O sea, que cuando él respondió aquello sin ocultar un matiz de sorna y cachondeo bastante perceptible, miré el identifícador de llamada temiéndome lo peor y me di cuenta de que no era Jorge mi interlocutor. Sí, evidentemente, ansié que la tierra se abriera y me tragara para no escupirme jamás.
—Eeemmm… Esto… —aclaré la voz, no se me podía notar que estaba dormido a la una de la tarde de un viernes y para colmo de resaca—. ¿Quién eres?
—O sea, que le das tu número a tanta gente que ni siquiera sabes quién te está llamando para proponerte una cita.
Estaba claro que era Ojos Bonitos. A pesar de su apreciación, que estaba hecha en un tono de mofa que no supe muy bien cómo tomarme, hacía demasiado tiempo que no le daba mi número de teléfono a ningún tipo interesante y la perspectiva de que me pidieran una cita era tan lejana como la de que me tocara el premio gordo del sorteo semanal de los Euromillones.
—Puede que sí, puede que sí pero este fin de semana lo reservo para ti, mira por donde.
—¿En serio?
—Claro que sí.
—Pues estoy de suerte, porque había pensado que podíamos quedar mañana sábado para cenar.
Clásico que es él.
—Pues me parece una gran idea.
—¿Quedamos entonces a eso de las nueve en la plaza del Carbón? —propuso sin titubear. Estaba claro que lo había pensado antes de llamarme. O eso o se trataba de un tipo decidido. Tanto una hipótesis como otra me gustaba.
—Muy bien. Me parece un buen plan.
—Pues hasta mañana. Cuídate esa resaca…
—Hasta mañana.
Y me puse colorado. Por lo de la resaca. No había conseguido engañarle.
Causar buena impresión no es algo que se me dé especialmente bien. Es decir, hace un tiempo, hace muchos años ya, yo era una persona muy diferente a la que soy ahora. En pocas palabras: era un tipo bastante formal. Cualquier madre se habría enamorado de mí y me habría querido para su hijo. O para su hija. Yo era un tipo monísimo y encantador, un niño bien comedido, calladito, agradable, simpático, inteligente sin llegar a resultar pedante y muy considerado y respetuoso.
Pero las cosas cambian.
Las cosas cambian y ahora mismo no soy más que un tipo que ha vivido lo suficiente como para derrochar cinismo en todas y cada una de sus frases. Para colmo, mi actitud hacia los demás ha adquirido un toque chulesco que desagrada ligeramente a quienes no están acostumbrados a tratar con gente de mi calaña. Soy muy borde cuando quiero, no me callo ni una aunque quede de maleducado y puedo ser de lo más zafio y grosero si me lo propongo. Digo tacos y expresiones poco apropiadas como "me vas a comer el coño" o "esta fiesta es una mierda, en cuanto encuentre mis bragas me voy", así, sin venir a cuento y sin que me importe quién pueda oírlo: un amigo de confianza en una terraza o una señora de ciento cincuenta años en un autobús. Y sí, sigo siendo inteligente pero a veces se me va la mano, ya no tengo localizado el punto medio y resulto pedante. A veces resulto pedante porque quiero, lo admito, sobre todo cuando percibo que los demás pretenden caer por encima de mí adrede, sólo para subrayar su aparente superioridad. Soy un borracho y un poco promiscuo. No creo en el amor y muy poco en la amistad y en las buenas intenciones. Soy tolerante sólo hasta cierto punto porque creo que en la vida hay que tomar partido por las cosas; no soporto esa filosofía un poco pusilánime de "todo el mundo tiene razón" porque ya no transijo con respecto a ciertas ideas y conductas.
Pero la mayor diferencia es que antes me importaba lo que la gente pensara de mí.
Y la gente se daba cuenta, lo percibía, esas cosas se notan. Cuando la gente se percata de que quieres agradar a toda costa, automáticamente te califican como un ser maravilloso. Ojo, lo que les mola no es que tú seas la mar de simpático, sino que estés dispuesto a hacer lo que sea con tal de caerles en gracia. Que sí, que te lo digo yo, que de esto sé un rato. La mayoría de la gente, cuando dice "qué buen niño es Fulanito", lo que quiere decir en realidad es que Fulanito no molesta en exceso porque no tiene opiniones propias, se adapta a todo, no pone objeción jamás a los planes que los demás hacen para él y para colmo se deja mangonear sin oponer resistencia. Fulanito les parece tan buen niño porque pueden aprovecharse de él todo lo que quieran y más; y encima él les da las gracias a estas personas por ser tan buenas y consideradas. Un chollo, un puto chollo, eso es lo que es Fulanito.
Y yo lo sé, porque durante mucho tiempo Fulanito fui yo.
Pero las cosas cambian.
Hasta un par de minutos antes de concertar una cita con Ojos Bonitos, incluso un rato antes de salir de casa y tomar el autobús para estar en el lugar indicado a la hora acordada, yo pensaba que soy como soy, que no necesito la aprobación de nadie y que si he cambiado tanto ha sido para bien, porque ahora tengo carácter y personalidad, por mucho que esto moleste a la gente. En cambio, ahora no puedo evitar evocar a aquel pequeño Fulanito que manejó mis movimientos tanto tiempo y del cual aún conservo una minúscula porción en mi interior. Porción que cuando se moja se hace más y más grande. Y, claro, en este instante, a eso de las nueve de la noche, mientras espero a que Ojos Bonitos aparezca, no puedo evitar pensar que no voy a ser lo que él espera, que es más que probable que cuando me mire no sepa ver más allá del chulo de mierda que he puesto como fachada para que los otros no vean a Fulanito y decidan aprovecharse de él. No creo que vaya a ser lo bastante listo como para apreciar lo que se oculta tras las densas capas de maquillaje que me he puesto con brocha gorda.
Esta reflexión me jode mogollón, porque a mí, lo que piense Ojos Bonitos y lo que piense el resto de los putos maricones de la Tierra debería traérmela al pairo. Debería. Pero la verdad es que nunca consigo que esto sea así al cien por cien gracias a la maldita necesidad de aprobación que albergo en mi interior y que nadie parece entrever. Todo el mundo cree firmemente que mi farsa es completamente real, que me importa una mierda lo que piensan de mí. Pero no es verdad, nunca ha sido real; aunque fingir que lo es ha sido, es y será mucho más divertido dadas las circunstancias en las que me veo obligado a desenvolverme. Mi lado más frivolo y mi lado más serio se pelean constantemente y pugnan a cada momento por salir a la superficie.
Sí, lo sé, Freud haría el agosto conmigo.
Ojos Bonitos interrumpe mis pensamientos de quinceañera insegura que espera ser la más guapa de la fiesta y que se ha echado medio bote de maquillaje sobre un grano esperando que no se le note y me saluda mediante un par de besos en las mejillas y una sonrisa cordial. Me pregunta por mi resaca. Me sonrojo y le explico que fui a un concierto y empiezo a hablar de Jorge y de su relación con Jesús porque siempre es más sencillo desviar las conversaciones iniciales hacia temas y conocidos comunes ante el terror de tener que hablar, en breve, de uno mismo. Me pregunto cómo se hacía eso, cómo se sentaba uno delante de un desconocido y empezaba a mostrarse con naturalidad; eso que se me daba tan bien antes, a pesar de que en esos tiempos los demás podían percibir mi miedo y ahora no. Ahora que parezco fuerte no puedo permitir que nadie se dé cuenta de que estoy hecho un mar de nervios y que por dentro me carcome esa parte de mí mismo que me juzga y que me odia. Fulanito, ¿por qué no me dejas en paz?
Intento dejarme llevar, pero no lo consigo. Vamos de camino a La Quesería, un restaurante especializado en quesos de todo tipo y bastante coqueto al que Ojos Bonitos me conduce.
—Me han hablado muy bien de este sitio, pero nunca había venido —me dice cuando ocupamos una de las mesas del fondo.
—Sí, a mí también me han dicho maravillas. Y me encanta el queso…
Intento ser amable. Qué menos. Ojos Bonitos está muy bueno: se nota que se ha maqueado a conciencia para la cita. Creo que debería haberle piropeado, haberle dicho que me parece que está muy guapo. Él sí me lo ha dicho a mí por el camino y sólo he tenido valor para ponerme colorado. Haber abierto la boca para devolverle el piropo habría sido toda una hazaña épica digna de haber aparecido en algún libro de Historia. Definitivamente, soy imbécil.
La cena transcurre sin incidentes. Hacemos bromas sobre el queso, manjar que nos encanta a los dos. Tal vez por eso lo de mirar la carta se nos antoja una cosa divertida. La repanocha, maricón: cualquier cosa nos hace sonreír como adolescentes nerviosos a punto de practicar su primera felación.
Pedimos vino: un poco de alcohol para relajar el ambiente, que consigamos centrarnos en otra cosa que difiera de rellenar los silencios que nos separan apenas unos milímetros. Y digo unos milímetros, una distancia tan ínfima, porque nuestros pensamientos se encuentran entrelazados desde hace un buen rato. Esas cosas se palpan en la peculiaridad del aire que se respira.
Así que hablamos de lo que hemos estudiado y del amago de trayectoria laboral que hemos recorrido hasta el momento. A los jóvenes nos pasa que aunque nuestro paso por el mundo del trabajo remunerado no es muy dilatado, nos parece lo suficientemente intenso como para pasarnos un buen rato comentando las injusticias sufridas, que suelen ser las típicas de cualquier persona adulta que roce la treintena y que viva en este mundo y no en el de los enchufes y los viajes por Europa costeados por papá. Algo que no es del todo malo: la indignación no es más que una consecuencia de haber esperado y deseado algo diferente, definitivamente mejor. Le cuento mi historia como corrector de un periódico diario y no puedo evitar soltar improperios y tacos de lengua extremadamente sucia. Con este tema se me llevan los demonios aún, no lo puedo evitar. El problema es que estoy quedando fatal. Yo tengo este problema: cuando soy natural y espontáneo me siento burdo y banal, como si la ausencia de artificios me desnudara y mi desnudo fuera grotesco y feo. Siempre lo he dicho alto y claro para quien quisiera oírme: yo sin ropa pierdo mucho. Muchísimo.
Él me cuenta un poco de su vida, que es de Valencia pero que sus padres y él se mudaron cuando era muy pequeño y apenas tiene recuerdos de su infancia en tierras levantinas. Yo le escucho porque me interesa. No es como cuando finjo que escucho a alguien por si follamos luego y pongo el salvapantallas mientras pienso en cosas como la lista de la compra o en que tengo que limarme la uña del meñique en cuanto llegue a casa. No me miren así de mal, eso es algo que hacemos todos constantemente: apretar el
off
, desconectar, albergar un mono con platillos dando palmas mientras otra persona está charlando con nosotros o relatándonos alguna cosa aburridísima. Ojos Bonitos sí es interesante, lo reconozco. Hay algo en él que me resulta atractivo, pero no puedo determinar qué. ¿Será su aire distraído? ¿Será que me recuerda mucho a la parte de mí mismo que trato de ocultar? ¿Será su voz? ¿Serán las luces de esta habitación? Esto me suena… Qué bien me siento de repente. ¿Serán sus ojos? ¿O será que está muy bueno y que tiene un polvazo? O dos. O muchos. No sé. El vino comienza a hacer el efecto oportuno. Nunca bebo vino y se me está subiendo a la cabeza.
Nunca bebo vino y no sé si Ojos Bonitos es muy dado a consumirlo en estas cantidades pero nos estamos poniendo púos en un momento. ¿Un momento? No sé cuánto tiempo ha transcurrido desde que nos encontramos, desde que iniciamos una conversación que todavía no ha decaído, que no ha tenido ocasión de interrumpirse en un solo instante. ¿Voluntad de rellenar los silencios? ¿O es que se ha producido una de esas conexiones que le hacen sentir a uno un poco idiota por creer en lo increíble? De cualquier modo, el tiempo carece de importancia, puede que por los efectos del vino, puede que por los efectos naturales: el placer que desata una reacción química en mi cerebro, producto de la buena compañía, se ha cargado las manecillas de todos los relojes que pueda haber a mi alrededor en este preciso instante.
Estoy mareado pero sigo bebiendo. En el fondo sé que hay algo sobre nuestras cabezas, sobre mi cabeza al menos, un tema que flota y sobre el que pasamos de puntillas, un tema que no queremos tocar y que puede resquebrajar este bienestar. Evidentemente, ustedes comprenderán que cuando le miro no puedo evitar pensar que Lorenzo me dejó por él, que Lorenzo se fue con él, que Lorenzo estuvo follando con él justo después de mí. Y esa imagen emborrona el momento. Me jode, me jode muchísimo porque, la verdad sea dicha, Ojos Bonitos es un buen tipo, me cae bien. Y tiene un polvazo. O dos. O muchos. No sé. Me estoy emborrachando y ahora, aunque por dentro esté pensando en Lorenzo, me estoy descojonando de la risa con una anécdota divertidísima que me está contando Ojos Bonitos. Joder, si es que para colmo tiene sentido del humor. No me extraña que Lorenzo me dejara por él. ¿Se puede saber por qué me empeño en flagelarme cuando un chico guapo me mira con ese brillito en los ojos? Sí, sí, ya saben, ese brillito en los ojos que nos pone tontos perdidos…
Estoy más mareado pero sigo bebiendo. Oh, Dios, he hecho una caída de pestañas mientras le sonreía. Soy una auténtica zorra. Debería ir al servicio y aprovechar para llamar a Jorge y que me asesore. Pero no me siento capaz de levantarme, creo que tengo las piernas de goma y temo caerme delante de Ojos Bonitos. No me malinterpreten, sé que no debería importarme lo que Ojos Bonitos y el resto de maricones del mundo piensen de mí, pero es que esta noche me queda algo de sentido del ridículo. Aunque si seguimos bebiendo de esta manera no les digo yo que no vaya a terminar regalándoselo a ustedes, todo para ustedes. Entérico. Como al resto de los mortales, ingentes cantidades de alcohol me desinhiben. Aunque no sea real que me importe una mierda lo que el resto del mundo piense de mí, a veces actúo como si lo fuera, aunque sólo sea con la intención, no de convencerme a mí mismo de que puedo ser alguien que no soy, sino de convencerme de que siendo como soy puedo gustarle a los demás.
—Bueno, habrá que ir pensando en irse, ¿no?
Ojos Bonitos pide la cuenta. Miro el reloj por primera vez en toda la velada y a continuación mis ojos se desvían para estudiar el entorno. Es casi la una de la madrugada y nos hemos quedado solos en el restaurante: no sé cómo el tiempo ha podido pasar tan deprisa. Los camareros nos miran divertidos porque nos lo estamos pasando pipa diciendo tonterías. En algunos momentos se han hecho partícipes de nuestras ironías y bromas un tanto negras, punzantes, inteligentes, ácidas. Deciden invitarnos a un chupito. Oh, Virgen Santa, esta noche voy a terminar más ciego que Serafín Zubiri y ni siquiera estoy con Jorge para que me cuente lo que está sucediendo.