Entrada + Consumición (11 page)

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Authors: Carlos G. García

Tags: #Romántico, #LGTB

BOOK: Entrada + Consumición
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Después de aquella noche en la que dormí en su cama (y me quedé hasta el día siguiente y todo con la esperanza de repetir al despertar, muy al contrario de mi encuentro con Miguelito, el fotógrafo) pensé que todo acabaría allí. Era lo normal. Lo que quiero decir es que aunque Lorenzo me había llamado poderosamente la atención, sobre todo porque conversábamos como yo nunca había hablado con ningún tío anteriormente, en mi cabeza no cupo la posibilidad de continuar viéndonos después de echar un polvo. O dos. O los que fueran. En cambio, en la suya no parecía existir otra alternativa diferente a tener algo conmigo. Yo, tonto de mí, interpreté este interés más allá del sexo como algo importante, puesto que ignoraba que eso era la tónica general en la vida sexual de Lorenzo: él nunca se limitaba a acostarse con alguien; en cambio, se esforzaba para que la historia fuera más allá y no se quedara en un lío de una noche. Tal vez porque se enamoraba fácilmente. O quizás era porque intentaba lograr, desesperadamente, que el mundo se enamorara de él.

A mí me encantó la idea de seguir viéndole. No les voy a engañar.

Lorenzo me pareció, desde el principio, un chico peculiar en el mejor sentido de la palabra; a pesar de lo que pueda decir de él, a pesar de que lo critico constantemente, a pesar de que a veces ironizo sobre lo mal que se portó conmigo y el daño que me hizo. Destacaba sobre los demás y lo sabía. Él jugaba con ello, eran sus cartas: no se trataba del típico tío al que se le veía venir, de esos que sólo quieren lo que quieren y a los cuales no les importa en absoluto lo que tú tengas que decir o contar porque se encuentran demasiado ensimismados consigo mismos. Lorenzo se mostraba atento, me preguntaba por mis cosas, me escuchaba, hablaba conmigo, me hacía entender que le importaba, me quería ayudar a enfrentarme a mis temores y a afrontar mis problemas. En suma, se implicó. Era muy fácil enamorarse de Lorenzo. Muy fácil. Porque te hacía sentir bien contigo mismo de manera sistemática pero sin caer en la prepotencia de los que saben que están embaucándote para conseguir algo de ti. Eran sus mejores bazas: la falsa modestia y la sesgada proyección de sí mismo como alguien empático y bondadoso incapaz de agregar segundas intenciones a sus actos. Estas mentiras eran sus mejores artimañas de seducción.

Como digo, me incorporé a la vida de Lorenzo con relativa sencillez y naturalidad, como si yo siempre hubiera estado ahí, ocupando ese hueco que parecía estar destinado a alguien mejor que yo pero que me esforzaba por rellenar henchido de orgullo. No se trató de un proceso paulatino, progresivo sino que en cuestión de pocos días ya había conocido a la mayoría de sus amigos, a los más allegados por lo menos, y a sus hermanos, primos y otros seres que componían la dimensión social de su persona. Lorenzo me presentaba a todos ellos y me exhibía como una especie de trofeo pero yo no me sentía mal en absoluto: pensaba que él estaba orgulloso de mí, de que yo le mirara con esa cara de pánfilo que se me ponía cuando lo observaba sin que se diera cuenta. Era tierno y encantador y muy inteligente o al menos a mí me lo parecía. Hablábamos con frecuencia de discos, de libros, de cine, de sentimientos… Manteníamos conversaciones profundas y trascendentales sobre una gran variedad temática. Era, lo que se dice, un tío estupendo: reunía todas esas cualidades que habitualmente la gente dice que quiere en su pareja. Y yo, que nunca había contado con un tío estupendo en mi vida, lo flipaba en colores, para qué les voy a engañar a estas alturas. Yo estaba hasta el cuello, pero hasta el cuello, en serio, como nunca he estado por nadie, por el bueno de Lorencito. Y me habría casado con él con los ojos cerrados, semidesnudo y en la boca de un volcán si me lo hubiera pedido. Así de mucho me gustaba.

Entre todo ese abanico de personas que conformaban su vida y que se hallaron en la tesitura de aceptar mi presencia a bocajarro estaba Jorge.

Jorge era en aquellos entonces uno de los mejores amigos de Lorenzo. Se llevaban a las mil maravillas. Lorenzo solía hablarme mucho de él porque, al parecer, en el transcurso de los últimos años de su vida, Jorge se había erigido como uno de los pilares clave en su subsistencia. Salían, entraban, urdían planes, quedaban para ver películas e ir a conciertos, elaboraban sorpresas de cumpleaños para sus amigos comunes y hablaban todos los días. En aquel momento, Jorge tenía novio, un novio muy formal, de los de toda la vida, con el que mantenía una relación de varios años, razón por la cual ahora lo llama "mi difunto", porque él dice que ha sido como una especie de matrimonio extenso y que cuando terminó sintió que, en cierto modo, enviudó. No obstante, el hecho de tener una superrelación no le impedía cultivar su amistad con Lorenzo y dedicarle tiempo y atenciones. Si Jorge hubiera estado soltero, yo habría estado un poco celoso de aquella complicidad manifiesta entre ellos, aunque se veía a la legua que no era más que una sana relación de amistad. Aun así, envidiaba el afecto que se tenían. Puede que porque el que teníamos Lorenzo y yo fuera artificial y forzado a todas luces, por mucho que me empeñara en entender lo contrario: aunque Lorenzo era el primer tío estupendo de mi vida, entre nosotros no había química, sólo empeño y capricho.

Una de las cosas de Jorge que más curiosidad despertaba en mí era que, haciendo gala de su habitual sinceridad, tenía mucho qué decir acerca de las relaciones personales que Lorenzo mantenía por doquier. Y no se cortaba en expresarse, oigan, qué va, que ya en aquellos tiempos su lengua viperina se ocultaba tras sus labios adecuadamente afilada para formular las observaciones pertinentes y criticar a destajo.

Lorenzo, aunque había hecho la carrera de Periodismo, trabajaba en la barra de un bar de ambiente en tanto se le presentaba una oportunidad mejor. Por "mejor" debemos entender que él esperaba encontrar un trabajo medianamente relacionado con lo que había estudiado; es decir, que le llamaran, por fin, de alguna de las múltiples empresas que contaban con su curriculum en las famosas bases de datos a las que siempre se refieren los ejecutivos de selección de personal. Por "mejor" no podemos entender que el trabajo de camarero no le diera dinero suficiente a Lorenzo, porque lo cierto es que cobraba, sumando las propinas, casi el doble del sueldo medio de cualquier plumilla; y eso lo sé yo de muy buena tinta. Además, su horario, aunque incluía ciertas horas de nocturnidad, sobre todo los fines de semana, no le partía el día y le dejaba libres las mañanas y parte de las tardes.

Vamos, que Lorenzo tenía muchas ganas de darle uso a su título de Periodismo, pero no era gilipollas, razón por la que no dejaba su empleo de camarero por cualquier cosa que le ofrecían. Trataba de compaginar los efímeros trabajos de periodista
freelance
que le salían con el bar, lo cual no le resultaba difícil porque su jefe, el dueño, estaba enamoriscado de él desde el primer día que se puso el mandil, de modo que cedía a sus peticiones de cambios de turno sin pensárselo dos veces.

El bar era uno de los más conocidos del ambiente de la ciudad: La Mota. Entre sus paredes circulaba una buena parte de la población mariquitusa. Y él, que ya de por sí era un ser sociable, siempre dispuesto a mostrarle una sonrisa a cualquiera que se le acercara, una sonrisa contagiosa que invitaba hasta al ser con peores pulgas sobre la faz de la Tierra a mostrarse cordial, se empeñaba en flirtear con la mitad de sus clientes como método comercial. Y sí, tenía razón cuando yo me enfadaba o le amonestaba con un reproche y me respondía que todos los camareros lo hacían. Parece ser que para ser camarero en un bar de maricones hay que ser especialmente encantador y hay que inducir a la clientela a pensar que se lo pueden montar contigo en cualquier momento. Aunque esto, y rompiendo una lanza a favor de los camareros que en todos esos bares amablemente aguantan a los babosos de turno y se ven obligados a sonreír perpetuamente si desean conservar su trabajo, es algo muy extendido en el mundo marica; lo de flirtear hasta con las columnas, digo, sin que tu profesión tenga nada que ver en ello.

El problema de Lorenzo no es que flirteara con todo el mundo. A pesar de algún que otro ataque de celos por mi parte, que no venía motivado por su actitud tanto como por la actitud de sus clientes (hay que reconocerlo, él era simpático pero no se extralimitaba y si era necesario dejaba claro que estaba emparejado y que no le interesaba ser infiel), Lorenzo no sacaba los pies del tiesto, en parte porque sabía que si lo hacía se la jugaba. Nunca me he andado con tonterías, ni he aguantado más de lo estrictamente necesario en este sentido. El problema de Lorenzo es que tenía una insaciable necesidad de caer bien, de ser el mejor amigo de todo el mundo. Por eso, fomentaba relaciones pretendidamente profundas con más de la mitad de sus clientes. Reconocimiento, ya ven, autoestima basada en cuántos más, mejor. En cuanto sobrepasaban el umbral del par de intercambios de palabras, Lorenzo se empeñaba en que aquella relación fuera a más, les daba su teléfono y se comprometía a quedar con ellos cuando tuviera un día libre. Luego se quejaba constantemente de que no tenía tiempo o de que no podía quedar con sus amigos de toda la vida, como Jorge, porque estaba demasiado estresado. Pero en cuanto disponía de unas horas libres, en lugar de fomentar sus relaciones de amistad verdaderas, las que había ido recolectando con el paso del tiempo y que estaban basadas en experiencias reales y dramas compartidos, quedaba con Fulanita, a la que había visto dos veces en su vida y cuya conversación más profunda había girado en torno al último disco de Fangoria; o con Menganito, un tipo que no le caía ni bien siquiera y del que luego terminaba quejándose copiosamente al subnormal que le aguantaba, papel que compartíamos Jorge y yo.

Habitualmente, ante sus quejas, me callaba. En contraste, Jorge no tenía problemas a la hora de discutir con él y señalarle que no podía ser el mejor amigo de todo el mundo y que si tan estresado estaba y de tan poco tiempo disponía, tal vez debiera establecer prioridades, como hacemos todos, y quedarse con las personas que le llenaban de verdad, tanto si él estaba dentro como si estaba fuera de ese subgrupo de gente verdaderamente relevante. Pero Lorenzo se las ingeniaba para salir del paso y abusar de la paciencia de Jorge y, en general, de la mayoría de sus amigos más allegados, que estaban un poco hasta las narices de tener que pedir audiencia para tener una cita con él de las de café y charla tranquila.

Sin ir más lejos, yo era uno de esos seres que se suponían privilegiados en su vida pero cuya posición predilecta nunca llegué a sentir del todo. Lorenzo pasaba mucho tiempo conmigo, es cierto, y ello se debía en gran medida a que me empeñaba en ir a verle a la barra de La Mota cada vez que podía, cuando el trabajo me lo permitía. A veces iba con alguien, me llevaba a algún amigo, a Sandra, por ejemplo, que estuvo allí bebiendo cervezas conmigo en infinidad de ocasiones. Era normal que buscara compañía extra: había ratos en los cuales Lorenzo estaba libre, momentos en los que no había gente y podía prestarme atención; pero, en la mayoría de las ocasiones, sufriendo el estrés propio de los camareros a ciertas horas, cuando los bares se llenan y la clientela se impacienta, me limitaba a mirarle como un pasmarote y podían transcurrir horas hasta que él dispusiera de un hueco para acercarse a mí y soltarme al oído cualquier tontería con la que hacerme sentir especial. Su voz vibraba en mis tímpanos y me reconfortaba: así la espera había valido la pena.

Supongo que esas son las cosas que se hacen por amor.

Cuando Lorenzo no estaba trabajando tampoco se esforzaba por pasar tiempo a solas conmigo. Si quedábamos para ir al cine en una tarde libre para ambos (coincidencia que no tenía lugar muy a menudo y que si sucedía se debía a que yo hacía malabares para que en el periódico me dieran este día en lugar de aquel) a él se le ocurría invitar a no sé quién, una chica muy maja que conocía del bar, o a no sé cuántos, una de sus amistades de la facultad a la que no había visto en ciento cincuenta años. No recuerdo cuántas veces le dije que debía avisarme de esas cosas porque yo también tenía amigos a los que no veía desde hacía mucho, demasiado tiempo: si él iba a aprovechar la tarde poniéndose al día con alguien, yo podía hacer lo mismo, aunque estuviéramos sentados en la misma mesa. Pero Lorenzo no toleraba la posibilidad de dejar de ser el centro de atención para todos los presentes en las reuniones sociales a las que asistía, de manera que, aunque asentía con la cabeza dándome la razón para que cesaran las reprimendas que le dirigía, la situación volvía a repetirse a la semana siguiente.

No me enfadaba con él, de verdad, no podía; simplemente, no me salía. Yo creo que él lo sabía. Desde el principio me había dejado encandilar por su sonrisa, por su voz, por sus bromas y sus dejes y muy pronto empezó a decirme que yo le gustaba mucho, que se estaba enamorando de mí y que me quería. Y yo le dejaba, le permitía que me dijera todo aquello. Me encantaba, aunque sabía que no estaba bien que fuéramos tan rápido, que en apenas un par de meses estuviéramos hasta el cuello en una relación. Supongo que hice lo que proclaman tantos mensajes, tantos autores y tantos artistas: me adherí a la filosofía del
carpe diem
; me dejé llevar y viví el momento con toda la intensidad que logré encontrar en mi capacidad inmanente de desear.

Y durante aquellos momentos fui feliz, fui jodidamente feliz.

Pero luego él me dejó. Sin más.

Una copa de vino

Sábado, nueve de la noche. A estas horas, como es costumbre en mi vida, yo debería estar cenando cualquier cosa y decidiendo qué ropa ponerme; o, como dice Jorge, qué conjunto de putita agenciarme para ligar. Sin embargo, estoy arreglado, con facha de niño bueno y cara de no haber roto nunca un plato esperando en una plazoleta a que llegue Ojos Bonitos.

Porque, para información de ustedes, mis fieles lectores, Ojos Bonitos me llamó. Ayer, justo ayer. Aún estaba dormido, aunque era la una de la tarde: el concierto se había extendido hasta las tantas y me había emborrachado considerablemente. Mi móvil comenzó a sonar, rompiendo mis sueños más dulces y resacosos. Lo peor es que supuse automáticamente que quien me telefoneaba era Jorge y respondí sin mirar el identificador de llamada mediante una voz de lo más pastosa que, para colmo, esbozó, sin preámbulos, ni anestesia, ni nada:

—Dime, zorra.

—Vaya. No sé qué decir.

A ver, yo sé que está mal, que lo que hice está mal, pero seamos francos: hace demasiado tiempo que no me llama nadie que pueda escandalizarse por esta expresión. Hace siglos que no me telefonean para concertar una entrevista de trabajo, para algo importante, para concederme una beca o para pedirme una cita. Los únicos que me llaman son mis amigos de toda la vida y los teleoperadores de Vomistar para que me cambie de compañía con una insistencia verdaderamente enervante. Tanto a unos como a otros el apelativo de zorra no debe sorprenderles cuando sale de mi boca.

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