—Fenomenal.
Él la miró. Los ojos del programador apenas podían verse tras los reflejos del monitor sobre los cristales de sus gafas.
—Lo que no resulta tan fenomenal es que no tengo ni idea de dónde podremos sacar algo así.
—¿Quiere decir que ese artefacto no existe?
—Sí que existe. Hay un montón de ellos. Los hay incluso más grandes. Pueden tener algunos que sean tan enormes como un bloque de edificios. La cuestión es cómo acceder a ellos.
—Si funciona, lo tendremos —dijo Jana en voz baja—. Deje usted que yo me ocupe.
—Muy bien. En fin, la distancia no constituye ningún problema, usted tenía razón. Este de aquí tiene un alcance de diez kilómetros y es certero al ciento por ciento; eso, sólo en teoría, es decir, si tomamos por base una ecuación lineal, lo cual, por supuesto, es una chorrada. En la práctica tenemos que pensar en algo, pues, como ya le he dicho, tendremos que luchar con una gran cantidad de factores medioambientales.
Gruschkov abrió una nueva ventana en el ordenador.
—Éste es más o menos el sistema. Grosso modo. He pensado construir una unidad de mando manual, a través de la cual usted pueda operarlo. —Hizo una pausa—. Pensé en una cámara.
—¿Y con qué opera ese mando?
—A través de ondas de radio. Demos gracias a Hedy Lamarr
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—¿Y qué hay de los rayos infrarrojos?
—Sólo porque hayamos trabajado en un par de ocasiones con infrarrojos, eso no quiere decir que estén de moda —dijo Gruschkov con tono reprobatorio—. ¡A esa distancia puede olvidarse de los infrarrojos! Las ondas de radio son perfectas. No estoy seguro de que debamos trabajar con GPS. Eso simplificaría el asunto, pero quizá también funcione sin él.
—De modo que una cámara —dijo Jana.
Ella sabía que su jefe de programación se guardaba alguna otra idea. A Gruschkov le encantaba hacerse de rogar.
—Sí.
—Déjeme adivinar. Tendré que aparecer como una fotógrafa de la prensa. ¿Es correcto?
Era la segunda vez en pocos minutos que Gruschkov sonreía. Con ello había superado su media mensual.
—Nadie va a desarmar una cámara de tal modo que pueda descubrir dos chips que no forman parte de ella. Ningún control de seguridad del mundo lo conseguiría. De modo que usted podrá acercarse bastante.
—Y cuando apriete el obturador…
—Ocurrirá.
—Gruschkov, es fantástico.
—Lo sé —Gruschkov se apoyó hacia atrás y soltó aire. Sólo en ese momento a Jana le llamó la atención la tensión en la que había estado todo el tiempo su jefe de Programación—. Todavía suena como algo inconcebible, como en una película descabellada. Absolutamente fantástico. Pero por mucho que me esfuerzo, no veo ningún motivo por el que no pueda funcionar. —Gruschkov vaciló por un momento—. Salvo una cosa.
—¿Cuál?
—No puede llover ese día.
—¿Qué? ¿Por qué no? ¿Qué tiene eso que…?
De pronto vio con claridad lo que Gruschkov quería decir. Era física. Física elemental. Jana guardó silencio durante un rato. Luego dijo:
—Eso es jugársela por algo impredecible, Gruschkov. Espantosamente impredecible. En ese caso podemos olvidarlo todo…
—No necesariamente. ¿Acaso debo ser yo, ahora, quien tenga que convencerla a usted? En primer lugar, sólo será un problema si llueve a cántaros. Recuerde usted, por favor, las devastadoras consecuencias que puede tener un aguacero cuando se quiere acertar sobre un objetivo móvil a una distancia de cien metros y con un fusil de precisión. O la niebla. Todo puede suceder. En el momento decisivo puede pasar un camión, justo en el instante en que usted va a apretar el gatillo. Tales imprevistos no son nada nuevo. Además, la operación se realizará en verano, de modo que existen muchas posibilidades de que no llueva.
—No en Alemania. Pero da igual. Siga.
—Usted tendrá más de un disparo. Pienso que contará con dos o tres. Eso aumenta considerablemente las oportunidades, aun cuando esté lloviznando. Pero todavía existe un motivo para hacerlo de ese modo.
—¿Cuál sería?
—El plan B. El conocido y salvador plan B, Jana. Sé que sus clientes quieren que las cosas sucedan ese día, en ese lugar y a esa hora. Así debe de ser. Pero si las cosas realmente salen mal, usted debe encontrar otra oportunidad otro día cualquiera.
—¿Y habría que hacer todo ese despliegue por segunda vez?
—El despliegue no es tan enorme. Piénselo una vez más. Sólo necesitaría un segundo sistema de desvío. Lo importante es que usted sabría de antemano dónde tiene que instalarlo.
Jana reflexionó sobre lo que acababa de oír.
—Quiero decir —añadió Gruschkov—, que en principio sus clientes estarán interesados en que la cosa funcione. De modo que usted debería dar el salto mortal con una red y doble colchón.
—Esa arma es fantástica —susurró Jana—. El efecto sería enorme. ¡Tenemos que hacerlo así!
—Lo haremos así —dijo Gruschkov—. Y el efecto será aún más enorme si sucede en otra parte y otro día. El resultado será el mismo. Las imágenes darán la vuelta al mundo, también. —Gruschkov se puso de pie y cogió un jersey que colgaba sobre el respaldo de su silla—. Y eso es lo que usted quiere, ¿o me equivoco?
Jana reflexionó brevemente.
—Sí —respondió—. Eso suena bien, Gruschkov. Realmente bien.
—Perfecto. Entonces iré a comer algo. Mañana discutiremos los detalles. —El programador sonrió por tercera vez, con lo cual, poco a poco, se fue convirtiendo para Jana en un ser desconocido—. Creo que hay un montón de cosas por hacer. ¿No le parece?
Un mes después de que Mirko se reuniera con el anciano por primera vez en las montañas, ya estuvo en condiciones de presentarle un informe. No estaba seguro de cuál sería la reacción del anciano ante el mismo. Jana le había dejado bien claro que esperaba que Mirko, o los hombres que estaban detrás de él, le proporcionarán el equipamiento. Pero ése no era el problema real.
La cuestión era si el anciano poseía la imaginación necesaria.
Mirko se preguntaba cómo se les había ocurrido a sus clientes la idea de usar el nombre de «Caballo de Troya». Como alegoría era fallido. Era como si todos aquellos paladines de la causa se hubieran escaqueado de la clase de historia ocultándose en la barriga del caballo imaginario. Mirko también se preguntaba cómo podía funcionar un mundo en el que los líderes supieran menos que gente como Mirko, que trabajaban a su servicio y en función de ellos. No era que le preocupara demasiado. Pero lo que sí era curioso era que un hombre como Karel Zeman Drakovic, nacido en condiciones muy humildes, convertido con el tiempo en un maquinador de los poderosos, registrara tal déficit de precisión entre una élite de gente mucho más influyente y estudiada a la que, por lo visto, se le había escapado tal carencia.
Por otra parte, ¿quién gobernaba el mundo? Puede que Luis XIII fuera el rey de Francia, pero los destinos del país los determinaba el cardenal Richelieu. Nixon había caído a causa de su propia gente. Juan Pablo I había llegado a convertirse en papa hasta que empezó a expresar un repertorio de ideas demasiado controvertidas y murió de repente. Los emperadores, los reyes y los presidentes, los papas y los dictadores podían adoptar una determinada postura, pero siempre aparecía alguien en la instantánea histórica, alguien con un aspecto exterior insignificante, un ser sonriente que quedaba oculto tras el brazo alzado del líder, pero era esa persona, a fin de cuentas, la que determinaba cuándo la cabeza del primero rodaba en la cesta del cadalso.
Los poderosos podían caer, pero la retaguardia, la que se servía de ellos, siempre reaparecía en algún momento. Y siempre lo hacía en posiciones que posibilitaban un máximo radio de acción con un mínimo de peligro para ellos. Ellos eran las sombras en condiciones de escoger sobre quién se arrojaban, daba igual si su nombre era la CIA o el KGB. Esos guerreros en las sombras eran los que tenían todo el poder. El único riesgo para ellos consistía en sucumbir ellos mismos al atractivo de las candilejas.
Mirko pensó en Slobodan Milosevic mientras el monasterio aparecía en la lejanía. También el dictador había dejado atrás un terreno seguro, pero decidió salir de la sombra de un oportunismo útil y ceder a su vanidad. Como todos los de su condición, estaba obnubilado, con lo cual era demasiado susceptible de ser atacado. Mientras había preferido cambiar de ideología en el momento oportuno y dejar en manos de otros la labor de gobernar, había conseguido sobrevivir, tomar decisiones y encauzar algunas cosas desde lo oculto. Tuvo todo el tiempo la posibilidad de pasarse al bando de las sombras. Ahora, sin embargo, desde que en 1986 asumiera la dirección del partido en Serbia y un año después la presidencia del país, estaba en la cima. Después de él no había nada ni nadie, no se había garantizado ni un solo refugio. Se había convertido en su propio producto y en el producto de otros, una fantasía febril de la intelectualidad nacionalista de Serbia, un homúnculo con la única misión de anunciar la verdad de una vez y por todas, la verdad serbia, más verdadera que cualquier otra verdad, arraigada en la monstruosidad de ciertas pretensiones históricas, y de donde Milosevic derivaba todo el derecho y la legalidad, la ley por antonomasia.
Como consecuencia, ya ni el propio dictador estaba en condiciones de interpretar las leyes que él mismo había creado. ¡Él era la ley! A Milosevic lo sorprendería su destino, porque sucumbiría debido a que se había puesto bajo los focos de la política internacional. Sería condenado por ser un villano, pues los buenos habían tomado nota de su existencia. Era ése su mayor problema, y en ningún momento lo reconoció ni actuó en consecuencia. Podrían pasar años en los que él causara inmensos daños y derrotar a sus enemigos provocándoles grandes pérdidas, pero nada lo protegería frente al Yago o al Bruto de rostro insignificante, el hombre sonriente, semioculto tras el brazo alzado del gran nacionalista que saluda, mientras el otro planea la traición.
Muchos eran como el dictador serbio, como Kennedy o Nixon, como Yeltsin, Saddam Hussein,— como los cesares. Independientemente de sus ideologías, se les escapaba su transformación en títeres manejados por las manos de otros. Se daban el lujo de librar batallas grandiosas que en realidad nadie podía ganar, razón por la cual libraban una segunda guerra oculta en la que participaban hombres como Mirko o Carlos, como Abu Nidal o como Jana, dejando que otras manos tomaran las riendas del destino. Estaban todo el tiempo tan seguros de sí mismos que creían que lo controlaban todo. En el vértice de su poder, alguien les clavaba un puñal entre las costillas, y la puesta en escena llegaba a su fin. Caía el telón en la obra de títeres. Los personajes quedaban lo suficientemente demolidos, los actores se retiraban y esperaban a la próxima función. El mundo de las marionetas se transformaba. El de los actores seguía siendo el mismo.
Mirko condujo el coche hacia el terraplén situado debajo del monasterio y descendió. Era un día brumoso y frío. Se subió la cremallera de la chaqueta. El anciano lo esperaba delante de los escalones que llevaban basta el portal. Hoy ni siquiera se había tomado el trabajo de dejar a su personal de seguridad oculto. Quizá quisiera impresionar a Mirko con esa pequeña demostración. Varios hombres con uniforme de combate estaban dispersos por toda la explanada. Mantenían una distancia respetuosa. Mirko dedujo que pertenecían a alguna de las numerosas milicias.
—Mi querido amigo —dijo el anciano cordialmente—. ¡Su noticia fue como descorchar una botella y oler el aroma del corcho! Ahora permítame que me beba el vino. ¿Cuál es la situación de nuestra pequeña empresa? ¿Qué dice nuestra querida amiga sobre la manera de abordar el asunto?
Mirko echó una ojeada a los hombres uniformados.
—¿Dejará que esta gente escuche?
—No hay ningún problema. Pero usted tiene razón, por supuesto. Caminemos un poco.
Se pusieron en movimiento. Desde el monasterio, un sendero conducía hasta la carretera y continuaba del otro lado. Los bordes estaban cubiertos por unos arbustos. Probablemente el camino terminara al cabo de unos pocos centenares de metros en algún campo de cultivo, pero desde allí parecía como si se perdiera más allá de la lechosa niebla de las montañas. Tres de los hombres los siguieron a cierta distancia. Después de haber caminado algunos pasos en silencio, lado a lado, Mirko le dijo al anciano lo que Jana había exigido. Su cliente se detuvo y lo miró fijamente.
—¿Que quiere qué?
—Me ha oído bien.
El anciano hizo un gesto negativo con la cabeza y miró en dirección al monasterio, como si hubiese dejado allí la consoladora realidad.
—¿Cómo debe funcionar eso? ¿Acaso su amiga ha perdido el juicio? Es un disparate, Mirko. ¡Un disparate que cuesta veinticinco millones!
—No, no lo es —respondió Mirko—. Para tranquilizarlo, puedo decirle que al principio yo también me sentí irritado. Pero ella me lo explicó. Funciona.
—¡Me cuesta creerlo!
—Si no la cree a ella, al menos créame a mí. Suena mucho más fantástico de lo que es. Lo que a uno le sorprende son las dimensiones. Si todo tuviera lugar
en miniature,
sería la cosa más sencilla del mundo.
—Sí, pero no es el caso. Dios mío, estoy acostumbrado a algunas extravagancias, pero… ¿No hay ninguna otra alternativa?
—Claro que sí —apuntó Mirko—. Cohetes tierra-tierra. Tal vez. El problema únicamente es que no podríamos establecer una buena base. No podríamos introducir de contrabando una arma de ese tipo en el país, y en Alemania no podríamos obtenerla.
—¿Y si empezamos ahora?
—Ni siquiera así.
El anciano miró con gesto meditabundo al suelo. Luego continuó caminando lentamente.
—¿Qué pasaría si Jana llegara a realizar su plan? —preguntó—. Quiero decir, ¿cuál sería el efecto?
La consternación había desaparecido de sus facciones, y en su lugar el juicio del anciano comenzaba a visualizar el escenario. Mirko percibió cierta señal de alivio. El mayor obstáculo había sido eliminado. No necesitaban tanto la aprobación del anciano como su ayuda. Pero para ello tenían que convencerlo.
Mirko le explicó el modo de funcionamiento del arma. No necesitó muchas palabras para hacerlo, y los ojos azules del anciano comenzaron a resplandecer.
—Es un despliegue de mil demonios, pero el espectáculo es excelente —dijo.