—Es lo que usted quería.
—Eso parece. —El anciano vaciló un momento—. Dios mío, nunca terminamos de aprender. Siempre pensé que vivíamos en tiempos en los que un hombre se sitúa con un fusil sobre un tejado, y que la cuestión consistía únicamente en encontrar el tejado adecuado.
Mirko sonrió.
—Eso es romanticismo de guerrilleros, y usted lo sabe. Un hombre y su arma. ¿Está seguro de estar pronunciando su discurso ante la persona correcta?
El anciano rió y golpeó a Mirko en el hombro.
—¡Ah, Mirko! Maldita sea, ya sé que las cosas no funcionan así. Pero, por otra parte, no podrá negarme que la idea de su amiga requiere que uno se acostumbre a ella.
—Son las ideas de una mujer —dijo Mirko, imperturbable— Los hombres piensan siempre de inmediato en los cánones. Pero las mujeres tienen una fantasía mucho mayor. ¿Sabía usted que existen tomos y tomos de tratados sobre el significado fálico de las armas de fuego y los fusiles? ¿Por qué cree que a los hombres les gusta tanto disparar?
—¡Porque tienen un pene, Mirko! —rió el anciano. Parecía divertirse muchísimo—. Porque saben cómo se dispara. A Dios le gusta ver a un hombre con un arma en la mano.
—¿Ah sí? Pues yo pensaba que le gustaba más ver cómo ese tubo omnipotente dispensa la vida.
—A veces también dispensa la muerte. ¿Qué pasa? ¿Se ha tragado usted un catecismo?
—De ningún modo —dijo Mirko con tono burlón—. Sólo me preguntaba cómo puede usted cantar al mismo tiempo ese himno de alabanza al pene y al fusil. Entonces me vino a la mente Sigmund Freud, que dijo que en cierto sentido se trata de lo mismo. Según mi experiencia, se recurre más al fusil cuantas más dificultades hay con el pene.
—¿Freud?
—Sí.
El anciano había dejado de reír.
—Chachara de psicólogos —exclamó de mala gana—. Un hombre debe de estar en condiciones de defenderse. Conozco a muchos hombres hechos y derechos que han procreado hijos y han sabido disparar en el momento oportuno.
—Puede ser. Pero yo conozco a otros. A fin de cuentas, todo eso no tiene más que un interés académico.
—No lo sé. —El anciano miró a Mirko con gesto receloso—. ¿Con qué tubo dispara usted?
Mirko rió.
—Con el que sea el adecuado en cada caso. Hasta ahora no me he equivocado nunca.
—¡Escúcheme! ¡No quiero prédicas moralistas!
—No se preocupe. Si los generales practicaran más el sexo, habría menos guerras. Y eso sería perjudicial para mí. A mí me conviene que las cosas sigan como están.
—Ofende usted a las personas que morirían y han muerto por esta tierra. No quisiéramos tener que luchar. A cualquiera de nosotros nos gustaría más ser espectadores que disparar. Todos preferiríamos dejar las armas en casa. Y todos preferiríamos también no tener que utilizar los servicios de hombres como usted.
—Lo ha dicho usted muy bien. Lo tomo como una forma un tanto grosera de devolverme la pelota.
—¿A usted le gusta matar? Dígame, Mirko, ¿es usted un patriota o simplemente un auxiliar de verdugo?
—Soy un hombre de negocios.
—Eso ya me lo dijo en nuestro primer encuentro.
—En ese caso, no me lo pregunte por segunda vez. Jana y yo realizaremos un encargo. Nada más alejado de mis propósitos que ofenderle a usted o a sus ideales, pero, ¿acaso no prefiere usted que yo, para cumplir mi parte, no posea ninguno?
El anciano aguzó la vista. Luego se distendió de nuevo.
—Bien dicho, Drakovic. Sí, lo prefiero así.
Siempre que deseaba hacerle sentir a Mirko cuál era su verdadera posición, lo llamaba por su nombre real. Eso también divertía a Mirko, pero le parecía que ya había chinchado al anciano lo suficiente por ese día. Era un juego en el que lo que importaba era no perderse el respeto mutuo. Mirko sabía que el anciano lo valoraba precisamente porque era de las pocas personas que no le decía lo que quería oír. Además, Mirko era insustituible.
«Todavía», pensó. Ir demasiado lejos significaba perder la simpatía del anciano, lo cual, sin duda, sería mortal.
—Pues muy bien —continuó el viejo—. Le explicaré algo de inmediato. Usted conocerá todo el trasfondo de nuestro pequeño propósito y los efectos que tendrá para su misión. El Caballo de Troya está abierto para usted. Seguramente estará usted entusiasmado por el complejo juego de nuestras ideas; siempre y cuando las suyas sean capaces de seguir a las nuestras.
Mirko hizo un cortés gesto de asentimiento.
—El Caballo de Troya fue la idea más sabia que Príamo tuvo jamás —dijo.
No hubo réplica. No le corrigió diciéndole que el Caballo de Troya fue idea de Ulises y en ningún modo de Príamo.
«Pero ya basta», pensó satisfecho.
—¿Puede conseguir un YAG?
El anciano asintió.
—Sí, eso no tiene por qué constituir un problema. Si le he entendido bien, con el YAG todo se podría hacer, ¿no es cierto?
—De los detalles nos ocuparemos nosotros.
—Muy bien. Veré lo que se puede hacer. Tenemos que discutir una enorme cantidad de detalles. En la iglesia está puesta la mesa para una comida. No debe usted vivir como un perro, Mirko.
Mirko no respondió nada. El anciano miró hacia las montañas. Sobre las almenas se cernía un cielo de color gris oscuro.
—Va a llover otra vez —dijo—. Regresemos.
En silencio, volvieron sobre sus pasos. Los hombres encargados de la seguridad se apartaron a un lado hasta que ambos hubieron pasado; luego se unieron a ellos.
—Por cierto, ¿cómo pretenden introducir ese artefacto en Alemania? —preguntó el anciano—. ¿No llama un poco la atención? Es cierto que no es una arma propiamente dicha, pero de cualquier modo… Los rastros se pueden seguir.
Mirko sonrió.
—Han llegado otras cosas provenientes de Rusia y no han llamado la atención a nadie.
El anciano abrió los ojos de par en par. Por un momento la confusión se reflejó en ellos. Abrió la boca.
Entonces comenzó a reír por lo bajo.
—Es usted un perro muy astuto, Mirko. —La risita del anciano fue aumentando de tono hasta convertirse en la risotada que Mirko conocía—. Eso hay que dejárselo a usted. ¡Es usted realmente un perro muy astuto!
El viejo le golpeó una y otra vez los hombros; su risa era cada vez más ruidosa. Luego se adelantó con pasos rápidos hasta el monasterio.
—Disfruto la conversación con usted, Drakovic. Me abre el apetito.
Mirko bajó la cabeza. Esta vez era su turno.
—No sé cómo cocinan —dijo Kuhn—. A mí me sabe demasiado caro todo lo que no se sirva con ketchup o patatas fritas.
—Pero no se trata de usted —dijo Wagner, disgustada.
Kuhn hizo un gesto despreciativo con la mano.
—Vamos, Kika, el Maritim tiene buena fama. No me mire de ese modo. ¡Es así! Lo que se come usted es la fama. No crea una pizca de todo ese rollo de cocineros con gorro y estrellas, todos los de las guías están comprados o no tienen la cabeza muy bien amueblada. La carne es blanda o dura, y fuera de eso no hay nada más.
—¡Propuse Le Moissonnier porque precisamente tiene algo más!
—Sí, y ese otro, el Lárchenhof de mañana, nos va a costar un montón de dinero. Y por ello te vierten el vino de una jarra a la otra, te sirven un pedacito de grasiento hígado de oca, unas apestosas huevas de pescado, mocos con buen gusto y todas esas tonterías…
—¿Mocos con qué?
—¡Las ostras! Kika, santo cielo, no me mire así. No venga ahora a decirme que le gustan esas cosas viscosas.
—A usted parecen gustarle.
—¿Qué? —Kuhn parpadeó, confuso—. Si acabo de decir que…
—Ya, pero parece que algo ha estado reptando por encima de su corbata. —Wagner sacó un pañuelo de papel de su bolso de mano y lo humedeció con la lengua—. Venga ya, eso es horrible. ¿No tiene usted un espejo en su habitación?
—Usted… —se dio la vuelta y comenzó a gesticular con las manos, mientras ella lo atraía hacia sí tirándole de la corbata y comenzaba a frotarla con el pañuelo—. ¡Eh! Es indigno. No soy un perro al que haya que tirar de la cuerda… ¡Ay! Pero ¿qué quiere? ¿Estrangularme? Su generación le da demasiado valor al aspecto exterior; se lo digo honestamente, Kika. En el fondo no deberíamos usar corbata cuando no queremos usarla. Maldita presión social. Todo no es más que arrogancia occidental. Sabía usted que los políticos de la India…
—Es cierto, no debería usarla. El único problema es que sin ella su aspecto tampoco sería mejor. Por favor…
Kuhn gruñó y le hizo un gesto de rechazo, y a continuación metió la corbata entre las solapas de su chaqueta. Wagner se preguntó cómo hacía para estar siempre tan desaliñado. El editor no era tan alternativo como uno creía de antemano a juzgar por su comportamiento. No usaba ropa barata. Pero llevaba prendas caras de tal modo que parecían salidas de un depósito de ropa usada. A todo ello se añadía una insuperable combinación de colores. Al lado de O'Connor, Kuhn parecía una trágica equivocación. Tampoco tendría mejor aspecto la noche siguiente, en el restaurante del Maritim, velada que había que agradecer a Kuhn.
Había sido la única reserva que ella había dejado a su cargo. Y la había echado a perder. Wagner no tenía nada en contra del hotel Maritim, pero sí tenía ciertos reparos con los restaurantes de los hoteles, pues en la mayoría de los casos ofrecían un menú mediocre. Y lo mediocre era lo último que ella pensaba ofrecerle a O'Connor. Kuhn había puesto en la balanza la bella vista que había hacia el Rin. Finalmente, Wagner cedió y no insistió más en cambiar la reserva. Decidió que, así, Kuhn le debía una, y estaba resuelta a su pago cuando llegara el momento.
—Le gustará —dijo el editor en tono paternal—. A fin de cuentas yo también sé lo que es apropiado.
—Hum.
—Grandes raciones, Kika. ¡Para que engorde usted un poco! Eh, se me acaba de ocurrir: ¿sabe usted por qué tantas actrices son anoréxicas?
—No —dijo Wagner, emitiendo un suspiro.
—Es muy sencillo. ¡El cascabeleo de sus huesos llama la atención, lo cual forma parte de su oficio! Jajá. ¿A que es bueno? ¿Cuánto pesa usted?
—Yo sí que se la voy a armar gorda a usted.
—Perdone, yo sólo quería…
—A usted no le importa cuánto peso. ¿Me oye?
—Con su estatura…
—¡Eso ni siquiera le importa a mi báscula! Kuhn se encogió de hombros y examinó a hurtadillas el vestíbulo del hotel. Poco a poco se iba acercando la hora de que llegaran los invitados. La mesa estaba reservada para las nueve y cuarto. O'Connor estaba en su habitación cambiándose nuevamente de ropa. Durante el viaje de regreso con Kuhn se había mostrado momentáneamente manso como un cordero y había echado varias cabezaditas. Había salido del Instituto de Física hacía tres cuartos de hora, y Wagner había comprobado, llena de asombro, que allí nadie se había mostrado en ningún modo ofendido por la arrogancia de O'Connor.
—Claro que está medio loco —había dicho Schieder a modo de disculpa al despedirse, mientras se quedaba un trecho rezagado de los demás—. Pero aquí nadie esperaba otra cosa. ¡Quiero decir que es un hombre brillante! Piense cuántas personas bien educadas y equilibradas pueden decir lo mismo de sí mismas. Ese hombre es un artista. Los mejores físicos independientes son artistas.
—Eso quizá forma parte de su misterio, ¿no es cierto?
—Lo es. Por eso nos cuesta tanto trabajo encontrar a conferenciantes atractivos. Buenas noches. Su protegido estuvo estupendo.
Era cierto lo que Schieder decía. O'Connor era un artista. Pero ¿por eso tenía que comportarse como un salvaje?
—… también entiendo que a un autor que escribe títulos tan de primera no se le pueda llevar a un quiosco de salchichas —dijo Kuhn en ese momento—. Pero éste es un buen restaurante de prestigio. Y usted, en cambio, siempre hace como si yo… ¡Oh, ya vienen!
Por el vestíbulo venían tres hombres y dos mujeres. Entre ellos estaba el librero, una persona de aspecto jovial y sano. Pero era algo más, por supuesto. Su familia era dueña de las dos grandes librerías de la ciudad. Wagner sabía que en Colonia se estaba produciendo una lucha de gigantes. La cuestión era a qué librería se le daba prioridad, y para ello era necesario cierto tacto. El mercado local estaba dominado por Gonski, la sucursal del grupo Bouvier, y por los Mayer. Ambos contrincantes se repartían la plaza del Neumarkt, en el corazón del casco histórico, donde los dos alzaban sus reales a menos de cincuenta pasos uno del otro. Kuhn había sopesado hacía poco la idea de invitar también al representante de la parte rival, pero O'Connor no iba a dar ninguna charla allí, por lo cual eso habría desentonado un poco. Una situación engorrosa menos, pensó Wagner aliviada.
El segundo hombre, alto y de pelo canoso, prefirió presentarse como un experto en arte antes de confesar que era el gerente de la Cámara de Industria y de Comercio y debía su presencia a la intervención del tercer huésped masculino, que había conseguido para O'Connor el favor especial de poder jugar al golf en el club de Pulheim. Ocupaba una posición nada despreciable en la Caja de Ahorros de Colonia, lo que le dejaba cierto tiempo para conocer a gente importante.
Una de las mujeres era la concejala de Cultura del ayuntamiento de Colonia. Tenía una presencia impresionante que llenaba el recinto y estaba vestida con unas túnicas ondeantes. La otra actuaba desde hacía años en una serie infinita de la televisión pública, y siempre aparecía cuando cierta gente importante conocía a otra gente también importante. Era madura y regordeta, y tenía cierta mala fama debido a su interés por los hombres más jóvenes.
Wagner se estiró. Los saludos habituales y prolongados apretones de manos. Kuhn llamó a la actriz por el nombre del librero. Wagner empezó a hablar atropelladamente para tapar el enredo y echó una ojeada al reloj.
Las nueve y veinte.
Como si sus pensamientos hubieran sido heraldos, en ese preciso instante O'Connor apareció tras las puertas de cristal del ascensor.
Tenía un aspecto deslumbrante. Traje, camisa y corbata estaban combinados de un modo perfecto. Los cabellos plateados le caían como si los hubiera trazado con un pincel. Si en ese momento alguien le hubiese dicho que se acercaba un borracho empedernido, se hubiese reído a carcajadas.
—¿Esperan a alguien? —preguntó O'Connor de buen humor y se unió al grupo—. ¿O les espero yo a ustedes?
Frases joviales de bienvenida. Kuhn asumió las presentaciones de cada uno de los invitados. O'Connor se comportó como un buen chico y tuvo unas palabras amables para cada uno.