Authors: Douglas Niles
Erixitl contempló la destrucción y a la masa de gente desesperada, y después dirigió su mirada al cielo.
——¿El regreso de Qotal? —preguntó furiosa—. ¿Es ésta la señal? ¿La destrucción de una ciudad, la muerte de miles de personas? ¿Qué clase de dios eres para torturarnos de semejante manera?
La lluvia cesó de pronto, y pudieron ver a la muchedumbre que se esforzaba por cruzar la superficie helada, perseguida por los monstruos. Los gritos de pánico y las llamadas de auxilio formaban una barahúnda atronadora.
——Te lo pregunto a ti, Qotal —gritó Erixitl—: ¿qué te propones? ¿Es ésta la manera como preparas tu regreso? —Su ira era tal que Hal la contempló asombrado.
»¡Escucha lo que te digo! ¡No te necesitamos, no queremos que vuelvas! ¡Nos has abandonado durante demasiado tiempo! ¡Ahora quédate donde estás para siempre!
En aquel instante, Erix se echó a llorar y hubiera caído de no haber sido que Hal la sostuvo entre sus brazos.
Los monstruos pisaron el hielo detrás de los fugitivos. Inseguros sobre la superficie resbaladiza, la mayoría se cayó. Los orcos gruñían furiosos, mientras los ogros, mucho más voluminosos, retrocedían al sentir que el hielo se resquebrajaba bajo su peso. Con un coro de aullidos, las bestias presenciaron la huida de los humanos; no podían moverse con la velocidad suficiente para alcanzarlos.
La distancia entre perseguidos y perseguidores se amplió poco a poco, hasta que los humanos consiguieron llegar a la orilla opuesta. Una vez allí, echaron a correr con todas sus fuerzas, a la búsqueda de cualquier refugio que les pudieran ofrecer las montañas, los bosques, o hasta el desierto.
A sus espaldas, el hielo comenzó a derretirse. Muchos orcos se ahogaron en el lago. Aquellos que se encontraban más cerca de la costa, se apresuraron a regresar a la orilla. Desde allí, agitaron los puños y gritaron a los fugitivos. Después dieron media vuelta y desaparecieron entre las ruinas humeantes de la ciudad.
La débil luz del amanecer gris alumbró a las masas miserables acurrucadas en los límites del valle. Ya no quedaban humanos en la ciudad. Los que no habían escapado a tiempo, habían muerto en los terremotos, o habían sido asesinados por las bestias salvajes de la Mano Viperina.
Los ríos de lava continuaban su descenso por las laderas del Zatal y, al entrar en contacto con las aguas de los lagos, provocaban grandes nubes de vapor que ocultaban de la vista de todos el terrible cuadro de horror y desolación.
——Quizá deberíamos dar gracias por las nubes y la bruma —dijo Erix, en voz baja, sentada junto a Hal debajo de un cedro añoso, no muy lejos del agua—. No pueden ver lo que han dejado atrás.
Halloran contempló a los millares de personas que ascendían lentamente por las laderas para abandonar el valle. Algunos grupos de legionarios marchaban entre ellos, pero nadie parecía dispuesto a reavivar la batalla.
——¿Adónde irán? ¿Qué lugar queda para refugiarse? —pensó en voz alta. Por experiencia propia, sabía que al suroeste sólo había desierto, y, sin embargo, ésta había sido la única vía de escape de la ciudad.
——No lo sé. Quizá la Casa de Tezca, para morir de hambre o de sed —opinó Erix, indiferente. Su desaliento era tan enorme que la perspectiva de una nueva tragedia no la conmovía.
——¿Qué le habrá pasado a Poshtli? —preguntó Hal, vacilante—. ¿Habrá muerto en la montaña?
——¡No! —gritó Erixitl, con un poco más de ánimo—. ¡Me niego a creer que esté muerto!
Halloran la miró asombrado, y suspiró. No quería discutir con ella, pero para sus adentros lloró la muerte de su amigo.
——¿Erixitl? ¿Tú eres Erixitl de Palul? —preguntó una voz suave a sus espaldas. Se volvieron y, al ver la figura de un Caballero Jaguar muy alto, se levantaron, alarmados.
——¿Qué quieres? —exclamó Hal, tajante.
——Perdón si os he asustado —contestó el guerrero, sin alzar el tono, a través de las mandíbulas abiertas de su casco—. Soy Gultec.
——Te recuerdo —dijo Erix. En otra ocasión, este caballero había ayudado a mantenerla sujeta sobre el altar de sacrificio. Pese a ello, ahora no le tenía miedo—. ¿Qué deseas?
——Debemos reunir a esta gente y guiarlos —repuso Gultec—. A ti te escucharán, y yo sé dónde hay comida y agua en el desierto. Venid conmigo y os enseñaré el camino hacia la salvación.
Por un momento, lo contemplaron atónitos. Gultec esperó paciente su decisión. Por fin dio media vuelta y echó a andar. Halloran y Erixitl lo siguieron en su camino hacia la salida del valle.
En las entrañas del volcán en erupción, los Muy Ancianos supervivientes esperaban que pasase la tormenta. Y, entretanto, atormentados por el odio y la furia, planeaban su venganza; una venganza que asolaría al mundo durante siglos, hasta que el último de ellos hubiera conseguido superar su vergüenza y su fracaso.
Los reunidos ya no eran los esbeltos y elegantes elfos oscuros. Evitaban mirarse por la repulsión que les producía su nuevo aspecto, pero era inútil, pues allí adonde dirigían la mirada se veían enfrentados al mismo horrible espectáculo.
Las drarañas se acurrucaban, aterrorizadas por la furia de la montaña, pero todavía poderosas y anhelantes por cobrarse la revancha. Ahora las formas arácnidas comienzan a moverse, y ascienden por los túneles de lava llenos de ceniza y humo hacia la superficie ardiente del mundo exterior. Cada una de ellas camina sostenida por ocho patas peludas. Un abdomen gordo y pesado les cuelga del torso, y sólo la parte superior del cuerpo conserva una apariencia superficial de su vieja figura.
Una de ellas, la que los encabeza en su marcha de regreso al Mundo Verdadero, tiene el cuerpo del blanco más puro, como un insecto desteñido que jamás ha visto la luz del sol.