Anoche no llamé a Ojos Bonitos. Le dije a Jorge que necesitaba meditar y que lo llamaría hoy mismo pero la cuestión es que sigo sin tener muy claro qué hacer. Tal vez debiera olvidarme de todo este asunto y dejar pasar la oportunidad. No sé por qué diablos me empeño en tener nada con él, como si lo conociera, como si fuera especial. La realidad es que yo no sé casi nada de Ojos Bonitos y no debería albergar el menor reparo a la hora de deshacerme de la idea de tener algo con él. Idea que hace una semana no tenía en la cabeza y era igual de feliz. O de infeliz.
La cuestión es que aunque la salida fácil sería no volver a llamar a Ojos Bonitos en mi puñetera vida o llamarle para pedirle disculpas por mi repentina huida y soltarle alguna frase mascullada, demasiado gastada, de esas de "es que estoy en un momento complicado de mi vida y no sé lo que quiero" para deshacerme de su presencia de un plumazo, hay una parte de mi interior que me impide hacerlo. Se trata de esa parte que se llama integridad. Y es curioso porque a veces pienso que ya no me queda, que se me ha extraviado pero aparece siempre en los momentos clave, justo cuando creo que estoy perdido, para recordarme que muy en el fondo no soy tan diferente a aquel que era, por mucho que las tornas hayan cambiado y varias tortillas se hayan dado la vuelta. Fulanito no me deja en paz. Fulanito no encuentra justo que me deshaga de Ojos Bonitos sin más, sin concederle la oportunidad de ser conocido, de averiguar si de verdad me gusta. He criticado tantas veces a esos tipos que no han dudado ni un instante en salir corriendo mediante alguna cuidadosamente elaborada excusa del tipo "no estoy preparado para una relación", que me parece de una poca vergüenza mayestática usar ahora una similar para salir del paso. El mar está lleno de peces. Es verdad que ahí fuera hay millones de maricones pero la mayoría de ellos no merecen la pena o no se interesan por mí. Ahí fuera hay millones de maricones, una ingente cantidad, pero se trata exactamente de eso: están ahí fuera, no aquí, en mi vida, dentro del círculo próximo a mí, tendiéndome una invitación para echar un rato agradable y conocerme. Conocerme.
No y mil veces no, si llamo a Ojos Bonitos le diré la verdad. No voy a dar por sentado que él es un episodio más de mi vida sin averiguar, sin saber. No quiero continuar viviendo en la ignorancia de creer saberlo todo, no quiero volver a parapetarme en las tinieblas de la certidumbre fingida de quien no se atreve a aventurarse a conocer lo desconocido.
Si lo llamo.
Esta mañana he quedado con Sandra. Me gusta mucho quedar con ella por las mañanas en el centro de la ciudad y que nos apostemos en alguna terraza a tomar un café o un té con el fin de divagar. Sandra es una de las pocas amigas que me quedan de la facultad y, cuando me paro a pensarlo, que lo hago más a menudo de lo que aconsejan los psicólogos, creo que es una de las pocas personas que me ha conocido de verdad. Entre nosotros surgió una de esas conexiones recíprocas que funden al instante a dos personas y que, en ocasiones, salen mal y resultan engañosas pero que pueden llegar a desembocar en una amistad de ésas que se cuecen a fuego lento: las mejores, las más leales. Hace más de diez años que nos conocemos y no es que tengamos un contacto continuo, de vernos todos los días, pero yo sé que ella está ahí y ella sabe que estoy aquí. Pueden pasar dos meses sin que nos llamemos y luego, de repente, hablamos cuatro días seguidos durante varias horas. No nos enfadamos ni nos negamos la palabra porque nos respetamos y entendemos que cada cual tiene su vida. Dentro de esa vida hay una parcela pequeñita, humilde, mas muy significante, para la amistad que nos une.
Ambos nos vimos obligados a abandonar nuestros respectivos trabajos prácticamente al mismo tiempo. Estábamos hartos y hasta las narices de aguantar a subnormales que sólo porque ostentan el título de jefes piensan que tienen derechos sobre la vida y la salud mental de las personas que tienen a su cargo. Para matar el tiempo libre que nos quedaba y endulzar la mala baba que habíamos heredado, comenzamos una ronda de cafés y tés en el centro de la ciudad, un continuo de mañanas soleadas y conversaciones trascendentales. Los dos estamos de acuerdo en que se trata de una de las mejores cosas que tenemos y en que no cambiaríamos esos momentos de mutualidad expresa y cariño recíproco por nada del mundo.
Llego al lugar acordado para la cita, donde Sandra ya me está esperando. Esto es algo que todavía me sigue sorprendiendo, ya que lo habitual hace mucho tiempo, cuando estábamos en la facultad, era que Sandra llegara media hora más tarde de lo estipulado. Los demás lo teníamos tan asumido que a veces le decíamos que habíamos quedado media hora antes para que no nos hiciera esperar.
Pero las cosas cambian.
Tras el saludo y los qué tal de rigor, decidimos dirigir nuestros pasos hasta una calle estrecha situada muy cerca de la Catedral, uno de los lugares más bonitos del centro histórico. Allí nos sentamos en la terraza de una tetería. Pedimos un par de cafés que consumimos ávidamente y al poco, mezclándonos en conversaciones sobre vida laboral y recordando anécdotas de la facultad, pedimos un par de tintos con limón: va llegando la hora del aperitivo y nos sentimos incapaces de pegarnos otro chute de cafeína. Los dos somos bastante sensibles a ella. Finalmente, cuando la camarera, una chica de sonrisa contagiosa, nos sirve los tintos, Sandra se me queda mirando fijamente. Escrutándome tras sus gafas de sol, se lanza al ataque.
—Bueno, ahora cuéntame qué te pasa.
—¿Cómo sabes que me pasa algo?
—No sé, porque sí. Vamos, digo yo, ¿no? ¿Me equivoco?
Sandra se muestra poco humilde, ya que ambos sabemos que me conoce lo suficiente como para saber que me sucede algo de un solo vistazo. Si la he llamado el domingo por la noche y la he conminado con tanta urgencia a una quedada de lunes por la mañana es porque necesito hablar con ella.
—Venga, ¿qué te pasa?
—No es nada —respondo sin pensar. Trago saliva y hago tiempo—. Bueno, sí. Es…
—Lorenzo —completa ella sin pestañear.
—¿Cómo lo sabes?
—Siempre pones esa cara cuando se trata de él.
—Joder. ¿Tan coñazo soy?
—No, no eres coñazo —me consuela—. Es sólo que se trata de una cosa que te afectó mogollón. Es normal que tengas una cara para eso y que yo la reconozca. Hemos hablado mucho de él.
—Ya. Sí. Es verdad. El caso es que…
—Lo echas de menos —vuelve a completar Sandra.
—No. No es eso. Bueno, tal vez. No sé.
—Sigues escuchando la radio, ¿verdad?
—No —hago una pausa en la que demuestro mi crispación con un rictus asesino dirigido a la nada. No me gusta ser tan transparente ni tan predecible—. Puede.
Se hace un silencio entre los dos. Sandra bebe de su tinto con limón y me mira con la paciencia acomodada en sus pupilas. Está esperando a que ordene mis ideas y le relate lo que me sucede. Sabe que aunque me cuesta, siempre lo hago.
—El otro día —retomo yo en tono neutro—, cuando nos vimos en El Carmen, al rato de que te fueras, se me acercó un chico: Ojos Bonitos. Aunque ya te he hablado de él otras veces, te refresco la memoria: Ojos Bonitos es el tío por el que Lorenzo me dejó. Resulta que conoce a Jorge y nos presentó. Al cabo de un par de días, el tío vino a verme al trabajo y me pidió el número de teléfono, me llamó y me pidió una cita. Le dije que sí.
—Bueno, no veo que tiene de malo.
—No, si no tiene nada de malo. De aquello han pasado ya más de dos años. Es decir, que Lorenzo me dejó por él y el chaval no tiene la culpa, vaya. No creo ni que supiera de mi existencia, vamos.
—¿Y quedaste con él entonces?
—Sí. Fuimos a cenar y eso y tuvimos una cita de lo más agradable, si te digo la verdad. Estuvo bien, estuvimos hablando, riéndonos…
—Uy, uy, uy…
—¿Qué?
—El tonito de tu voz. Te gustó. Ojos Lindos te gustó.
—Ojos Bonitos.
—Lo que sea. Te gustó. Se te ha puesto cara de gilipollas al hablar de él…
—El caso —continúo, omitiendo su observación, porque no me quiero meter en jardines de los que no podré salir airoso y bastante tengo ya— es que después fuimos a su casa. Allí empezamos a meternos mano y a enrollarnos y tal… Pero hubo un momento en que me puse a pensar y me dio un bajón del quince. Me puse a pensar en Lorenzo, en que había estado con él… Esas cosas. Tuve que salir corriendo de allí. No sé, me sentí muy incómodo de repente. Salí de allí cagando leches en pleno ataque de ansiedad.
Sandra se queda pensativa durante unos segundos y luego sentencia:
—Bueno, pero es que eso es normal.
—¿Tú crees? —le respondo utilizando un tono esperanzado.
—Joder, claro que sí. Es que Lorenzo fue una persona importante para ti y él… Pues eso, que él estuvo con él también y al verte allí pues… No sé, que no lo veo tan grave como para que tengas esa cara, como para que te aprietes el cilicio.
—Es que me siento fatal, ¿sabes? Me fui de allí corriendo…
—¿No has hablado con él?
—No he tenido valor para llamarle todavía.
—Pero él sabía que tú habías estado con Lorenzo, ¿no?
—La verdad es que no lo sé.
El silencio vuelve a hacerse en medio de los dos. Un grupo de personas mayores con acento extranjero, tal vez holandés, pasan junto a nuestra mesa. Se dirigen a un museo cercano y arman cierto escándalo, conversando y riendo entre ellos. Tras los holandeses, una cara que me es muy familiar aparece. Me mira, me reconoce y luego posa sus ojos sobre Sandra. Se detiene y la saluda. Se trata de Marta, la misma Marta que Sandra se halló en la obligación de encarar en la puerta de El Carmen la tarde que conocí oficialmente a Ojos Bonitos. Hace todo lo posible por ignorarme y finge que no me conoce en absoluto, así que le respondo con la misma moneda. No obstante, conozco a Marta muy bien, la conozco incluso mejor de lo que la conoce Sandra. Creo que, a decir verdad, la conozco mejor que nadie. Cualquiera lo diría ahora, considerando que hace años que no la veo. Más años han transcurrido incluso desde la última vez que nos dirigimos la palabra. La evito todo lo que puedo estudiando la carta, la composición de todas estas infusiones, tratando de memorizarlas, mientras soy testigo auditivo de una conversación vacía, sin fundamento alguno, que decae muy pronto hasta que se acaba a través de una despedida fría y leve.
—Qué fuerte, qué casualidad. Ahora nos la vamos a encontrar en todos lados —expresa Sandra en cuanto Marta se encuentra lo suficientemente lejos como para no escucharnos.
—Sí, qué fuerte —apoyo muy nervioso todavía por la experiencia. Si me llego a pedir un café, me habría dado una taquicardia de la impresión.
—¿No piensas volver a hablarle?
—¿Yo? Ni muerto. Antes me voy de cañas con Jiménez Losantos.
—Pues vaya plan —sentencia con un poso de pena que enseguida rectifica—. ¿Tanto te dolió?
—Y me sigue doliendo. Creo que, junto a lo de Lorenzo, ha sido uno de los peores tragos de mi vida.
—Pero entonces… —reflexiona unos segundos antes de seguir—, ¿por qué no lo has intentado arreglar? Quiero decir que si te importa tanto, a lo mejor…
—Mira, Sandra, siento si esto suena borde pero con el tiempo me he dado cuenta de que mis principios están por encima de cualquier relación. No sé si eso me hace menos sociable y más intransigente; seguramente, sí. Y me importa una mierda, porque algunas veces para ser fiel a uno mismo hay que serle infiel a los demás.
—Pero puede que estés siendo demasiado injusto. No sé, José Carlos, algunas veces hay que perdonar, pasar por alto ciertas cosas. Ella te quiere mucho. Yo lo sé. Más que a mí. Estoy segura de que se arrepiente mucho de lo que pasó. Y esto no lo digo sólo por ella sino porque creo que puede hacerte bien a ti. Esa espina lleva clavada en el mismo sitio mucho tiempo. Puede que vaya siendo hora de que…
—Paso —interrumpo contrariado por esa cantinela que me suena demasiado y ante la que no estoy dispuesto a sucumbir. Intento deshacerme de la incomodidad que se ha generado en mí como consecuencia de haberme topado con Marta, uno de los espectros de mi vida pasada. A esta edad, uno tiene ya tantos fantasmas guardados en el armario que ya no le quedan sábanas blancas limpias y sin agujeros.
—No deberías pasar, ¿sabes? —Sandra hace una pausa y suspira profundamente. La escruto con atención a través de mis cinco sentidos: estoy seguro de que hay algo que no me está contando. También la conozco muy bien a ella—. No sé si debería decirte esto, pero bueno, por si sirve de algo, ahí va. La semana pasada Marta me llamó. Quedamos para tomar un café.
—¿Y…? —respondo haciéndome el indiferente, aunque, en realidad, me ofende de forma irracional y desaforada esa cita a mis espaldas: una parte de mí, la más impulsiva, la siente como una especie de traición.
—No te enfades, José Carlos. Me lo pidió y no pude negarme. Quería arreglar las cosas conmigo. Aunque yo sé que lo que pretendía era abrir una puerta para arreglarlas contigo, que eres quien más le importa de los dos y quien más miedo le da. Está muy cambiada, ¿sabes? Sigue con Natalia pero se peleó con sus padres y ya no se habla con ellos. No sé, tío, la gente comete errores. Ella sabe que la cagó, que se equivocó. Todos nos merecemos una segunda oportunidad.
—Ésa lo que quiere es lavarse la conciencia —sentencio tajantemente mientras me cruzo de brazos.
—¿Y qué hay de malo en querer lavársela? No hay nada malo en lavarse la conciencia de este modo. Mucho peor sería que fuera por ahí diciendo que lo que hizo estuvo bien, que nos lo merecíamos o que estaba en todo su derecho de decir lo que pensaba, aun a costa de insultarnos. Eso sí que es lavarse la conciencia de forma chunga, rollo autoengaño. Pero no es el caso. Ella ahora reconoce que lo hizo como el culo y quiere enmendar su error. La ha cagado. Y ahora, al menos, quiere hacer las cosas como es debido. No te estoy diciendo que quiera que seamos amigos para siempre otra vez. Yo creo que sólo quiere pedir perdón. Está echando balones al suelo. No creo que haya nada malo en ello tampoco. Y creo que todos nos hemos sentido mal bastante
—Bueno, ¿y de lo mío qué? —la interrumpo de nuevo, impaciente, consternado por la información y el razonamiento que me acaba de tirar a la cara y que me va a dar más que pensar de lo que me gustaría admitir.
—¿Lo tuyo? —inquiere ella sinceramente confundida. El tema de Marta la ha desconcertado y desubicado tanto como a mí.