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Authors: Carlos G. García

Tags: #Romántico, #LGTB

Entrada + Consumición (2 page)

BOOK: Entrada + Consumición
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Y chicos confundidos. Y chicas con miedo a admitir que se equivocaron. ¡Qué puta manía de pensar que las novelas tienen género u orientación sexual! Las novelas existen para darnos a conocer otros mundos, historias nuevas, para vivir lo que no podríamos vivir por haber nacido en una época distinta o, simplemente, para no pecar de ignorantes ante lo desconocido. Aunque sea un cliché nunca dejará de ser cierto que leer abre las mentes.

Y si echamos un vistazo a los índices de lectura actuales no nos debería sorprender el ambiente tóxico y reaccionario que se ha instalado en nuestra sociedad.

Si una chica (sea hetero, lesbiana o bisexual) piensa que un libro como el de Carlos no le aporta nada porque "es de gays" no sabe lo equivocada que está. Si un chico hetero, aduciendo la misma razón y profiriendo con histriónica voz de macho ibérico: "¿Qué dices, tío? ¿Para qué voy a leer yo cosas de maricas?", no quiere darle una oportunidad a la historia que se cuenta en este libro tal vez nunca aprenda a dejar de ver diferencias entre sus semejantes. Ya es hora de olvidarse de etiquetas absurdas. Sobre todo porque ya me estoy aburriendo de decir siempre lo mismo a gente que tiene la mollera demasiado dura (y, a veces, demasiado hueca) como para entender algo tan simple.

Pero volvamos a Carlos y su novela. A su novela y, ¿por qué no?, a la promesa implícita que hay en ella. Una promesa en forma de futuras novelas con las que nos sorprenderá de nuevo. He titulado a este prólogo
Un Manhattan
no sólo por seguir jugando con la estructura de los capítulos, todos ellos titulados con alguna bebida alcohólica, sino también porque veo en Carlos grandes semejanzas con un autor (uno de mis favoritos) que ha situado en Manhattan y, por extensión, en toda Nueva York la acción de sus novelas: Paul Auster. Pero antes de que os llevéis las manos a la cabeza ante este atrevimiento mío de comparar a un escritor consagrado como Auster con uno novel como Carlos G. García, explicaré el por qué de mi razonamiento.

Carlos, al igual que Auster, juega con lo cíclico; con ese azar y esa casualidad que muchas veces no son tales sino destino y causalidad. En las novelas de Auster (sobre todo en las de su primera época) todo encaja al final con una precisión de reloj suizo. En
E+C
también (al igual que en sus —inéditas— novelas anteriores). Carlos lo llama poesía cósmica. Yo lo llamo maestría y buen hacer de un escritor con oficio que antes de cumplir los treinta ya ha adquirido una voz literaria propia que otros escritores no alcanzarán jamás. Me relamo sólo de pensar en las siguientes novelas que saldrán de su cabecita. Porque el muy jodio es prolífico hasta decir basta y sé que tiene ya muchas ideas para próximos libros. Y sólo espero que le permitáis —le permitamos todos— seguir dando rienda suelta a esa pasión suya por escribir porque estoy segura de que si le dejamos va a ser muy, muy grande. Además, él es mucho más divertido que Auster, dónde va a parar…

Y para ir acabando, que al final este prólogo va a competir en extensión con la propia novela (¿qué esperabais? Ya he dicho al principio que ambos adolecíamos de una incontinente verborrea literaria), sólo me queda pediros que sigáis a Carlos, que leáis su
blog
, su columna de Universogay.com y que le escribáis (en la solapa tenéis todas las direcciones de contacto interneteras, que no están sólo para rellenar espacio) contándole lo que os ha parecido la novela, tanto para bien como para mal; él os contestará gustosamente (e incluso más extensamente de lo que habíais imaginado). Ahora toca pasar la página, dejar atrás este prólogo que sólo ha intentando ser una pequeña nota al pie y comenzar a disfrutar con la historia de José Carlos (no, no me he equivocado, es el nombre del protagonista, ya lo he dicho antes) y la suerte de esos "buenos chicos" que no siempre tienen lo que merecerían pero que no cejan en su empeño por conseguirlo. Estoy segura de que no os va a defraudar.

Al final mi amigo Carlos ha conseguido alcanzar gran parte de su sueño: publicar en una editorial por méritos propios y sin tener que venderse gracias a la imagen de un desconocido modelo en la cubierta porque lo mejor de este libro está en su interior. Y para rematarlo, el chulazo de la portada es él mismo. Porque el que vale, vale. Y Carlos vale mucho, ya lo veréis.

Libertad Morán

Madrid, agosto de 2011

P.D.: Carlos, querido, el soborno del que hablamos en billetes pequeños, por favor. Que luego es un marrón sacar la cartera y que sobresalgan los billetes de quinientos…

Un ron-cola

Es mi primer polvo del mes, mi primer polvo en casi dos meses en realidad. Yo soy consciente y pienso en ello una y otra vez mientras el tipo en cuestión no deja de mover la lengua dentro de mi boca con excesiva fruición. A mí me da un poco igual porque estoy borrachísimo. En serio, últimamente me cojo unas melopeas que no son normales. Sé que pronto comenzará a molestarme, en cuanto se difuminen los efluvios del alcohol y recupere la conciencia. El tipo me soba de forma un poco asquerosa, en plan baboso; debe llevar mucho tiempo, incluso más que yo (que ya es decir), sin mojar. La verdad es que no es muy guapo, para qué nos vamos a engañar. Únicamente he accedido a marcharme con él a su casa porque ya estamos a día veinticinco y empezaba a pensar que este mes tampoco iba a follar. Traumático: me he venido con un feo a retozar con tal de no pasar otro mes en la más cruenta de las sequías sexuales.

El concepto de virginidad que mi amigo Jorge y yo manejamos se refiere a una disposición para follar, si no diaria, al menos mensual. Hubo un tiempo en el que hablábamos de la virginidad semanal y era casi demencial e imposible buscar a un tipo con el que follar cada fin de semana. Al final, fuimos realistas a la fuerza: ésta no es una ciudad tan grande y las opciones se terminan agotando con relativa frecuencia. Y menos mal que existen los programas de intercambio: ¿qué sería de nosotros sin el Erasmus y los deliciosos manjares que nos presenta? De todos modos, para ser franco, no todas las semanas estoy de humor para soportar al gilipollas de turno y fingir que me interesa lo más mínimo la estupidez que me esté contando en los prolegómenos a acostarnos; o sea, cuando meten mano y despliegan sus (escuetas) artes seductoras.

Él es mi primer polvo del mes, mi primer polvo en más de dos meses en realidad y, además de poco agraciado, un pelín feo, para qué nos vamos a engañar, es el gilipollas de turno. Jorge y yo estábamos completamente pedos en el Onda a eso de las cinco de la madrugada, hace unos escasos ciento veinte minutos que ahora mismo me parecen tan lejanos como el día en que hice la Primera Comunión. A esas horas el listón, esa línea imaginaria que separa a los guapos de los feos en la percepción de cada cual, ya ha descendido hasta límites insospechados y todo el mundo parece mucho más agraciado de lo que verdaderamente es. La necesidad, chico, ¿qué quieres que te diga?, estar más caliente que el palo de un churrero. También, a esas horas, los engendros que copan el Onda, que se pone hasta arriba porque a partir de las cuatro de la madrugada cierra casi todo y se forman unas colas enormes para entrar, llevan una cantidad de alcohol en sus cuerpos similar al caudal del Ebro, hecho que contribuye enormemente a dulcificar la realidad. Hay que reconocerlo: el alcohol ayuda a ver a la gente, si no guapa, menos fea. Como dijo un día mi amiga Olga en medio de una juerga: «Hay que ver la de tiempo que hace que no echo un polvo estando sobria». Y tenía toda la razón, por muy mal que la dejara un comentario así.

La presencia de mi primer polvo del mes, el primer polvo en lo que vienen siendo tres meses en realidad, si les soy sincero, no me importaba un comino hace unas pocas horas; o, al menos, me importaba lo mismo que la del resto de la gente borracha que había a mi alrededor. Jorge y yo ni siquiera escuchábamos la música, que tampoco sonaba excesivamente alta, aunque recuerdo haber dicho en algún momento de la noche: «No puedo creer que estén poniendo Jamiroquai». Mi asombro se basaba en dos premisas: es muy extraño que suene Jamiroquai en un bar que no esté especializado musicalmente hablando y, como añadido, se trataba de uno de los temas que el grupo popularizó a principios de los noventa. La canción debe contar con un par de décadas de antigüedad. En un mundo en el que lo que prima son los éxitos más nuevos y en el cual una canción del año pasado adquiere el cariz de lo desfasado, que ocurra esto, que te pongan una canción de tus años mozos, es casi un lujo. Sin embargo, daba igual: aunque hubieran estado pinchando a Sergio y Estíbaliz a mí me habría dado lo mismo. Antes de terminar la frase ya me había olvidado de aquel hecho inusitado que en otros tiempos me habría llenado de gozo (una canción que nunca esperas escuchar y que te vuelve loco sonando a través de los cascados altavoces de cualquier bar. A veces algo así hace que merezca la pena toda la noche: cuántas veces me habría aburrido como una ostra de no ser porque
Last night a DJ saved my Life
).

Pero las cosas que me llenaban antes ya no son las cosas que me llenan ahora. En el caso de que en estos instantes de mi vida haya algo que realmente me llene.

Mi atención sobre aquella canción inesperada había sido desviada debido a que Jorge me había asestado un codazo excesivamente pronunciado, cuya fuerza desproporcionada tenía relación directa con su grado de ebriedad. Lo hizo con el fin de que dirigiera mi mirada perdida hacia el que terminaría siendo, por desgracia y por necesidad, objeto de mis delirios: un tipo moreno con pinta de pseudomoderno, de pelo muy corto, barba de tres días y una perilla más oscura que se dedicaba a dar vueltas por el abarrotado bar en busca de váyase usted a saber qué o quién. Yo le di la razón a Jorge: aquel tipo estaba de buen ver y a esas horas es muy raro encontrar ejemplares de semejante puntuación vivos, coleando, solteros y con barba pululando por ahí. Durante un breve segundo pensé que su ligue, su novio o su muñeco hinchable debía andar cerca, en algún punto indeterminado entre aquel amasijo de carne humana; pero a continuación vi cómo una chica rubia con aspecto desenfadado, y que a juzgar por su indumentaria aparentaba veintidós pero debía tener diez años más como mínimo, le acercaba una copa llena hasta arriba que acababa de solicitar en la barra. Se sonrieron con esa complicidad manifiesta entre mujer blanca occidental completamente heterosexual y varón blanco occidental mariquituso perdido que le pide a su amiga mariliendre que salgan de marcha un sábado por la noche porque está falto de sensaciones nuevas. El pan nuestro de cada día.

En cuanto se hizo con su copa, le dio un sorbo ávido, me miró y entonces nos sonreímos en medio del gentío. Ya saben, una de esas sonrisas que si esto fuera una novela romántica sería descrita como un gesto maravilloso que me descubrió un mundo nuevo. Pero, seamos realistas, esto no es una novela romántica y aquel tipo me sonrió o bien porque quería ponerme mirando pa' Cuenca o bien porque quería que yo le pusiera mirando pa' Cuenca. No hay más. Chimpún.

Jorge me dio una palmada en la espalda con sorna antes de proceder a llevar a cabo su maquiavélico plan de todos los fines de semana: empujarme por todo el bar hasta emplazarme justo al lado de la presa en cuestión. En alguna ocasión me ha empujado con tanta fuerza que me he caído encima del tío que habíamos situado en el punto de mira. Esto, que es humillante, ridículo y hasta patético si ustedes quieren, ha sido casi siempre efectivo; sobre todo teniendo en cuenta que yo soy mema de nacimiento y me quedo paralizado como consecuencia del miedo cada vez que el mundo, en general, y mis circunstancias en particular, exigen un gesto deliberadamente atrevido de mi parte. Si no fuera por la iniciativa de Jorge, cuya teoría más palpable es "la dignidad está sobrevalorada", llevaría siglos sin echar un casquete: sería el típico que se queda en una esquina del local esperando a que suceda un milagro.

Más o menos lo que habitualmente ocurría hace un par de años, cuando yo tenía virginidades anuales.

Nos encontrábamos ya junto a nuestro objetivo y su amiga mariliendre cuando le enseñé a Jorge las palmas de las manos, alzando un poco los brazos, para que se detuviera en su acoso y derribo. Como diría Nelly Furtado en su español estupendo que debe de haber aprendido en un pueblo profundo de Castilla-La Mancha con mucho acento porque yo no me entero, puse mis "manosss el airrre". Puede que para él la dignidad estuviera sobrevalorada, pero por mi sangre no circulaba todavía suficiente cantidad de alcohol como para que mi cerebro se hubiera atontado hasta el punto de llegar a la misma conclusión.

—¡Párate! Voy a entrarle como una persona normal.

Como si eso, lo de acercarte de manera natural a hablar con un desconocido con la intención de ligar, fuera humanamente posible.

O sea, que yo pretendía presentarme a la antigua usanza. Clásico que es uno. E imbécil, porque los maricas de hoy en día que van a bares de ambiente a buscar guerra no se preocupan por hacer presentaciones convencionales sino que más bien comen bocas a destajo sin preguntar siquiera el nombre (información totalmente irrelevante cuando lo único que deseas es tener la lengua ocupada y algo en tu boca, por lo visto).

—¡Venga, putita! ¡Ánimo! ¡Sé que puedes hacerlo!

Jorge se deshacía en vítores, en plan
cheerleader
, porque la semana anterior yo había tenido la mala fortuna de acercarme a un tipo que no deseaba tener la lengua ocupada sino que, más bien, albergaba la absurda necesidad de subirse la autoestima a costa de pobres incautos de mi calaña: el chico pertenecía a esa subespecie mutante de humanos que se divierten pisando a otros mariquitusos de la especie mediante la estudiada estrategia de hacerles sentir mal adrede. Actitud de lo más frecuente, no crean ustedes, que es el no va más en las discos de moda. Uno va con toda su buena intención a entrarle a alguien y resulta que este tipo tiene un trauma de la infancia, de cuando se cayó de la cunita, que le impide relacionarse con los demás de manera normal, motivo por el cual hace lo posible y lo imposible por conseguir que tipos como yo se sientan como una mierda. En contraste y como contrapartida, él logra sentirse como una especie de semidios inalcanzable y tremendamente deseado por la plebe (a la cual, por supuesto, pertenezco yo, que no soy gran cosa: ni alto, ni bajo, ni feo, ni guapo, ni nada que me destaque).

Por eso, a pesar de que me presenté a ese sujeto de la manera más educada posible, le saqué conversación en tono simpático e incluso me ofrecí a invitarle a una copa cuando me acerqué a la barra a pedir, me vaciló, jugó un poco conmigo en plan calientapollas y, finalmente, me rechazó nada fina y elegantemente, sino con desprecio y con ínfulas de ser superior, mientras yo me acordaba de toda su familia, incluyendo difuntos. No por nada, sino porque segundos antes me había arrimado el culo al paquete con tal violencia que si mi polla hubiera sido una cerilla y su culo un papel de lija habríamos salido todos ardiendo, según palabras textuales de Jorge, quien contemplaba patidifuso la escena a unos pocos metros.

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