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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

En Silencio (15 page)

BOOK: En Silencio
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Wagner cerró el Golf con la esperanza de que nadie se lo vendiera en ese tiempo, miró a ambos lados y cruzó la calle. Menos de cien metros más allá, detrás de un paso de ferrocarril, comenzaba el barrio de las tabernas estudiantiles. Actualmente, después de varios años en los que uno no podía pasar por ninguna de esas calles sin tropezarse con algún camello que no ocultaba cuál era su mercancía, ahora podía transitarse por allí con cierta seguridad. Algunos de los peores locales habían cerrado o habían cambiado de dueño. El robo de coches y bicicletas había disminuido un poco. Lo único que seguía siendo criminal, según la afirmación de algunos estudiantes que conocía Wagner, era el menú del comedor universitario… y hasta eso había mejorado considerablemente al parecer.

Kika rodeó el edificio por los senderos adoquinados hasta que unos árboles le cerraron el paso y tuvo que recorrer todo el trecho de vuelta. La entrada estaba oculta en el extremo opuesto. Antes de emigrar al Alster, Wagner había estudiado en Colonia Filología Germánica, Ciencias Políticas y Filología Inglesa, pero jamás había pisado el Instituto de Física.

A paso de marcha, subió los pocos escalones hasta las puertas de cristal que conducían hacia el interior y cruzó el oscuro vestíbulo. Había centros de erudición peores y mucho más lamentables. Por lo menos allí había algunas fotos con radiotelescopios e imágenes espectrográficas de la superficie terrestre adornando las paredes. Después de que Wagner casi hubo atravesado toda la nave, leyó a su derecha, sobre una gran superficie de cristal, el cartel «1. Instituto de Física». Detrás estaba el territorio reservado a los que entendían lo que puede revelarnos el espacio sideral. En el edificio contiguo comenzaba el instituto propiamente dicho. Cuando uno no estaba registrado, no podía entrar así como así. También la ciencia se protegía de intrusos.

En una de las paredes colgaba un teléfono. Kika marcó un número y esperó. Una voz salió al aparato.

—Kika Wagner —dijo—. Soy la avanzada de…

—Ya lo sé —respondió la voz—. Espere un momento, le recogeré.

Kika colgó y echó la cabeza hacia atrás. Sobre ella había una foto del monte Zugspitze. Empotrado en aquella compacta masa rocosa, la no menos compacta cúpula de un observatorio aguardaba para extraer al universo sus secretos.

Wagner se imaginó pasando allí una noche clara y tachonada de estrellas. Con demasiada frecuencia la gente olvidaba que muchos científicos eran en el fondo unos románticos. Se imaginó que allí arriba uno tendría que sentirse pequeño de un modo inenarrable, como si estuviera bajo un microscopio, y tal vez fuera así en realidad. Tal vez los hombres, con todos sus aparatos, por mucho que hubiesen penetrado en el mundo de lo diminuto, también eran medidos por civilizaciones inteligentes, como en pequeñas probetas de cristal, depositadas en inimaginables laboratorios de un instituto inimaginable de dimensiones metacósmicas que hacía surgir y desaparecer universos.

La puerta de acceso al pasillo contiguo se abrió y un hombre bajito de poblada barba y abundante cabello se acercó a Kika.

—¿Doctor Schieder? —preguntó ella.

—Me alegra que haya venido —El hombre le estrechó la mano—. Venga, iremos a mi despacho. ¿Ha traído a O'Connor?

—Todavía no —dijo Wagner—. Pero lo tenemos… sí, bueno, lo recibimos bastante sano y salvo. Debe de estar aquí en media hora y vendrá acompañado de Franz Maria Kuhn.

—Es el editor responsable de su obra, ¿no es así?

—Sí, correcto.

Pasaron junto a varias puertas cerradas y paredes desnudas, hasta que Schieder la condujo a una habitación que parecía una mezcla de cuarto de estudiantes, archivo y laboratorio, después del impacto de una bomba de neutrones. Las mesas —y todo lo que se le pareciera— estaban cubiertas con montañas de ficheros, carpetas, revistas y toda clase de papeles. Con cierta expresión de desamparo, Wagner miró a su alrededor en busca de un sitio donde sentarse. Schieder notó su mirada desesperada y sacó como por arte de magia, detrás de una pirámide de cintas de vídeo, una silla de fórmica.

—Siéntese. Hemos preparado la gran sala de conferencias. Me gustaría ofrecerle algo de beber, pero nuestra máquina de café dio ayer el último suspiro, y nadie sabe cómo se la puede poner en marcha de nuevo. En cambio, somos capaces de observar los átomos.

—¿En qué está trabajando ahora? —quiso saber Wagner—. Si se lo puedo preguntar.

—Claro que puede, no es ningún secreto. Trabajamos en todo lo posible. Recibimos encargos de la industria, y de ese modo podemos mantenernos a flote con cierta comodidad. En la actualidad mejoramos los sistemas para el procesamiento de materiales como el silicio. Y la radioastronomía es nuestro segundo gran campo.

—He visto el observatorio en la cima del Zugspitze.

—¿Ha estado allí? —preguntó el doctor Schieder, sorprendido.

—Lo vi en la foto ahí fuera.

—Ah, claro. Es una cosa impresionante, ¿no le parece? Un antiguo hotel. Allí arriba no tenemos contaminación atmosférica. Recibimos casi sin filtros de ningún tipo todo lo que nos envía el espacio.

—¿Y eso lo financia la industria?

—En parte. Algún dinero nos llega del Estado. No es bueno depender únicamente de las empresas, cuando eso sucede la investigación cae en un nocivo estado de rutina. Cuando la industria prevé determinadas problemáticas, no exige verdaderas innovaciones, sino mejoras competitivas de los sistemas existentes. La investigación cuesta tiempo, y el tiempo cuesta dinero. —El doctor rió—. Algunos de los logros más grandes de la humanidad se inventaron por descuido. Ésa es la dificultad con lo nuevo, con el verdadero progreso. Si en algún momento tiene que empezar a investigar, es mejor que empiece donde intervenga su sano juicio. Al final tropezará usted con algo totalmente nuevo, y eso quizás hará avanzar a la humanidad un tramo bastante grande, pero cuéntele eso a un inversor. Mientras conservemos cierta libertad de movimiento, la investigación auténtica tendrá una oportunidad, de lo contrario resultará difícil explicar el mundo. —Hizo una pausa—. Pero no quiero aburrirla. ¿Pasamos al otro lado? Quizá tenga usted todavía algunas propuestas para mejorar las condiciones del salón.

—¿Qué tipo de científico es O'Connor? —preguntó Wagner, mientras recorrían de nuevo otros pasillos y se acercaban a las salas de conferencia.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Schieder, molesto.

—Pues bien. Creo que trabaja en algo que no parece prometer ningún provecho económico inmediato.

—Claro que sí. Se trata de la transmisión de datos. Y está claro que la economía se interesa por todo lo que tenga que ver con la comunicación. Pensé que usted conocía a O'Connor, ya que le había encargado un libro.

—No realmente. —Kika guardó silencio, cohibida—. Para ser sincera, nosotros llevamos a la gente los libros de O'Connor. No me he planteado si puede o no investigar por su propia cuenta.

—No se preocupe por eso. —Ya habían llegado a la sala de conferencias. Algunos estudiantes estaban ocupados en comprobar el altavoz. Schieder le dio a entender a Wagner que lo siguiera. Bajaron las escaleras hasta el estrado del orador, con el gran encerado detrás—. Casi nadie piensa en eso. Ése es exactamente nuestro problema, y probablemente también el de O'Connor. La investigación por cuenta propia tiene muy mala fama en la opinión pública. Si le preguntara a la gente de la calle si debemos desarrollar un nuevo tipo de televisor ultraplano o intentar conducir los rayos de luz por acoplamiento modular, de modo que se impulsen hacia arriba en impulsos de femtosegundos, la respuesta sería clara. Pero la femtotecnología le proporcionaría en el futuro una mejor transmisión, seguimiento y conducción de procesos ultrarrápidos sobre una base atómica y molecular, y eso redunda en beneficio del progreso en las telecomunicaciones. O tomemos el ejemplo de la tecnología de materiales. Si podemos procesar determinados materiales sobre la base de la nanotecnología, estaríamos en condiciones de construir estructuras micromecánicas que limpien las arterias y eviten los infartos cardíacos. Serían como submarinos en el flujo sanguíneo.

—Muy bonito, pero la mayoría de la gente sabe lo que es un televisor. ¿Qué es en realidad la femtotecnología?

Los femtosegundos son la milmillonésima parte de una millonésima de segundo —dijo Schieder, sin adoptar un tono aleccionador. A Wagner le caía bien. Le parecía un hombre con los pies en el suelo.

—A eso me refiero —dijo la mujer—. Ningún mortal común y corriente sabe eso, ¿cómo puede entonces valorar si vale la pena investigarlo?

Schieder la miró.

—Lo ha captado usted. La mayoría lo desconoce, pero todos hablan de ello. Muchas personas que debaten sobre si es conveniente la energía nuclear no saben cómo funciona un reactor. Si alguien inventa la penicilina por causalidad, todos aplauden, pero mientras alguien intenta inventarla, los demás prefieren tener un televisor extraplano. Bueno, ya hemos llegado —dijo el profesor señalando al estrado—. Pensé que lo mejor sería dejar que el doctor O'Connor nos cuente algunas cosas. Aquí todos conocen sus trabajos, pero es diferente cuando él mismo nos lo explica. Luego los estudiantes han preparado algunas preguntas, pero en primer lugar la prensa tomará la palabra. ¿Qué opina?

—Déle prioridad a sus estudiantes. Todo lo que pregunte la prensa en el preámbulo, serán preguntas que no le harán los estudiantes.

—Tal vez todo salga bien. —Schieder se acercó al estrado, examinó con ojo crítico la superficie y sopló el polvo depositado encima—. ¿Es el doctor O'Connor un hombre con buen humor?

Wagner se preguntó cuánto sabría el doctor Schieder sobre O'Connor.

—Está algo agotado —dijo Kika.

—¿Agotado?

—Viene de Hamburgo, y parece que la noche anterior se le hizo tarde. Hum. Entre nosotros, para serle sincera…

Schieder enarcó las cejas, que se perdían bajo una masa de cabellos.

—¿Sí? —preguntó.

—Está borracho —soltó Wagner.

«Idiota —se reprendió a sí misma—. Qué diplomática que eres.»

—No es algo realmente dramático —añadió rápidamente—. Más bien creo que en Hamburgo se montaron algunas juergas a lo grande. La editorial invitó, y al día siguiente uno no suele estar muy fresco que digamos; además… Kika se cortó. Schieder le sonrió con sorna.

—La fama de O'Connor lo precede —dijo el profesor—. No tiene por qué rendirme cuentas sobre la manera en que pasa el día el doctor O'Connor. ¿Cree que soportará nuestro pequeño acto?

—Creo que sí. Sólo que no se como…

—No lo subestime. No lo conozco personalmente, pero después de lo que he escuchado, O'Connor es un maldito simulador. Si realmente está borracho, no tenemos nada que temer. —El doctor Schieder se acarició la barba y rió para sus adentros—. Si sólo lo está fingiendo, la cosa puede volverse peligrosa.

—Sí —dijo Wagner, mientras sentía que se acercaba el Apocalipsis—. Era eso justamente lo que me temía.

—¡Doctor O'Connor!

—A su servicio.

La estudiante tenía el rostro radiante y estaba manejando sus apuntes.

—Nos gustaría preguntarle algunas cosas. Cuidado, es algo personal. ¿Lo acepta?

—Será un honor para mí —dijo O'Connor con voz aflautada, pero en la comisura izquierda de su boca se vaticinaba ya el desastre. Nadie se dio cuenta salvo Wagner y Kuhn, y quizá también el doctor Schieder. Este último, sin embargo, con los brazos delante del pecho, puso de manifiesto una notable serenidad.

En realidad había que admitir que O'Connor, hasta ese momento, les había sorprendido positivamente. El hombre que entró al auditorio, puntualmente, a las siete, se veía en perfectas condiciones de dictar su conferencia. Kuhn parecía a su lado como un fantasma. A Wagner le pareció que estaba mucho más pálido desde que se habían separado en el hotel Maritim. Al entrar, se encogió de hombros, como diciendo que «la vida de todos nosotros está en manos de Dios». O'Connor, por el contrario, se veía deslumbrante. Se había cambiado el traje y traía consigo una sonrisa bondadosa; por lo visto, había aprovechado el tiempo en el hotel para someterse a una regeneración relámpago. Después de que su mirada hubiera acariciado a cada una de las personas allí reunidas, todos se derritieron ante él. Nadie parecía haber contado con encontrarse al hombre probablemente más atractivo de Irlanda. Hubiese podido ponerse a vociferar canciones de marineros y la gente lo hubiera sacado en brazos.

Su exposición del método para detener la luz fue objetiva y profunda:

—Un fotón necesita un segundo para recorrer trescientos mil kilómetros, eso ya lo saben ustedes. Ése es un valor fijo. Claro que nos alegra ese ritmo vertiginoso, ya que, de esa forma, los impulsos lumínicos pueden transmitir cantidades enormes de información a velocidades fantásticas. Sólo las amas de casa dublinesas están en condiciones de difundir rumores con mayor rapidez. —Risitas—. Pero el asunto tiene un inconveniente. La luz no puede ir más rápido, pero tampoco puede ir más lenta. Los informáticos sueñan con ordenadores ópticos en los que la información lumínica sea transmitida sin desvíos a través de circuitos electrónicos, pero los rayos de luz son fugaces. No es posible atraparlos tan fácilmente para ordenarlos y calcularlos. Eso es en gran medida engorroso, por lo tanto hemos intentado someter la luz a nuestra voluntad…

Todo siguió fluyendo de ese modo, con algún que otro chiste inofensivo intercalado y una conversación erudita. A fin de cuentas, todos sabían lo que O'Connor les contaría. Para sorpresa de Wagner, el conferenciante no perdió el oremus en ningún momento y se destacó por su clara articulación. Por lo visto, había eliminado todo el alcohol con unas pocas horas de sueño, si es que había dormido en realidad. Estaba sentado a horcajadas sobre el borde de la mesa del conferenciante y gesticulaba con las manos como si dirigiera una orquesta invisible.

Wagner intentó seguir la conferencia. Al final había comprendido que O'Connor, efectivamente, había conseguido detener la luz por una diminuta fracción de segundo y almacenarla; lo que para los parámetros de la luz era una eternidad. De no haber sido detenida, el impulso de luz hubiera recorrido en ese tiempo diez kilómetros. Kika se preguntaba para qué servía eso. Schieder hubiese respondido probablemente que servía para inventar los televisores ultraplanos o la penicilina, mientras ella pensaba si para realizar su trabajo como periodista era imprescindible entender las aseveraciones de sus autores en sus más mínimos detalles, y al final se decidió por un rotundo «no».

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