En Silencio (4 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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Ricardo negó con la cabeza.

—A Jana.

1999. 15 DE JUNIO. COLONIA. HOTEL HYATT

Lo que apareció hacia las 9.30 —hora de Europa central— en las pantallas de los sistemas de control radioscópico instalados por la BKA, la Oficina Federal de Investigación Criminal alemana, y el Servicio Secreto estadounidense en la entrada de suministros del hotel Hyatt, no eran maletas de aspecto sospechoso, ni portafolios, chaquetas o abrigos de dudosa pinta, mucho menos bolsos de golf, cámaras, portátiles u ositos de peluche llenos de cocaína, sino el resultado de la mezcla del agua y la harina. Con ayuda de la tecnología de finales del siglo XX, los funcionarios de seguridad conseguían ver el interior de trescientos panecillos de desayuno de corteza crujiente y aroma apetitoso que despedían todavía un último vestigio de calor.

En otras circunstancias, nada hubiese podido superar en ridiculez aquella manera de proceder. La llegada del presidente de Estados Unidos, sin embargo, cambiaba todas las circunstancias. Hasta hacía unos pocos días el Hyatt había contado con entradas y salidas normales. Ahora cualquier puerta había sido reconvertida en un arco de seguridad provisto de detectores y sistemas de control radioscópicos. Ésa sólo era uno de los centenares de medidas de seguridad establecidas. Todas las circunstancias debían retroceder ante la seguridad.

Kika Wagner estaba sentada en el vestíbulo con una revista sobre las rodillas, viendo el ir y venir de la gente.

Dos días antes de la llegada de Bill Clinton a Colonia, el Hyatt ya era una fortaleza. Ya no aparcaban coches delante del edificio. Hasta las excursiones en barco habían sido suspendidas; desde el comienzo de la cumbre no se podía transitar por la cercana avenida de Frankenwerft. El interior del Hyatt mostraba aparentemente el mismo aspecto, salvo por el hecho de que el Servicio Secreto llevaba semanas revisando tres veces cada piedra con la que se había construido el hotel, arrastrándose por cada conducto de ventilación y situando un agente en cada rincón, debajo de cada alfombra y en el interior de cada rodapié. El edificio estaba controlado por satélites estadounidenses, y en la mayoría de las habitaciones habían instalado sus propias redes telefónicas. En cuarenta y ocho horas sería más fácil saber si había vida en Marte que conocer lo que sucedía en la sexta planta, donde los obreros intentaban, con un afán febril, dejar lista la suite para el hombre más poderoso del mundo. La sexta planta pasaría a convertirse en un espacio impenetrable.

Eso, en caso de que lo consiguieran.

Wagner tenía una idea aproximada de lo que estaba pasando el personal del Hyatt, porque la señora Albright había dormido allí hacía apenas seis meses. La titular del Departamento de Estado en persona había opinado que Hillary y Bill no podrían evitar soltar algún que otro suspiro romántico a la vista de la catedral. Fue así como la elección recayó en el barrio de Deutz, el apéndice de la ciudad de Colonia situado en la orilla derecha del Rin. Gracias a Dios hacía ya tiempo que los habitantes de la orilla izquierda habían llegado a un arreglo amistoso con sus hermanastros del otro lado, ya que desde allí podía tenerse una hermosa panorámica.

Desde el primer día, los periodistas y los reporteros atosigaron a preguntas al Departamento de Relaciones Públicas del Hyatt sobre si Clinton por fin vendría y cuándo lo haría. Desde hacía cinco meses la información era la misma: puede que sí. Puede que no. Sí. No. Tal vez. No lo sé.

En abril habían comenzado las visitas de los funcionarios estadounidenses. La Casa Blanca, el Servicio Secreto, la CIA, el embajador… todos acudieron a echar una ojeada para comprobar si el hotel era realmente tan lujoso como había dicho aquella vieja arpía. Se comprobaron las oficinas y las salas de conferencias, y de paso se tanteó la posibilidad de reestructurar las habitaciones del hotel para elevar el Hyatt,
ex oficio,
a la categoría de cuartel general de Estados Unidos de América. La palabra
«security»
pasó a ser la más usada. El cocinero estaba haciendo albóndigas… Tenían buena pinta, pero ¿eran seguras? Y así sucesivamente.

Había una confusión generalizada porque corría el rumor de que en el Hyatt podrían aterrizar, quizá, E.T. o Madonna, o incluso el espíritu de Elvis, pero con toda seguridad no Bill Clinton, ya que todo ese teatro en Deutz sólo tenía lugar para distraer, y el presidente residiría en el hotel Petersberg, en la vecina ciudad de Bonn. La noticia, lanzada por los propios americanos, extendió la confusión hasta al mismo Petersberg, donde, por supuesto, nadie sabía nada y se preguntaba lleno de consternación por qué no podía ser. A partir de la difusión del rumor, allí también se vivió una invasión similar de los medios, como en el Hyatt, y las posturas ante la prensa adoptaron rasgos totalmente crípticos, mientras los artículos publicados al día siguiente eran tan flojos como el café americano.

Estados Unidos se envolvía en el mutismo. Obviamente, el presidente se alojaría en el Hyatt. O tal vez no.

A pesar de la confusión, el Hyatt había entrado en una actividad frenética, la cual, hacía unas siete semanas, se había agudizado más de lo que les hubiera gustado a sus responsables. Un cortocircuito se produjo precisamente en la sauna de la suite reservada para Clinton, la «John F. Kennedy». Primero se quemó la sauna entera, y luego la suite de ciento ochenta metros cuadrados. Un hollín negro y pegajoso cubría cada centímetro cuadrado de toda la sexta planta, algunas partes de la quinta ya no eran habitables y los reservados quedaron completamente tiznados. La dirección del hotel se vio sepultada bajo el interés de la opinión pública, y con la creación de un comité de crisis emprendió una desesperada carrera contra el tiempo, a sabiendas quizá de que el Petersberg iba a ganar la carrera. Entretanto, todo lo demás relucía gracias a la impecable renovación; sólo la suite no se terminaba de ninguna manera, a pesar del ritmo enloquecido con el que trabajaban las cuadrillas de especialistas.

Si lo lograban, lo harían en el último segundo. Aquella prueba de nervios no pasaba sin dejar huella en la gente. Dondequiera que Wagner mirara, veía expresiones de tensión. El hecho de que ella pudiese estar sentada allí, se debía, primero a la inocuidad del contenido de su bolso de mano. Dos veces tuvo que pasar por el arco de seguridad, mientras los utensilios de maquillaje, los cigarrillos y otras pequeñeces imprescindibles pasaban como fantasmas por la pantalla. Tuvo que mostrar varias veces su pase especial, le revisaron el bolso, se lo volvieron a revisar, gracias, de nada. Todo muy discreto y amable, pero marcado por la firme voluntad de no estropear la visita de Estado por nada del mundo, aun cuando fuese necesario acribillar en público un bolso de mano.

En segundo lugar, la presencia de Wagner allí se debía a la circunstancia de que el redactor jefe literario de la editorial Rowohlt, Franz María Kuhn, compartía el desayuno una planta más arriba con Aaron Silberman. Silberman era el segundo redactor jefe de la sección política del prestigioso periódico
Washington Post.
Se había adelantado a los demás enviados de la prensa, y su propósito era informar sobre las actividades del Hyatt y aprovechar para ver de nuevo a Kuhn, al que conocía de su época como corresponsal en la capital estadounidense.

Ambos habían merodeado bastantes veces por el legendario Briefing Room de la Casa Blanca, con lo cual desarrollaron cierta proximidad. Aquella diminuta habitación sin adornos, con la cortina azul y el escudo presidencial al fondo, era un premeditado aviso y una expresión de la lucha constante sostenida por la sede de gobierno, y residencia del presidente, con sus indeseados fisgones. No obstante, ningún otro carnet de prensa del mundo era tan codiciado como el de la White House Press Corps, el cuerpo de prensa de la Casa Blanca. Sus miembros trabajaban bajo el mismo techo que el hombre más poderoso del mundo, tenían su sede central en el mismísimo santuario. Y aunque en la Casa Blanca se hacía todo para transmitir a los periódicos elitistas la sensación de que no valían más que las chinches —un incordio que se resolvía con continuas humillaciones—, los cortesanos de los medios luchaban por sus privilegios como una jauría de dóbermans. Cuando Clinton quiso alojarlos en unas habitaciones más iluminadas y amables del edificio contiguo, se mostraron inflexibles. Nadie veía un problema en compartir una lata con otras sardinas en aceite, siempre y cuando ésta estuviera próxima al dormitorio del presidente.

Silberman había conseguido hablar en una ocasión durante diez minutos con Clinton; un espaldarazo deparado en rarísimas ocasiones incluso a colegas con muchos más años de servicio. Por eso ahora formaba parte de los corresponsales más importantes, y le había valido que el
Washington Post
le sacara una acreditación en la corte, es decir, una habitación en el Hyatt.

En ese momento no había en el hotel más importante de Colonia ningún otro ciudadano común. A cambio, el hotel estaba lleno de legiones de empleados del gobierno estadounidense, representantes de la CIA, toda una legión de agentes del Servicio Secreto con sus obligatorias gafas Ray Ban de color negro, agentes del FBI y decenas de aquilatados representantes de la CNN. En total, de las trescientas cinco habitaciones del hotel, doscientas estaban reservadas para la cohorte de Clinton, y las restantes cincuenta estaban previstas para lo más granado de la prensa. En dos días, un avión Tristar repleto de periodistas llegaría con el séquito del presidente y transformaría definitivamente el Hyatt en una segunda Casa Blanca. Sólo faltaba la bandera de las barras y las estrellas en el tejado.

La razón real por la que Wagner esperaba a Franz Maria Kuhn en el edificio mejor protegido de Colonia, sin saber si reír o llorar, no era Bill Clinton, sino Liam O'Connor.

El profesor y catedrático Liam O'Connor, para ser más precisos.

La mujer colocó la revista sobre la mesita de cristal situada a su lado y cruzó las piernas.

Kuhn apareció. Bajaba la escalera proveniente del bufé, manoseándose la corbata con la diestra mientras llevaba en la mano izquierda un sándwich mordisqueado; vio a Kika y caminó hacia ella con pasos amplios. Estaba flacucho y, como siempre, mal vestido.

—Tenemos que… —dijo en voz demasiado alta. Sonaba como si fuera él quien hubiese estado esperándola a ella, no al revés. Wagner detestaba a las personas que no controlaban el volumen de su voz en lugares públicos. Agarró su cartera y se puso de pie.

—Bonitas piernas —comentó Kuhn mientras masticaba.

Wagner se miró hacia abajo. La falda del traje de color gris oscuro se le subía un poco hacia arriba. Contra eso no se podía hacer nada, salvo tirar del dobladillo de vez en cuando.

«Estúpido», pensó la mujer.

No le importaba oír algún cumplido sobre sus piernas, pero no de Kuhn. Era un hombre brillante en su especialidad, pero como ser humano era una catástrofe. Cuanto más amable intentaba ser, peor era el resultado.

Los dos sacaron sus identificaciones de seguridad y se acercaron a la salida. Wagner les sonrió a los dos hombres altos que hacían guardia a ambos lados. La caída de sus trajes azul oscuro era perfecta, y las corbatas de discreto estampado tenían un nudo impecable. Desde el obligatorio pinganillo en el oído colgaba un delgado cable que les entraba por el cuello de la camisa, el micrófono estaba oculto en la manga y tenía el tamaño de un gemelo. Un diminuto bordado que mostraba una dorada estrella de sheriff sobre un fondo rojo los revelaba como agentes del Servicio Secreto, como
bullet
catchers
, como ellos mismos se llamaban con orgullo, «
atrapabalas
». «Hoy es el día en el que atacarán al presidente —recitaban cada mañana—. Y yo soy el único que puede impedirlo.» En ese instante se mostraban serenos. Primero tenía que llegar el presidente. Pero cuando eso sucediera era mejor no acercarse a ellos. Cualquiera que se acercara a unos cinco metros de Clinton, se arriesgaba a que le torcieran un brazo o a algo peor. En ese perímetro de cinco metros cualquier ataque potencial contra el jefe de Estado podía ser mortal. En esos casos, los «atrapabalas» no conocían la piedad.

Los agentes del Servicio Secreto devolvieron la sonrisa a Kika Wagner sin bajar la cabeza.

En tales momentos, Kika disfrutaba su estatura. Wagner medía un metro ochenta y siete sin los tacones altos que tanto le gustaban, ya que opinaba que un par de centímetros más no tenían ninguna importancia. Sabía que sus piernas tenían una longitud notable, pero que en conjunto era notablemente delgada, pálida y de rasgos angulosos. Con su nariz delgada y llena de pecas podía haber salido de un cuadro de Modigliani. Desgraciadamente, a sus formas restantes les faltaba la correspondiente exuberancia, como si el pintor italiano hubiera perdido las ganas a la hora de concluir el retrato y le hubiese pasado el pincel a Egon Schiele.

Después de atravesar durante la adolescencia esos pequeños infiernos que el destino depara a los niños demasiado grandes y enjutos, Kika había decidido emprender una fuga hacia adelante. Su cabello de color miel estaba cortado un poco por encima del talle, sus faldas solían ser cortas, los zapatos altos, y las blusas estaban surcadas preferiblemente por corbatas muy delgadas. En general, de ese modo, Wagner parecía mucho más alta de lo que era en realidad, una mujer a la que podía lanzársele un sombrero con la certeza de que quedaría colgado en alguna parte, tal y como había dicho en una ocasión Spencer Tracy refiriéndose a la joven Katherine Hepburn.

Los dos americanos echaron una ojeada a los documentos de identificación y al sándwich de Kuhn.

—No es dinamita, chicos —dijo Kuhn en tono jovial—. ¡Es jamón de la Selva Negra!
You
know
?

La sonrisa desapareció de los rostros de los dos hombres. Uno señaló hacia el arco de seguridad situado en la salida, donde policías de ambos sexos estaban listos para hacer un cacheo rutinario. Wagner asintió, mientras Kuhn hacía una mueca.

—¡Kika! —dijo como si todo fuera culpa de ella—. ¡Estamos saliendo, no entrando! ¿Tiene usted alguna idea de lo que esta gente quiere de nosotros?

—Pregúnteselo a ellos.

—¡Ya entiendo! Lo entiendo todo. ¡Cuando se entra está bien! Pero ¿al salir? ¡Venga ya, eso es tirar el dinero! Son sus impuestos, Kika. ¿Ha pensado usted en eso alguna vez? Usted y yo pagamos toda esta basura, ¿y qué obtenemos a cambio? ¡Endeudamiento público!

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