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Authors: Gabriel Rolón

Tags: #Amor, Ensayo, Psicoanálisis

Encuentros (El lado B del amor) (12 page)

BOOK: Encuentros (El lado B del amor)
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Muchos pacientes en algún momento difícil de su vida, ante un abandono o una pérdida, me manifestaron que se sentían vacíos, que los angustiaba saber que alguien a quien amaban podía necesitar más de ellos y que, a pesar de todo el esfuerzo, no tenían más para dar.

Esta no es una mera queja, sino que es un decir que alude a un aspecto profundo y trascendente; a eso que Don Miguel de Unamuno llamó «el sentimiento trágico de la vida», es decir, esa sensación de que no vamos a poderlo todo, partiendo del hecho de que nos vamos a morir.

Nietzsche decía algo así como que él sentía envidia por la vaca, que andaba por allí pastando tranquilamente sin tener culpa por lo que había hecho en el pasado ni temor por la muerte que le esperaba en el futuro. Los hombres no tenemos esa suerte

En ese sentido, el sentimiento trágico de la vida parte de que somos una especie, la única, que es consciente de su propia finitud. Todos sabemos que nos vamos a morir, que lo que amamos se va a morir y que aquellos a quienes amamos también se van a morir, y en este sentido aparece esta demanda de amor infinita que tiene que ver con buscar algo que calme esa angustia y que nos garantice que no vamos a estar en falta de amor.

De allí viene, digo esto con mucho respeto e intentando no herir la susceptibilidad de nadie, pero de allí surge la ilusión planteada por las religiones. ¿Qué dice la religión? «Cálmense, que hay alguien que es superior a la vida y la muerte y que los va a amar a todos por igual y por toda la eternidad».

Yo no sé si Dios existe o no y no me corresponde entrar en ese tema, cada quien con su creencia. No es algo sobre lo cual un analista tenga que hablar. Pero me permito pensar acerca del tema desde un punto de vista psicológico y no teológico.

Siempre he sido muy respetuoso con esto y, tal vez por eso, en aquellos encuentros de sábados a la mañana, era común ver a una «hermana» de la comunidad católica que nos acompañaba casi todos los sábados. La hermana Luján.

Recuerdo que una mañana lluviosa y fría, de esas que le hicieron decir a un amigo que París había surgido para ser solamente una profecía de Buenos Aires, estábamos hablando de este tema y ella, con mucho respeto me preguntó si podía ser que los que tenían fe sufrían un poco menos.

Yo le respondí que estaba convencido de que era así. Porque esa fe, de alguna manera, los resguarda, les garantiza que más allá de las injusticias y de las pérdidas, todos nos reencontraremos algún día y que hay alguien, un Padre, que como decía el Cristo «nos ama a todos por igual».

Este es el sueño que propone la religión. En ese sentido, Cristo encontró una llave que podría contener la angustia del ser humano; lo que no pudo encontrar es la otra llave, aquella que nos convirtiera a todos en cristianos, que permitiera que todos aceptáramos eso que dijo.

Pero esa necesidad de amor y de seguridad tiene que ver con la sensación de que hay algo, un vacío, una falta que necesitamos llenar de alguna forma y es allí donde aparece este deseo de ser amado para siempre, de sentir que lo que amamos no se va a morir y que el amor no se va a terminar jamás.

Pero ésa no es la realidad de nuestra vida. Al menos aquí.

A lo mejor los que tienen fe tengan razón y después sea distinto, pero la parte que aquí nos toca, mientras transcurre nuestra vida terrenal, es asumir que siempre vamos a tener que convivir con una falta estructural, con un dejo angustioso, una disconformidad existencial que, cuando alguien enferma psicológicamente, la vuelca de un modo nocivo y se vuelve agresivo, posesivo, celoso o destructivo. En el fondo, todas esas reacciones no son más que una manera equivocada de intentar lo imposible: llenar esos huecos, esa falta.

Por suerte también están los otros, los que reconocen ese dolor con el que van a tener que convivir por el hecho mismo de ser humanos y lo llevan con dignidad. Borges, ya citado muchas veces en este libro, ante la pregunta de un periodista acerca de si era feliz, dijo algo así como que si en todos los idiomas se habían tomado el trabajo de inventar la palabra, eso quería decir que seguramente algo parecido a la felicidad existiría, pero que él era apenas un hombre. ¿Cómo podía, entonces, ser feliz?

Comparto este pensamiento borgeano haciendo la salvedad de que, por supuesto, me estoy refiriendo a una felicidad plena y total, a la completud absoluta, ya que a pesar de todo lo dicho, por suerte, siempre nos la ingeniaremos para tener algunas alegrías.

¿Pueden ser los cambios el origen de los celos?
(apostar a la reinvención)

No hace mucho, durante una sesión, una paciente había estado hablando acerca de que los celos eran un problema en su pareja y me dijo que pensaba que era porque les costaba aceptar los cambios y que eso los terminaba confundiendo y hacía que se sintieran inseguros el uno del otro.

«Pero en realidad —me dijo textualmente— no es que mi marido ya no me ame, sino que ha cambiado. Estamos en pareja hace veinte años, hemos pasado por muchísimas etapas y tengo que aceptar que es inevitable que hayamos cambiado, ¿no?»

Cambiar es algo inevitable y no es posible vivir sin modificarse en algún punto. Pero hay quienes, como mi paciente hasta entonces, se aferran a lo establecido y les cuesta moverse al ritmo de su propia vida. Por eso causa gracia cuando alguien después de veinte años dice: «Vos ya no sos el de antes». Pero ¿qué es lo que esas personas pretenden? ¿Que alguien conserve la ingenuidad, los gustos o sostenga las travesuras de cuando tenía trece años?

Discépolo escribió aquello de: «Si yo pudiera como ayer creer sin presentir». Y ése es un amor típico de la adolescencia o de la muy temprana juventud. Esto de querer sin presentimientos. Un adulto ya no puede. Ha vivido muchas desilusiones, quizá lo hayan engañado y, probablemente, él haya hecho otro tanto. La vida lo ha marcado y, a fuerza de pérdidas, de dificultades, aprendimos que aunque alguien se esfuerce y haga todo lo posible, muchas veces las cosas no salen como lo deseamos. Y en ese contexto ¿cómo no tener presentimientos?

Claro que el enamorado digno apuesta a lo grande, pero esa apuesta no toma el rostro del optimismo, que es a mi entender una actitud de modesta inteligencia. Tanto como el pesimismo, ya que creer que siempre las cosas van a salir bien es tan obtuso como pensar que siempre van a salir mal.

He notado que a muchas personas les gusta esa frase que dice algo así como que hay que mirar el vaso medio lleno en lugar de verlo medio vacío. En realidad el vaso está lleno hasta la mitad. Con una parte que tiene y otra que le falta, y así es como lo mira el hombre que, parafraseo a Hermann Hesse, no tiene más ganas de mentirse a sí mismo.

Entonces, cuando en ese devenir constante de la vida uno de los miembros de la pareja va cambiando y el otro no acompaña ese cambio, la pareja entra en crisis porque, justamente, la «sociedad de dos» que se sostiene en el tiempo es aquella que se va reinventando, que puede consensuar nuevos pactos, que produce acomodamientos a estos cambios sucesivos que se van produciendo tanto en uno como en el otro.

Toda relación humana se construye sobre la base de acuerdos, dichos o tácitos, y a veces la diferencia entre que algo funcione o no está en la inteligencia que se tenga para advertir en qué momento se hace imprescindible modificar un acuerdo preexistente que ya no sirve, por otro que sí se acomode a la realidad presente del vínculo.

Celos entre padres
(Kramer vs. Kramer)

Dijimos que no siempre los celos tienen que ver con la pareja. Recuerdo el caso de un matrimonio que competía, sin darse cuenta, para ver cuál de los dos quería más a su hijo y a cuál de ellos su hijo quería más.

Esta competencia surgía en actitudes nimias, en chistes, pero estaba todo el tiempo latente y era el origen de muchas discusiones y peleas que, por supuesto, conscientemente encontraban otros motivos aparentes.

Ocurre que la relación de los padres con los hijos presenta dificultades distintas a las de una pareja, pero no por eso deja afuera la posibilidad de la aparición de los celos.

Para ahondar un poco más sobre esto, me gustaría poner como ejemplo una escena de una película que a lo mejor muchos de ustedes hayan visto:
Kramer vs. Kramer
.

Para los que no la vieron, la película cuenta la historia de un matrimonio que se separa. Un día el marido, al que le estaba yendo muy bien en su trabajo, que estaba a punto de ser ascendido, de ganar mucho dinero, llega a su casa y ve a su mujer que está en la puerta del ascensor, con la valija en la mano y que ha decidido irse. No entiende lo que está pasando e intenta convencerla para que no lo haga, pero no hay manera, ella ya lo ha decidido y se va.

La pareja tiene un hijo pequeño al que, al principio, el padre no sabe muy bien qué decirle. Además, en el fondo, él espera que ella vuelva. Pero, después de unos días, la mujer envía una carta. El padre abre la carta, contento porque cree que ella va a comunicar su regreso, y se sienta junto a su hijo para compartir con él lo que su mujer ha escrito; pero cuando la empieza a leer, ve que está dirigida al chico y que es un intento de explicarle el porqué de su abandono.

Le dice que cuando un matrimonio se separa, la mayoría de las veces son los papás los que se van y los hijos se quedan con las mamás. Sin embargo, a veces las que se van son las mamás, porque ellas también tienen derecho a buscar algo importante para sus vidas más allá de los hijos. Y que ella quiere encontrar algo importante más allá de él.

El nene, imaginen la situación, no quiere seguir escuchando y empieza a vivir esta nueva realidad de un modo muy angustioso. Lo primero que hace es enojarse con el padre porque, según le parece, hace todo mal. Prepara el desayuno y se le queman las tostadas, se le vuelca la leche, y el hijo le dice: «Mamá lo hacía mejor, mamá lo hacía mejor». Y el hombre no sabe qué hacer: se siente impotente ante esa situación, se enoja, se desespera.

Pero el tiempo avanza y ocurre algo maravilloso, y es que empiezan a adaptarse a esta nueva realidad, a reírse, a distribuirse las tareas. El papá limpia la casa mientras que el hijo lo ayuda a cocinar; las tostadas ya cada vez se queman menos y todo parece encaminarse, hasta que en un momento determinado el chico cae en una etapa depresiva y le dice al padre que se siente culpable de que su mamá se haya ido, que algo debe de haber hecho mal.

Esto es bastante común que ocurra en los chicos de padres que se separan. Piensan que fue por culpa de ellos que el matrimonio ha fracasado. Pero este papá lo calma, lo abraza, lo contiene y le hace entender que no fue por él que la madre se fue. Es un período difícil y doloroso, pero del que salen juntos y, después del cual, las cosas empiezan a funcionar bien.

Por supuesto, todo tiene un costo en la vida y, en este caso, el costo es que el padre que estaba a punto de recibir un ascenso, de ganar mucho dinero, empieza a empobrecerse. Ya no puede dedicarle tanto tiempo al trabajo porque tiene que ocuparse de su hijo, bañarlo, vestirlo, llevarlo al colegio, ayudarlo a estudiar, estar para dormirlo y, entonces, lo despiden del trabajo porque ya no es el empleado modelo de antes, el hombre emprendedor con destino de grandeza. Busca trabajo de otra cosa, de medio día para poder encargarse de su hijo y lo consigue. Y cuando por fin parecía ser que las cosas se acomodaban, reaparece la madre.

Ella ha armado una nueva pareja con un hombre adinerado, se instaló en una hermosa casa, construyó un proyecto y, ahora que está bien consigo misma, quiere recuperar a su hijo y, por eso, vuelve a buscarlo.

Pero el padre no está dispuesto a entregarlo. Quiere que su hijo se quede con él y, entonces ella le inicia una demanda legal; por eso la película se llama
Kramer vs. Kramer
, que es la carátula del juicio por la tenencia del hijo.

En el transcurso del proceso judicial hay un momento en el cual se perfila claramente que ella tiene todas las de ganar. Le ha ido bien, tiene una nueva familia, un hogar lujoso, en tanto que él, por estar con el hijo, ha perdido ingresos económicos, su condición es muy austera, y, como si esto fuera poco, ella es la madre; y todos sabemos que la ley suele creer que los hijos están siempre mejor con sus madres; algo que podríamos discutir largamente, ya que no puede emitirse un dictamen universal sobre esto y siempre dependerá de cada caso.

Pero la cuestión es que el abogado le dice al padre que no hay manera de que él gane este juicio, excepto que tome una decisión drástica.

—Si queremos ganar —le dice—, tenemos que subir al chico al estrado para que cuente cómo sufrió cuando lo dejó la madre, cómo se sintió abandonado y todo lo que vos hiciste por él.

Y el hombre se imagina la situación que deberá afrontar su hijo en ese lugar, rodeado de testigos, abogados, prensa, el juez, el jurado y dice:

—Yo no puedo permitir que mi hijo pase por eso.

—Pero si no lo hacemos vamos a perder.

A lo cual le responde:

—Bueno, perdamos entonces, pero yo no voy a exponer a mi hijo a todo eso.

El juicio sigue adelante y, como era de esperar, pierden. Y así llegamos a la escena final, que es la del día en el que la madre tiene que ir a buscar al hijo para llevárselo con ella.

En la casa del padre todo está listo: el chico vestido, su valija preparada en un rincón y ambos esperando. Padre e hijo se miran, están quebrados y el chico intenta retener su llanto sin conseguirlo. Entonces el papá lo acaricia, le sonríe, mira el reloj y suena el timbre.

Es la madre; pero le pide al hombre que baje un minuto sin el hijo. El lo hace y cuando llega abajo la encuentra destruida y en una crisis de llanto. El la mira sin entender y ella le dice que peleó todo este tiempo por recuperar a su hijo porque lo ama, porque quería lo mejor para él. Y que hoy, antes de salir fue al cuarto que le había preparado, pintado y adornado especialmente porque quería darle un hogar, y entonces comprendió que no podía llevárselo porque su hijo ya tenía un hogar. Y se echa en los brazos de su ex marido, y lloran juntos, fuertemente abrazados.

Es una imagen muy fuerte y conmovedora.

Nos referíamos a los celos que pueden surgir entre los padres por el cariño de sus hijos, pero también al sentimiento de posesión que en algún momento puede hacernos creer que alguien, en este caso el hijo, es un objeto cuya posesión puede ser disputada sin tener en cuenta sus deseos. Pero cuando ambos padres lo miran y lo ven como lo que es, una persona con deseos propios, con derecho a elegir, la actitud de los dos cambia. Lo que esta historia muestra es cómo el amor, cuando es sano, funciona de otra manera y genera otras actitudes. Porque ese padre era capaz de perder lo que amaba con tal de cuidarlo y dijo: «que se lo lleve la madre», pero ella a su vez, también renunció a lo que más ama con tal de no lastimarlo y dice: «Éste es su hogar, ésta es su casa y aunque yo lo quiera tanto, es aquí donde debe estar». Y se abrazan y otra vez se reencuentran, ya no como pareja, pero sí como dos padres que aman a un hijo con un amor sano y maduro. Y es que la posesión está en contradicción con el amor. Se poseen los objetos, no los sujetos, y nadie que trate a otro como si fuera una cosa puede amarlo verdaderamente.

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