Usaron la escalera mecánica para bajar. O'Connor no había dicho una palabra más desde que salieran del reservado.
—¿Cómo fue el vuelo? —le preguntó por fin Kuhn al tiempo que se volvía, ya que Wagner y el catedrático estaban situados un escalón por encima de él mientras se deslizaban hacia abajo. O'Connor enarcó las cejas. Extendió su mano derecha en posición horizontal, abrió el pulgar y el dedo índice y comenzó a moverla de un lado a otro como si volara en curvas.
—Bssssssssss… —dijo.
—Ah —Kuhn asintió—. Hum.
—Dígame, doctor —preguntó Wagner con tono malicioso—. ¿Se divirtió usted realmente en Hamburgo? ¿Hizo vida nocturna y esas cosas?
Los ojos de Kuhn se abrieron de par en par.
—No creo que Liam tenga que darnos cuenta sobre eso, Kika —dijo, siseando—. Ese constante volar de un lado a otro es sumamente arduo, ¡quién se siente fresco después de algo así! Yo, por ejemplo, tengo fobia a volar. Me gusta beber algo cuando el pájaro despega. ¿Hay algún reparo que oponer a eso?
—¿Kika? —repitió O'Connor, como en un eco. Wagner sonrió.
—Es mi nombre de pila.
—Ella es… —empezó a decir Kuhn.
—¡¿Por qué se llama Kika, santo cielo?! —exclamó O'Connor con un mohín mortalmente serio—. En Alemania las mujeres se llaman Heidi o Gaby. Usted se llama Gaby. Recuérdelo.
—Camine —dijo Wagner—. Ahora.
O'Connor arrugó la frente. En el instante siguiente tropezó, mantuvo el equilibrio y se tambaleó al final de la escalera, entre la gente que poblaba la planta baja. Maldijo en gaélico. Kuhn se puso a su lado de un salto y lo tomó por el brazo. O'Connor adoptó una postura estirada, se deshizo del editor con un gruñido de enfado y se dio la vuelta hacia todos lados hasta que divisó a Wagner.
—Podía haberme dicho tranquilamente que llegaríamos a un cuadrante distinto —refunfuñó—. ¡Qué asco! Kirk en el puente de mando; debe usted teletransportar a esta mujer con un haz de luz hacia la próxima singularidad.
Wagner miró a Kuhn, que daba fe de su desamparo con los dedos abiertos y los hombros encogidos.
—Lo siento —dijo—. Eso allí fuera está lleno de
klingons
. No querrá enviarme en serio ahí.
—Claro que sí —respondió O'Connor y frunció los labios—. Pero primero vayamos al hotel.
—Con mucho gusto.
Se pusieron otra vez en movimiento. Wagner accionó las puertas de cristal de dos hojas que conducían afuera, hacia los taxis. Estaba planeado que Kuhn tomara con O'Connor una limusina e hiciera una breve excursión hasta el Neumarkt, a una de las grandes librerías, donde el autor tendría que firmar un centenar de ejemplares. Wagner deseó en ese momento que hubiesen respondido negativamente a la solicitud de la librería, pero ya no podía cambiarse. Ella iría con su Golf hasta el Maritim, el hotel donde habían alojado a O'Connor, inspeccionaría la habitación y aguardaría el transcurso del día. Eso podía significar visitar la catedral con O'Connor, como estaba planificado, y quizá incluso subir la torre, lo que no era especialmente original, pero sí indispensable para los visitantes extranjeros. Pero también podía significar tomarse la tarde libre. Subir a O'Connor a la catedral en el estado en que estaba era una cosa bastante improbable. Podían darse por satisfechos si conseguían llevarlo puntualmente a las 19.00 horas hasta el Instituto de Física de la Universidad de Colonia. Es cierto que el verdadero propósito de la gira de O'Connor era presentar su nuevo libro, pero el instituto había aprovechado la oportunidad para invitarlo a dar una conferencia. En cualquier caso, O'Connor había sido propuesto para el Premio Nobel por haber detenido la luz. Fuera lo que fuese lo que significara eso en cristiano.
Esperaba, por el bien del taxista que a O'Connor no se le ocurriera ordenar: «Hiperespacio.» En caso de que así fuera, Kuhn tendría que ver cómo se las arreglaba solo con él.
Mientras tanto, O'Connor le había hallado el gusto al vocabulario de la saga de
Star Trek
. Miró vago a su alrededor y a continuación señaló a un grupo de japoneses.
—
Vulcanianos
—dijo.
Wagner rió bajito y continuó andando. Él la sostuvo por el brazo. Eso era una cosa que ella odiaba. Su toque, sin embargo, no tenía nada de apremiante.
—Deténgase un momento, Kaki… Kika. Perdón, Gaby. —O'Connor bajó la voz y comenzó a hablar con un susurro de conspiración—. El aeropuerto ha sido tomado por inteligencias extraterrestres. Le propongo que pongamos pies en polvorosa.
—En efecto —Wagner miró a su alrededor—. Tenemos que informárselo a la flota estelar.
—Sin falta —exclamó O'Connor, radiante.
—Pero primero vayamos al hotel, ¿no le parece?
O'Connor parecía reflexionar.
—¿Por qué? —dijo, serenamente—. ¿No íbamos a tomar algo antes en alguna parte? Me gustaría tomar algo, Gaby. Mi garganta está seca como la cueva de un gusano. ¿Quiere que me muera de sed?
—En el hotel hay un montón de cosas para beber —dijo Kuhn—. Tomaremos algo en el hotel.
O'Connor se agarró la punta de la nariz y luego la soltó de nuevo.
—¿Quién ha dicho que nos vamos al hotel?
—Ella.
Aquella lapidaria respuesta pareció obrar un milagro.
O'Connor se puso en movimiento de nuevo sin decir palabra. Wagner pensó que se hallaba en medio de una procesión. Un paso hacia adelante, dos hacia atrás. Se preguntaba cuan borracho estaba realmente el físico. Algo le decía que la mitad era puro teatro. Por lo menos la mitad.
Kika sintió que su paciencia se agotaba y apuró el paso. Las puertas automáticas se abrieron.
—¡Paddy! —gritó O'Connor de repente.
Wagner se detuvo, tomó aire y se dio la vuelta. «Sonríe —pensó—. Sé amable. Piensa en tu responsabilidad; él debe creer que eres una auxiliar de prensa, no su perro guardián. Las mujeres de la prensa son comprensivas y amables, y pueden soportar cargas infinitas.»
Por la expresión en el rostro de Kuhn, ella notó que éste comenzaba a preocuparse seriamente. De repente sintió lástima de él. Más tarde nadie le preguntaría cuan difícil había sido la experiencia con O'Connor.
A ella, tampoco.
—Tenemos que… —dijo ella con voz dulce—. De verdad, doctor O'Connor. En la librería le esperan y…
O'Connor no escuchaba. Miraba fijamente en otra dirección y comenzó a alejarse de ellos, de vuelta a la escalera mecánica.
—¡Paddy Clohessy! ¡Patrick!
—No lo soporto —Kuhn frunció los labios—. Este maldito cabrón va a joderlo todo otra vez. —Su pierna derecha dio una sacudida. Luego, con pasos rígidos por la rabia, siguió al catedrático, que escapaba. Wagner lo siguió. Sabía lo que ocurría en el interior de Kuhn. Veía estropearse la cita en el Instituto de Física. Veía cernirse de nuevo sobre él el escándalo ya habitual. Tendría que telefonear sin parar y balbucear algunas disculpas. Lo lincharían, le arrancarían la piel y lo mutilarían; primero en Colonia y luego en Hamburgo.
—¡Doctor O'Connor!
O'Connor se había quedado parado. De repente parecía menos borracho que antes. Su dedo señaló en la dirección en la que estaban los ascensores.
—¿Podemos irnos ahora? —rogó Kuhn—. Perderá la cita para la firma de libros.
O'Connor lo miró.
—Ése era Paddy Clohessy —dijo.
—Sí, muy bien. No sé quién es. Sólo le digo para que piense…
—Desapareció en el ascensor. Es incomprensible. Tenemos que ir hacia arriba. ¿Adonde van todos esos ascensores desde aquí?
—Hacia arriba —suspiró Kuhn—. O hacia abajo. A donde usted quiera.
O'Connor asintió satisfecho.
—¡Hacia arriba!
Se plegaron a su destino y fueron con el ascensor hasta la primera planta. O'Connor deambuló un rato entre las mesas de información y regresó haciendo un gesto negativo con la cabeza.
—¿Qué hay abajo? —preguntó.
—Nada. La calle. —Kuhn apretó los dientes—. ¿Quiere ver la calle? Desde allí se llega directamente a los aparcamientos. En realidad es maravilloso.
O'Connor parecía indeciso.
—O viene usted con nosotros —dijo Wagner con absoluta serenidad—, o no le permito que me llame Gaby nunca más. ¿Qué prefiere?
Finalmente cedió. Llegaron a los taxis sin ningún otro incidente. Kuhn metió al físico en el asiento delantero de un BMW y subió él mismo al asiento de atrás. Wagner se inclinó sobre la ventanilla y se permitió echar una última mirada a los ojos de O'Connor.
Él le devolvió una mirada que parecía una invitación para que se presentara en su cuarto de baño desnuda.
La ventanilla automática bajó con un zumbido.
—¿Qué quiere decir «Kika»? —le preguntó.
—Kirsten Katharina. No me gustaba ni un nombre ni el otro. Y a mis padres por lo visto tampoco. Me llamo Kika desde que tengo uso de razón.
O'Connor intentó algo parecido a una reverencia. Sentado y con el cinturón de seguridad puesto, el gesto fue bastante cómico.
—Kika —dijo—. ¡Ki-Ka!
—Hasta luego. —En el momento de despedirse, ella dio unos golpecitos en la puerta y esperó a que el coche se marchara.
Kuhn ni siquiera había mentido cuando le dijo que O'Connor era el hombre más simpático del mundo.
Sólo había olvidado mencionar en qué medida lo era.
La mujer que pasó el control de pasaportes del aeropuerto de Colonia-Bonn a primera hora de la tarde se parecía tan poco a la empresaria Laura Firidolfi como la persona con la que Mirko se había reunido en Triora. El funcionario lanzó una mirada furtiva a sus documentos y asintió con la mirada ya puesta en el siguiente recién llegado. El avión procedente de Turín no estaba lleno. El viaje tuvo lugar sin contratiempos y sin ningún incidente digno de mención, salvo por el hecho de que una de las mujeres más peligrosas del mundo estaba pisando el suelo de Colonia. Si el funcionario hubiera tenido la cortesía de los británicos, hubiera dejado escapar posiblemente una sonrisa y algún que otro «Gracias,
signora
Baldi», pero era Alemania.
Jana se acomodó las gafas de sol sobre la nariz y contempló el cristal de un escaparate mientras se acercaba con los demás pasajeros a la cinta transportadora de equipajes. La mujer que allí llegaba tenía el pelo canoso y peinado hacia atrás, llevaba un abrigo un tanto pasado de moda y unos guantes de lana. La cartera era de piel y sin duda no había sido barata, pero ahora ya estaba tan gastada como su dueña. En unos pocos minutos estaría arrastrando su maleta detrás de sí sin encontrar un hombre atento que la ayudara con ese peso. Por su aspecto, aquella mujer de paso artrítico, encanecida prematuramente, pertenecía a esa categoría de personas que no se distinguen por nada, ni por su aspecto agradable o desagradable, uno de esos seres que descartamos antes de haberlos percibido.
Aguardaba su equipaje y miraba con ojos inertes la publicidad situada encima de las cintas. En la actualidad, algunos constructores bastante ingeniosos habían conseguido utilizar las cintas de plástico para colocar pantallas que resistían el peso de las maletas y los bolsos. Las maletas no llegaban sobre una superficie de neutral color negro, sino sobre detergentes, revistas de televisión, felices amas de casa, aguas minerales o comidas para perros.
Su pesada maleta entró en su campo visual. Jana hizo que la mujer canosa extendiera su diestra y la agarrara. Luego la arrastró, tomó un taxi y pidió que la llevaran hasta la pequeña y económica pensión situada detrás de la estación de ferrocarriles, donde había reservado una habitación para la noche siguiente. Al pasar, le prestó tan poca atención a la vista del Rin como a las torres iluminadas de la catedral y de la iglesia de San Martín. El taxista quiso saber si era la primera vez que estaba en Colonia. Ella respondió con un alemán entrecortado que venía a visitar a unos familiares. Después de eso, el taxista no hizo más preguntas, ya que una cuarentona marchitada que chapurreaba el idioma y que viene a visitar a unos parientes en Colonia no sabe nada de fútbol ni de la política local, con lo cual no tiene nada curioso que contarle a un taxista.
La pensión resultó sencilla pero cómoda. El dueño se brindó para llevarle la maleta hasta la pequeña habitación situada en la segunda planta, ella lo dejó hacer, cogió una moneda de dos marcos y se la puso en la mano. Sin que ella se lo preguntara, el hombre le comunicó que el desayuno duraba hasta las 9.30. Ella asintió, sonrió agradecida y esperó hasta que los pasos del dueño se hubieron apagado en la escalera.
Entonces, durante un rato, se quedó mirando fijamente a través de la ventana, haciendo planes.
Hacia las ocho salió del hotel, no sin antes dejarse recomendar algún restaurante italiano no demasiado caro que estuviera situado en las proximidades de la catedral. Allí comió
periné all'arrabiata
y bebió dos copas de vino tinto.
A continuación, bajó hasta el Rin a través de los quioscos ya cerrados del mercado navideño situado en la explanada de la catedral. Durante un rato dejó vagar su mirada siguiendo con la vista el trayecto de los últimos barcos, tomó algunas notas en su mente y barajó algunas ideas. En Päffgen, la tradicional cervecería de la ciudad vieja, probó la cerveza típica de la región, la
kölsch,
cuyo sabor le pareció agradable, y poco después de las diez emprendió el camino de regreso a la pensión, donde subió a su habitación, apagó la luz y se quedó dormida de inmediato.
Tomó el desayuno a las nueve, pagó la factura y solicitó que le guardaran la maleta una hora. Luego preguntó dónde estaba el centro comercial más cercano. El dueño de la pensión intentó charlar con ella, y al ver que la señora canosa era incapaz de entablar una conversación debido a sus escasos conocimientos de alemán, le indicó el camino hacia los almacenes. Jana dio las gracias, se dejó arrastrar por la corriente de transeúntes que caminaba por la Hohe StraBe y entró en la tienda pocos minutos después. Tras orientarse brevemente, encontró el departamento que buscaba y adquirió una elegante maleta de la marca MCM y un bolso a juego. Pagó en efectivo, metió el bolso de mano en la maleta y la arrastró consigo hasta la estación, donde la metió en una taquilla de la consigna y regresó a la pensión para recoger sus cosas. Allí le llamaron un taxi que la llevó de nuevo a la estación central, donde recogió su nueva maleta en la consigna y desapareció en los lavabos con las dos piezas de equipaje.
Allí buscó un lavabo; tras una rápida ojeada, le pareció que el reducido espacio era el apropiado y cerró la puerta a sus espaldas.