Es la sensación de no estar perdiendo el tiempo.
Pues eso fue, más o menos, lo que les sucedió a Jorge y a Jesús cuando se conocieron y tuvieron sus primeras citas.
Y ya era hora. El pobre de Jorge la ha llevado clara en estos años. Cada tipo que ha conocido y por el que se ha mojado ha supuesto una decepción supina consistente, a pesar de las diferencias palpables entre un caso y otro, en un mismo esquema: conocer a alguien, acostarse con él, tener un segundo contacto, creer que la otra persona se estaba implicando, implicarse como consecuencia de nuestro sentido de la reciprocidad y, finalmente, tras descubrir que todo era mentira, esbozar una mueca harto conocida por las maricas ingenuas como nosotros. Esta mueca consiste en abrir mucho la boca, poner los ojos como platos, extender los brazos con las palmas de las manos hacia arriba y encoger los hombros clamando al cielo. Les ruego que no realicen esta postura en casa sin la supervisión de una mariliendre.
A esto me refería cuando hablaba de que estamos resabiados: hemos llegado a un punto en el que la experiencia, en lugar de convertirse en una ventaja, adquiere el matiz de factor de riesgo o
handicap
: somos incapaces de relajarnos y disfrutar cuando conocemos a alguien, ya que no dejamos de otear el horizonte esperando ver la bofetada pertinente, la que se corresponde con cada amago de relación que intentamos sostener con más pena que gloria.
La cosa es que Jesús promete. La historia entre Jorge y él marcha como es debido. No ha habido ningún indicio de perturbación mental todavía. Yo lo admito: la envidia me corroe. Me corroe cuando estamos en un bar y, de repente, de la nada, aparece Jesús y todo en la mirada de Jorge se transforma, como si llevara esperando ese momento toda la semana. Me corroe cuando nos vamos al Onda y yo trato de encontrar a mi ligue de la noche desesperadamente mientras contemplo cómo se miran con ese afecto indudable, esa chispa de atracción.
Puede que lo suyo no llegue a nada, puede que esté abocado al fracaso, pero yo hace tanto tiempo que no siento que le intereso a alguien que he llegado a la conclusión de que no soy interesante en absoluto. Por eso ni me esfuerzo ni me tomo la molestia de mostrar lo que tengo con la esperanza de que a alguien le sorprenda. Como antes, como hacía antes, cuando aún creía que debía existir alguien en algún lugar a quien yo pudiera interesar. Porque le podía haber dicho a Michael, a Miguelito de toda la vida, que me apasionaba la fotografía, que me encantaba acudir a exposiciones, que en casa debo tener una decena de libros sobre historia de la fotografía, sobre cine, sobre fotoperiodismo. Que me hubiera encantado ir a la inauguración de su exposición. Pero no hubiera servido de nada, no hubiera cambiado las cosas; porque Michael, como la enorme mayoría de maricones que tengo la suerte o la desgracia de echarme a la cara todas las semanas, no es más que otra de esas personas demasiado centradas en sí mismas como para pensar en los demás. No habría escuchado ni una sola palabra: estaría demasiado ocupado pensando en su propia desgracia.
Como todos. Todos nosotros nos encontramos anclados en la misma dinámica de no ver más allá de las imágenes que ya hemos construido. Es imposible que nadie llegue ya a sorprendemos porque somos incapaces de ver más allá de lo que creemos saber. Así que la mayoría de las veces que nos relacionamos no estamos conociendo a nadie, simplemente ratificamos las ideas preconcebidas que albergamos sobre las personas. Esto es tristísimo, porque creemos que ya lo sabemos todo y carecemos de la humildad y la valentía necesarias para ver lo que el mundo en general y las personas en concreto tienen que ofrecernos.
Por eso, cada vez la apuesta es más baja y más lejos queda esa sensación que tuvieron Jorge y Jesús cuando se conocieron, esa punzada en el ombligo, ese nudo en la garganta, esa sensación de que, por fin, había llegado el momento de conocer a otra persona de verdad, de carne, hueso y visceras; en lugar de continuar viviendo en la ignorancia de creer saberlo todo, en lugar de volver a parapetarse en las tinieblas de la certidumbre fingida de quien no se atreve a aventurarse a conocer lo desconocido.
Es miércoles por la tarde y estoy doblando un montón de ropa que han dejado sobre el mostrador de probadores. Se trata, quizás, de la tarea menos agradecida del mundo: tomar esas prendas del montón que otros muchos han dejado abandonadas tras habérselas llevado consigo a los probadores y tras haberlas sometido a la tiranía del ojo propio, el cual espera que una camiseta o un pantalón otorgue milagrosamente el aspecto deseado por el propietario del cuerpo. Si la prenda sienta bien y realza la belleza de éste, entonces se marchará a casa de alguien, a formar parte de su armario. Por el contrario, si no consigue encandilar al consumidor, tendrá que quedarse aquí, esperando oportunidades mejores y siendo despreciada aún por quien todavía la tiene entre manos. Porque la gente no es muy considerada que digamos cuando algo las afea: normalmente, tiran las prendas que no van a comprar de cualquier manera sobre el montón, sin hacer amago alguno de devolverlas a la posición original que mantenían antes de ser tomadas, cuidadosamente dobladas, desde alguna estantería. «Que lo hagan ellos, que para eso están», dicen muchos refiriéndose a nosotros, los dependientes, con desdén, con cierto desprecio latiendo en sus voces. A mí se me revuelven las tripas porque en mi contrato no dice nada de aguantar a subnormales que piensan que los dependientes somos algo así como los sirvientes de moda del nuevo siglo.
Algunas veces pienso, porque soy así de memo y me da por comerme la cabeza, que las personas nos parecemos mucho a todas estas prendas que yo cuidadosamente voy doblando y devolviendo a su posición original. Estamos tan tranquilos, descansando en cualquier lugar, hasta que de repente llega alguien y ¡pum!, nos deshace, rompe nuestros esquemas, nos desdobla y nos prueba mientras se mira en un espejo y comprueba cómo le quedamos, si le sentamos bien o no. Y, muchas veces, tal vez la mayoría, la misma persona que nos tomó con cuidado y nos miró llevándonos consigo con cierta ilusión e imaginando planes comunes, nos desprecia y nos abandona de cualquier manera sobre un montón de ropa desvencijada. Triste, ¿no? Si Jorge estuviera aquí me diría que soy demasiado pesimista. Sin embargo, lo he vivido y lo he visto tantas veces que esta reflexión no me parece pesimista, sino normal.
La música suena a través de los altavoces. Tarareo una canción cuyo título y cuyo intérprete desconozco, pero cuya letra me he aprendido a base de escucharla un día tras otro en la tienda. En un correcto inglés, que para eso servidor siempre fue un magnífico estudiante de idiomas, aunque me sirva para lo mismo que aquellos ceniceros de arcilla que nos obligaban a hacer en parvulitos por el Día del Padre. Voy hilvanando las estrofas espontáneamente hasta que, de repente, en plena exaltación y casi imaginando que me hallo sobre un escenario asiendo un micrófono y sosteniendo notas altísimas como la mismísima Whitney Houston cantando el
I'm Every Woman
, soy interrumpido.
—¿Tienes una talla menos de ésta?
Ni siquiera me molesto en levantar la cabeza para mirar. Estoy muy acostumbrado a que interrumpan el hilo de mis pensamientos con preguntas como la formulada. Aunque esto de evitar la mirada directa puede deberse a que me avergüenzo un poco de la
performance
a lo programa televisivo de talentos que estaba realizando. Hace un instante casi podía visualizar al público y al jurado a punto de darme la mejor de las puntuaciones. La realidad siempre se impone, la ilusión siempre se rompe.
—Un segundo, ahora mismo te lo miro —respondo mientras termino de doblar impecablemente una camiseta talla XL con la intención de disimular y de que mi cara vuelva a su color original.
Cuando por fin aliso con la palma de la mano la última arruga y percibo que no estoy colorado, miro a quien ha solicitado mi atención y me encuentro de plano con Ojos Bonitos sonriéndome.
La boca se me abre tanto que creo que la mandíbula acaba de chocar contra el suelo.
—Hola —saluda él muy contento. Esta vez parece que es él quien se ha tragado a un payaso—. Qué coincidencia encontrarte aquí.
—Sí, bueno, ejem… —carraspeo—. Trabajo aquí desde hace mucho tiempo.
A cambio de mi respuesta demasiado estridente, le guiño un ojo y le sonrío tanto y tan fuerte que creo que los pómulos me van a estallar en cualquier momento. Ya verán cómo me duelen mañana.
Recuerdo las palabras de Jorge: «Tienes que ser menos borde cuando hablas. Las chicas sarcásticas nunca encuentran marido». Lo cual es una tontería porque a mí, Ojos Bonitos, aparte de parecerme guapo, no me atrae en absoluto, sobre todo porque Lorenzo me dejó para estar con él. Sé que no es culpa suya, pero no puedo evitar odiarle intensa y sádicamente.
—¿En qué puedo ayudarte? —recurro a mi tono más profesional con el fin de superar la vergüenza y el torbellino de pensamientos.
—Pues verás. Resulta que me he probado esta camiseta hace un momento, pero no me queda bien. Necesitaría una talla menos. Ya la he buscado en las que tenéis ahí, pero no he encontrado ninguna.
Es evidente que al relatarme esta experiencia mi mente me ha llevado a imaginar a Ojos Bonitos sin camiseta, dentro de un cubículo donde, a pesar de la estrechez, cabría perfectamente yo. Debería empezar a pensar en cosas horribles si no quiero dar el espectáculo con el bulto que amenaza incipiente entre mis piernas.
—Voy a ir al almacén a buscártela.
O a tocarme o algo.
Lo que le he dicho es una estupidez, porque no necesito mirar en ningún almacén para saber que no quedan desde hace tiempo camisetas de ese modelo y de esa talla, no entiendo por qué extraña razón morbosa quiero prolongar este encuentro, que no deja de ser profesional por si se me ha pasado por alto, ya que estoy en mi lugar de trabajo. Aunque es casi imposible no flirtear siendo dependiente de una tienda de ropa de moda, yo me ciño a mi profesionalidad para no convertir toda mi vida en un eterno sábado noche. Bastante tengo ya con los sentimientos de culpa que me carcomen los domingos, cuando me despierto y recuerdo todo lo que he hecho de madrugada; o, peor aún, cuando me despierto, no recuerdo todo lo que he hecho de madrugada y tengo que llamar urgentemente a Jorge con la esperanza de que él sí lo haga.
Salgo del almacén. Ojos Bonitos me espera pacientemente, aunque en sus pupilas se dibuja un aire nervioso que me desconcierta por completo.
—Pues lo siento, pero no queda.
—Da igual, en realidad era una excusa para hablar contigo.
¡Toma ya! Así, sin anestesia ni nada.
Enrojezco.
¡Oh, my dog!
Yo enrojeciendo por un chico a estas alturas de mi vida. Se me nota, se me tiene que notar, porque Ojos Bonitos sonríe de modo descarado, satisfecho de sí mismo y de su genial frase, que le ha salido sin titubear (¡qué tío!). Deduzco que la ha preparado en mi ausencia, traicioneramente. O a lo mejor la traía ya ensayada de casa. Con la mandíbula desencajada todavía y mirando un poco hacia el suelo con timidez, le respondo mediante un gracias insulso, seco, insultante para lo que yo podría haber soltado por mi boca de haber tenido un par de copas encima o de haberme encontrado en un contexto diferente.
—Bueno, dado que… Ya que estoy aquí… En fin, que ya que he hecho el ridículo, remataremos. Total, ya da lo mismo. ¿Te apetece que quedemos un día de estos?
—Cla… cla… Claro. Nnn… no veo por… por qué no.
Tartamudeo como un idiota. Enrojezco y se me nota de nuevo, se me tiene que notar, porque Ojos Bonitos sonríe mucho, demasiado, mientras saca su móvil del bolsillo y apunta mi número.
—Te llamo. Tenlo por seguro —es lo último que me dice y luego se marcha sin mirar atrás y se pierde entre las perchas de ropa, dejándome completamente aniquilado y patidifuso, al tiempo que me formulo millones de preguntas y contemplo mi cara de gilipollas integral reflejada en todos y cada uno de los espejos de la tienda. ¿Esto significa que si Ojos Bonitos se digna a llamarme voy a tener una cita? ¿Una cita de las de verdad, como las que tenía Ally McBeal?
Una compañera de la tienda pasa junto a mí y se me queda mirando un poco asustada.
—¿Estás bien?
—¿Estás bien? —me preguntaron, lo primero que escuché en medio de muchos ruidos retumbantes en mi cabeza cuando me bajé del coche. Nos encontrábamos en un cruce y era ya noche cerrada. Mientras me apeaba de mi automóvil me debatía entre el miedo y la ansiedad, producto de una sensación de claustrofobia que me invadió en cuanto recobré la conciencia tras un par de décimas de segundo y me percaté de que había tenido un accidente de tráfico.
Era una de esas noches endiabladas en las que había salido condenadamente tarde de trabajar. Había sido un día muy duro. Conducía de forma compulsiva de camino a mi casa, furibundo, dejándome llevar por los demonios que me poseían en esas circunstancias y de los cuales no eran capaces de salvarme ni siquiera las canciones de la radio. Aunque ponía todo mi empeño en seguir el consejo de Olga y reírme de mí mismo y de los demás, no siempre lo conseguía. Cuanto más tiempo pasaba hastiado entre aquellas paredes, más me costaba guardar la compostura a través del humor. La estupidez es, sin duda, algo contagioso.
Estaba conduciendo y tarareando alguna canción en un correcto inglés con la intención de evadirme. Al segundo siguiente, cuando quise darme cuenta, un coche había colisionado estrepitosamente contra mi Peugeot 106, el primer utilitario que tenía después de sacarme el carné. Eso pensé yo, que habían colisionado contra mí, pero no era verdad. Al parecer, fui yo el artífice del accidente: me salté el semáforo sin darme cuenta. Lo cual no era de extrañar, porque volvía a casa desde el periódico y era muy fácil que me encontrara en la parra, pensando en váyase usted a saber qué, henchido de rabia por haber salido un día más a la una de la madrugada y pensando en poner una bomba en la redacción.
El problema de ser corrector es que uno debe forzar demasiado la vista y llega un momento en el que no ve nada en absoluto. Aquella noche yo estaba más que agotado: llevaba diez días seguidos trabajando, sin descansar, por exigencias del periódico. Era más que probable que la pareja que se disponía a cruzar la calle y que fue testigo de lo ocurrido tuviera razón y yo no prestara atención a la luz roja que se elevaba sobre mi cabeza y que me indicaba que debía detener mi vehículo. Un coche de considerables dimensiones había sido el responsable de hacerme pagar el error involuntario que había cometido (porque todos somos correctores de cuando en cuando). A su conductor, como es de suponer, no le ocurrió nada y su vehículo apenas presentaba un par de rasguños, nada importante. Mi Peugeot 106, en cambio, parecía un acordeón, se replegaba sobre sí mismo y ofrecía la impresión de que había sido algo mucho más aparatoso de lo que realmente fue. Yo estaba bien, o al menos eso creía. Un poco mareado si acaso, pero nada importante. Al día siguiente me dolerían los músculos por la tensión, la adrenalina acumulada en el choque, pero nada que lamentar afortunadamente. Excepto que me había quedado sin coche y que mi seguro no iba a estar muy contento conmigo que digamos.