—¿Y tú nunca tonteaste con él?
—¿Con quién?
—Pues con quién va a ser, ¡con Ojos Bonitos!
—No, qué va. No es mi tipo.
—El niño está muy bueno.
—A ver, qué sí, que está bueno, pero no es para nada mi tipo. A mí me gustan más… No sé… Músicos.
—Ja, ja, ja, mira que te gusta dorarme la pildora.
—Y a ti que te la dore, maja, que eres una maja de Goya Toledo, que estoy oyendo cómo te pones gorda desde aquí.
—Qué va, si a mí esto me lo dicen mis fans a todas horas.
—Mira que eres circa. ¿Qué tal llevas el concierto de esta noche?
—Pues bien. Ahora después de comer me voy para el local con esta gente, a ultimar detalles.
—Cada vez que os veo me gustáis más.
—Ya, eso es porque cada vez que vienes a vernos yo te tengo más loco.
—Ja, ja, ja, anda que no eres tú nadie, Jesusito de mi vida.
—Entonces, ¿te vendrás conmigo esta noche?
—Qué sí, pesado, qué sí. Si tampoco tengo nada que hacer mañana por la mañana… Seré todo tuyo.
—¿Todo?
—Todo. Palabrita.
—Pues estoy deseando que termine el concierto. ¿Te veo allí entonces?
—Claro que sí. Un besico, osito.
—Otro, guapérrimo.
«Puede incluso que la vuelvas a fastidiar y todo. ¿No te parece una idea genial descubrir cómo?». Han sido las palabras que Jorge ha utilizado cuando me he calmado, cuando nos hemos tranquilizado los dos, cuando la charla de esta tarde, por fin, ha tomado otro cariz. Hemos pasado una media hora en tensión, discutiendo sobre mi obsesión por Lorenzo y todo lo que la rodeaba, hasta que he roto a llorar durante cinco minutos en los que Jorge ha permanecido en silencio al otro lado de la línea, en los que me ha permitido desahogarme sin rechistar. Era justo lo que necesitaba. Luego, como si el hecho de haber descubierto la raíz del problema hubiera tenido propiedades curativas y ya no hiciera falta hurgar más en la herida, a lo teoría del psicoanálisis, hemos pasado a hablar de si debía asistir o no al concierto, a la cita con Ojos Bonitos. Y en el fondo esas palabras irónicas, llenas de burla, que Jorge ha expresado son las mejores palabras que nunca nadie me podría haber dicho para que, finalmente, decidiera vestirme, arreglado pero informal, y para que ahora mismo me encuentre en el portal de mi edificio. Estoy apoyado en el quicio del umbral, iluminado por la débil luz de la entrada. Espero impaciente a que aparezca el destartalado coche de Jorge, dispuesto a conducirme a un destino incierto. Destino incierto que, desde luego, no iba a descubrir metiendo la cabeza bajo la almohada. Ninguna buena historia comienza diciendo: «Me quedé en casa y me fui a dormir triste». Es hora de afrontar el presente.
¿Que si estoy nervioso? ¿Ustedes qué creen? He derramado medio bote de gomina sobre el suelo de lo fuerte que lo he apretado cuando trataba de peinarme y les aseguro que yo no soy ningún ejemplo de fortaleza hercúlea. Estoy a punto de morderme los muñones, así que trato de parecer un tipo seguro de sí mismo al tiempo que ensayo patéticas poses que estudio en el reflejo velado que me devuelve el cristal de la puerta. No funciona, así que pienso que una buena terapia para calmar mis nervios sería la de estampar mi cabeza contra esa puerta hasta conseguir que mis neuronas, las pocas que me quedan digo, mueran y adquirir el atractivo efecto de la lobotomía. No creo que así me ligue a Ojos Bonitos pero tampoco creo que me importe mucho habiendo llegado a ese estado.
Justo en el instante en que estoy a punto de dar mi primer cabezazo, soy salvado por el claxon y mis neuronas, las pocas que me quedan digo, suspiran aliviadas.
Al entrar en el coche percibo la mirada escrutadora de Jorge que, divertido, está dispuesto a proporcionarme palabras animosas durante todo el trayecto hasta la sala en la que tiene lugar el concierto de esta noche. Que si tú puedes, putita mala, que si el mar no se acaba en Ojos Bonitos, hay maricones pa' seguir, que si todo va a salir bien y si sale mal siempre nos quedarán las cervezas rusas de ocho grados… Consigo relajarme por momentos, porque siempre me termino riendo con Jorge y sus ocurrencias y porque sé que pase lo que pase siempre tendré a mi disposición el mejor de sus abrazos. Siempre ha sido así, desde que Lorenzo desapareció definitivamente de nuestras vidas. Ahora no va a ser diferente. Así que me digo que si las cosas no salen bien, que si Ojos Bonitos no tiene la deferencia de aparecer en el concierto no se va a acabar el mundo. Y tengo toda la razón.
Durante un segundo permanecemos los dos en silencio. Nos encontramos en el mismo cruce en el que conocí a Lorenzo, detenidos ante un semáforo en rojo, el mismo que me salté aquella vez. Habitualmente, cada vez que paso por aquí, me pongo muy nervioso y la nostalgia me invade. Esta noche, en cambio, me encuentro muy tranquilo y aunque recuerdo a Lorenzo, su imagen ya no aparece tan nítida, sino que comienza a emborronarse en las esquinas, síntoma inequívoco de que me estoy alejando lo suficiente del encuadre. Eso me pone contento. Y ni siquiera la sensación de
déjá vu
que experimento de pronto, después de que el semáforo se pone en verde, Jorge reinicie la marcha y un coche nos golpee en el cruce, logra disipar mi bienestar.
El impacto ha sido considerablemente menor en comparación con el que tuvo lugar en el accidente en el que conocí a Lorenzo: apenas un roce que aparenta ser peor de lo que realmente es. Miro a Jorge que, al margen de su cara de estupefacción seguida por la expresión de mala leche al pensar en los posibles arañazos, se encuentra perfectamente. Me bajo del coche y una voz muy familiar me inquiere:
—¿Estás bien?
Me encuentro con el rostro de Marta, que tan aturdida como yo por el encuentro fortuito, se debate entre aproximarse o quedarse donde está.
Cuando comprobamos que no ha sido nada y que los únicos daños que hay que lamentar son un faro en el coche en el que viajaban Marta y Natalia y unos arañazos superfluos en el que íbamos nosotros, nos apartamos. Natalia y Jorge rellenan el parte del seguro, al tiempo que yo pienso en lo rara que es la vida. Noto que Marta, inmersa en su silencio, presa de la ausencia de comunicación que hemos situado en un punto equidistante entre ambos durante años, lucha por acercarse, por decirme algo. La miro sonriente por primera vez en lo que parecen ser siglos. Ella me devuelve la sonrisa. Por fin se aproxima. A una distancia prudencial pero cerca de mí, me habla:
—Lo siento —hace una pausa para tomar aire y mueve las manos, intentando apoyarse en el lenguaje gestual, tratando de que digan lo que no puede o no sabe decir mediante palabras—. No me refiero a esto, sino a…
—No hace falta que…
—Sí hace falta —me interrumpe decididamente—. He pensado muchas veces en lo que iba a decirte si tenía valor… Así que déjame que te lo diga —se ríe de sí misma nerviosa para adoptar un gesto solemne rápidamente—. Me equivoqué. Me he dado cuenta, ¿sabes?. Tarde. Pero lo hice. Y lo siento. De verdad, en serio. No sabes cuánto te he echado en falta, la de veces que me he arrepentido. No sé si vas a perdonarme, ni siquiera sé si es lo que pretendo a estas alturas… pero creo que es importante intentarlo. Lo siento. Siento no haber estado cuando me necesitaste. Siento que no estuvieras cuando yo te necesité. Quiero intentar decirte que lo siento. Al menos, intentarlo.
Al final es lo que queda.
Le hago un gesto con la mano. Las lágrimas acuden a nuestros ojos y tornan la noche líquida. Es curioso. Cuando he pensado en lo que pasó entre nosotros, en cada ocasión en la que el recuerdo me ha sorprendido, una inmensa sensación de rabia me ha inundado. Siempre he pensado que si alguna vez le volvía a dirigir la palabra a Marta iba a ser para insultarla, para echarle en cara el daño que me había hecho. En cambio, ahora mismo no me apetece cumplir todas esas promesas que me hice a mí mismo arropado por la rabia. Es más, la creo cuando me dice que lo siente, veo en sus ojos que ella me ha echado de menos a mí tanto como yo a ella. Tras la muerte de Lorenzo, hubo muchas noches en que me hubiera gustado llamarla sollozando para pedirle que viniera a buscarme a la puerta de mi casa y perder la madrugada sentados en un banco del paseo marítimo. Quizás, así, hubiera perdido menos tiempo escuchando la radio.
Finalmente, Marta y yo nos damos un cálido abrazo y prometemos tomar un café juntos para hablar detenidamente, aunque no haya mucho más que decir. Jorge no entiende qué ha sucedido y tengo que explicárselo durante el camino al concierto. Las cosas entre Marta y yo no van a volver a ser lo mismo. Es imposible retroceder en el tiempo y pretender que no ha ocurrido nada. Pero es importante saber. Es importante perdonar. Es muy importante que las imágenes malas se difuminen, empezando por las esquinas, hasta convertirse en borrones sin fuerza que no pueden despojarnos de nuestra bondad.
Es bonito. Inesperado. Poesía cósmica.
Es una lástima que en cuanto entramos en la abarrotada sala el bienestar que ha desatado esta situación fortuita se disipe como consecuencia del nerviosismo del que vuelvo a ser presa fácil y empiece a pensar en que si Ojos Bonitos no aparece me convertiré en un ermitaño que jamás volverá a hacer un gesto romántico por nadie. Y es curioso, porque este pensamiento me da pena y me doy cuenta de que no llevo a cabo estas acciones típicas de peli romántica por el hecho de que las otras personas signifiquen mucho para mí sino porque me apetece hacerlas. Sonará muy mal pero no he invitado a Ojos Bonitos a aparecer en el concierto porque esté tremendamente enamorado de él o porque sienta que le debo una explicación a lo que pasó la otra noche. Lo he hecho por mí, porque me apetecía, porque bullía dentro de mí, porque hay cosas que uno debe hacer, al menos, una vez en la vida, porque si me lo hubiera guardado me habría sentido peor, porque necesitaba demostrarme a mí mismo que era capaz de hacerlo, porque sentía que me lo debía. Si da buenos resultados, si Ojos Bonitos aparece y acepta mis disculpas, será estupendo. Y si no los da será igualmente genial: me reiré de mis fracasos, me carcajearé ante mis errores; no seré como todos esos estúpidos que viven en la ignorancia de creer saberlo todo, que se parapetan en las tinieblas de la certidumbre fingida de quien no se atreve a aventurarse a conocer lo desconocido.
Y, además, lo estoy intentando.
La sala donde va a tener lugar el concierto de La Ciudad Melódica de esta noche se encuentra totalmente abarrotada. Hay mucha más gente que la última vez. Parece que están cosechando un buen grado de éxito. Poco a poco, sin prisas, como deben suceder estas cosas. Sobre el escenario, considerablemente más grande que el que ocupaban en el concierto anterior al que tuvimos la ocasión de asistir, ya se acomodan los componentes del grupo y ultiman detalles. Miro nerviosamente a mi alrededor con la esperanza de que Ojos Bonitos ya esté aquí, en medio de la multitud, pero sé que en las películas románticas esto nunca ocurre: lo bueno se hace esperar. Jesús nos saluda desde el escenario y me sonríe socarronamente, puesto que conoce mi historia de pe a pa y sabe que lo que acontezca esta noche puede ser crucial. Alza el puño en señal de apoyo y lo miro con cara de cordero degollado. Me quedo apoyado en la barra, sudando un poco, mientras Jorge se acerca al escenario abriéndose camino entre la gente. Jesús se agacha y se dan un beso en los labios. «Qué bonito es el amor cuando tienes a alguien que te folla», pienso. Este pensamiento me hace consciente de lo chalado que estoy y de que los nervios no me ayudan a parecer una persona normal. Pido una cerveza con la esperanza de que el alcohol logre calmarme. Dirijo mis ojos por enésima vez hacia la puerta, pero no hay ni rastro de Ojos Bonitos. «No va a venir», me digo, y vuelvo a recurrir al pensamiento de que no importa si viene o no como un mantra que aplaque mis dudas e inseguridades.
Unos minutos más tarde Jorge ya se encuentra junto a mí. Me echa un brazo por encima de los hombros y me da un reconfortante beso en la mejilla. La música ambiente del DJ es cortada y deja paso a un breve silencio continuado por las primeras notas de la canción con la que el grupo abre el concierto.
—Ya ha empezado —le digo a Jorge consternado, soportando cierta presión en la garganta que intento corregir bebiendo un trago.
—Paciencia —me alienta y me atrae contra él calurosamente— . Todo saldrá bien.
Aunque el escenario se levanta frente a mí, no dejo de mirar hacia mi derecha tratando de controlar el menor movimiento de la hoja de la puerta de entrada. Sabía que iba a ser un calvario. Porque por mucho que trates de convencerte de que las decepciones pueden servirte para ser mejor persona, no dejan de ser auténticas putadas que duelen. Es inútil que finja no tener miedo a ese dolor. Reviso el teléfono móvil por si, por algún casual y por algún milagro de la patrona de las maricas descerebradas, he recibido alguna llamada y no me he dado cuenta; esperando, claro está, que esa llamada provenga del teléfono de Ojos Bonitos que, habiendo entrado en el recinto del concierto, no me haya visto. Lo cual es absolutamente imposible, porque cuando entras en un sitio es muy complicado no fijarte en el tío que está de puntillas en la barra con cara de gilipollas integral mirando hacia la entrada, sudando como un cerdo y bebiéndose una cerveza a la velocidad del Correcaminos.
Y entonces ocurre.
Ojos Bonitos entra en la sala. Yo me pongo rígido y le pego un codazo a Jorge. Sonríe. Sonrío. Alzo la mano para atraer la atención de Ojos Bonitos. Me ve. Sonríe. Sonrío. Jorge ha desaparecido. ¿Cómo lo ha hecho? Misterios de la naturaleza marica. Ojos Bonitos se acerca a mí con paso decidido pero se frena en seco en cuanto llega hasta a mí. Hacemos un ademán que no se entiende muy bien, inseguro, incómodo, que tiene su parte de gracia. Yo voy a darle dos besos, pero él me va a besar en la boca. Y finalmente sus labios colisionan contra mi oreja. Sonreímos.
—Vaya, has venido —le digo para romper el hielo.
—¿Cómo iba a negarme? Te has tomado muchas molestias para darme esto —contesta abriendo su mano y mostrándome en la palma la entrada del concierto extendida, un poco arrugada por el sudor.
Enrojezco.
—Sí. Bueno, quería… Quería pedirte disculpas por lo que pasó el otro día. Mira, sé que soy un imbécil, un completo gilipollas… Seguramente no merezco que me des la oportunidad de explicarme y no hay excusa convincente que…
—Cállate —me silencia Ojos Bonitos. A continuación levanta las cejas y pone una mueca divertida—. No hace falta que me digas más. ¿Sabes? Iba a venir de todas maneras, ya lo había decidido, pero esta tarde he recibido una llamada muy interesante.