

—Hum.

—En serio —enfatizó Mirko, muy divertido en su fuero interno—. Jana cree en la causa serbia. Proviene del separatismo serbio.

El anciano lo miró con gesto despectivo. Luego asintió.

—Por lo que a mí respecta, puede recibir un millón de inmediato, y el resto cuando se cumpla el contrato. Si ella tiene algún problema con eso, nos buscamos a otra persona.

—Lo aceptará.

—Ahora bien, ¿cómo me aseguro de que ella se atenga a lo acordado, en caso de que lleguemos a acordar algo? Es fácil poner pies en polvorosa con un millón en el bolsillo.

—Eso es un disparate —dijo Mirko—. Si Jana pensara así, hace tiempo que estaría muerta. Por lo demás, yo soy su garante. Puesto que usted siempre podrá encontrarme en cualquier parte del mundo, puede dormir tranquilo.

El anciano se frotó el mentón. A Mirko le pareció que oscilaba entre la resolución y el desconcierto.

—¿Alguna duda?

—Es con diferencia la suma más enorme que le haya pagado a nadie jamás —bramó su interlocutor—. ¿Puede esa mujer garantizar el éxito?

—No.

—Pero…

—¿Conoce usted al doctor Georges Habasch? Claro que no, es usted un hombre honorable. Habasch es el fundador del terrorismo internacional moderno, por así decirlo. Y él…

—¿Cómo iba a conocer yo a gente así? —lo interrumpió el anciano con cierto asomo de enfado.

A Mirko se le cortó el habla por un momento.

—¿No me lo estará preguntando en serio? —dijo—. Pero bien, probablemente estoy dando por sentadas demasiadas cosas. A Habasch se lo considera el fundador del Frente Popular para la Liberación de Palestina. Según él, el punto más importante es escoger objetivos que prometan un éxito total. Por muy presuntuoso que suene, ésa es la norma a la que todos intentan atenerse. El terrorismo de hoy funciona de forma similar a una carrera en un consorcio o en la política. A los terroristas se les pregunta por sus diplomas y sus referencias. Nadie que desee incrementar su valor en el mercado barajará la idea de fracasar, pero todo profesional sabe cuan floja es la cuerda. Todo depende de lo que usted exija. ¿Quiere matar a alguien simplemente o matarlo de una manera determinada, en un lugar y en un momento específico? En la medida en que se van sumando las exigencias, se reducen las posibilidades de éxito. Es así. Ahora bien, si funciona… entonces (¿qué fue eso tan acertado que ha dicho usted?); entonces el mundo gira un poco más rápido. De pronto estaría usted jugando en la liga de los profesionales.

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