—Ya estamos —anunció Martín a una Luz somnolienta.
—¿Qué hora es? —preguntó mientras se incorporaba y se frotaba los ojos para despejarse.
No hacía ni diez minutos que se había quedado dormida. Después de todo, no había descansado demasiado bien aquella noche.
—No tardo nada —comentó él cuando sacó la llave del contacto.
Luz salió detrás.
Martín abrió la puerta de la casa y la urgió a que entrara. Él se quedó fuera.
A un lado de la casa, en un lugar apenas visible desde la puerta principal, se había hecho instalar una caldera que alimentaba con leña. Al principio, había pensado en colocar algo más práctico como el gasóleo, pero, después de ver el enorme depósito que iba a tener que colocar en medio de la campa trasera, se lo había replanteado. Conseguir la madera no era tan complicado. El quid de la cuestión consistía en hacerse con un cargamento en otoño y controlar el consumo. La casa era bastante pequeña y él no era demasiado friolero. Así que, salvando el inconveniente de tener que salir de vez en cuando a alimentar a la caldera, estaba contento de haber tomado aquella decisión.
Abrió el cobertizo que había hecho construir para proteger la máquina de la lluvia, cogió dos enormes leños de la pila que había a un lado y los arrojó dentro. Revisó el regulador de la temperatura y regresó adentro lo más rápido que pudo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó cuando descubrió a Luz de pie, delante del sofá, haciendo movimientos extraños.
—Este aparato de los infiernos. No hay manera de entenderlo. Lo enciendo, pero solo he conseguido que aparezca la imagen en una esquina.
—Trae aquí, reina de la tecnología.
Luz soltó de buen grado el mando de la televisión. Martín solo tuvo que apretar uno de los botones para que el minúsculo cuadradito de la esquina superior derecha llenara toda la pantalla.
—Ahora te pensarás que soy una inútil.
—No, pero deberías compartir tus tardes del sábado con alguien de tu edad en vez de ver Cine de Barrio con la ancianita de abajo —añadió divertido mientras se dirigía a una estantería y cogía el portátil.
—¿Te interesa hacer cola a la puerta de mi casa para hacerme compañía? —le preguntó ella enarcando una ceja.
Martín le echó una intensa mirada antes de sentarse con el ordenador encima de las rodillas.
—Te aviso de que la paciencia no es mi mejor virtud.
¿Qué quería decir con aquello?
Por si acaso tenía alguna duda sobre la cantidad de admiradores que la perseguían, se apresuró a añadir:
—No te preocupes. Creo que eres de los primeros de la fila.
Él levantó la tapa y pulsó el botón de encendido antes de contestar.
—En ese caso, igual me animo.
—Te adelanto que la espera merece la pena —añadió ella con voz sugerente.
¿Se habría dado cuenta del ligero gesto que había hecho en dirección a la habitación, escaleras arriba?
Al parecer no, ya que dedicaba toda su atención a lo que tenía entre las manos.
Un rato más tarde, Luz decidió interesarse por lo que él hacía. Cualquier cosa con tal de sacarse de la mente el campo de nubes que la esperaba apenas unos metros por encima de la cabeza.
—¿Me dejas ver? —preguntó y se acercó a él todo lo que pudo sin esperar respuesta.
—Claro.
Que Martín no hiciera un solo gesto de separarse de ella le pareció premonitorio de lo que sucedería un rato después. Haciendo un gran esfuerzo, se concentró en la pantalla. Se trataba de las fotos que habían tomado aquel día. Lanciego, Yécora, Labraza...
—Este hombre también estaba en Lanciego.
En la foto, Luz aparecía al pie de la torre de la iglesia de Labraza y, al fondo, detrás de ella, un tipo bastante atlético, apoyado en un coche blanco, los miraba con las manos en los bolsillos.
—Sería mucha casualidad —comentó Martín quitándole importancia.
—Dale para atrás —le apremió y, como él no parecía hacerle ningún caso, ella misma comenzó a pulsar la flechita que apuntaba hacia la izquierda—. Aquí está —exclamó cuando encontró lo que buscaba
El tipo bajaba las escaleras delante del Ayuntamiento de Lanciego.
—Es verdad —confirmó Martín con voz inocente—, parece la misma persona.
Luz continuó pasando las fotos, sin prestarle atención.
—Ahí lo tienes otra vez.
Aquello era Viñaspre, ella acababa de visitar la fuente gótica y Martín la había sorprendido al salir de la cueva. El hombre apenas se percibía al fondo, pero no tenía ninguna duda. La misma altura, la misma ropa. Estaba segura. Era él.
Martín acercó la nariz a la pantalla y negó con la cabeza.
—No, no es la misma persona —negó.
—¡Qué sí! ¿No lo ves? Ahora que lo pienso bien, yo he visto su cara varias veces esta mañana —afirmó mientras se fijaba en otra figura desdibujada por la distancia—. ¿Crees o no crees en casualidades? ¿No? ¿Entonces qué hace tu amigo escondiéndose detrás de esos setos? —señaló con el dedo índice pegado en la pantalla.
Martín tragó saliva.
• • •
A partir de entonces todo fue un desastre. Luz planteaba todo tipo de incógnitas y él no hacía nada más que dar inimaginables excusas e inventar absurdas posibilidades. Explicarle que su supuesto amigo y el otro hombre trabajaban para una productora llamada La Factoría y que buscaban escenarios para una película de época le pareció de lo más razonable hasta que recordó que internet existía y Luz podría descubrir su engaño con facilidad.
—Aquí sales muy bien —comentó.
Distraerla a base de comentarios sobre su aspecto le pareció lo más sencillo.
—No está mal. Ahora, que para ser un fotógrafo profesional, especializado durante años en el mundo de la moda, no te has lucido mucho. ¿No te parece?
—Ya, pero es que la modelo también tiene que poner de su parte y tú no eres de las que facilitas mucho el trabajo.
Tenía razón. Luz se había pasado la mitad del domingo enfurruñada mientras analizaba lo vivido la noche anterior. No entendía nada de nada. Y el caso era que, tal y como él se había comportado al despertarse, no daba la impresión de haberse quedado trasnochando por gusto propio.
Quiero recuperar el tiempo perdido
, le había dicho.
—Estoy cansada —sugirió a la vez que apoyaba la cabeza sobre su hombro.
Y, entonces, Martín hizo algo que no esperaba; se rebulló inquieto. Luz se irguió de inmediato, molesta.
Nada, que esta noche también me quedo
in albis.
—A ver si acabo con esto.
No entendía por qué a veces la rehuía como si fuera una mata de ortigas y otras la buscaba con aparente necesidad. Decidió poner un poco de aire por medio y se acercó a la cocina en busca de un vaso de agua.
—¿Y qué se supone que estás haciendo? —le preguntó apoyada en el fregadero.
Martín prefirió ignorar el tono sarcástico.
—Tengo que hacer una selección y mandarlas a la persona que está haciendo el diseño de los folletos para ver si le interesa alguna.
—Pues todavía te falta por examinar todas las de ayer.
—No, esas están en la tarjeta que le di a mi amigo anoche.
—¡Ah!, pero ¿no era un polarizador?
Luz esperó a ver cómo justificaba la metedura de pata. Se había puesto la soga al cuello él solito. La respuesta fue silencio absoluto. Martín pareció no haberla oído.
¿De qué va esto?
No tenía la más remota idea de por qué la mentía continuamente sin necesidad. Todo aquello era absurdo. Esperó unos minutos a que él encontrara alguna explicación. De vez en cuando, bebía un sorbo del vaso que sujetaba mientras él seguía inclinado sobre la pantalla. Lo único que rompía el silencio era el sonido de las teclas al ser golpeadas.
¿Para qué demonios me ha traído aquí?
Si en diez minutos no terminaba, le pediría que la condujera a casa. Dio otro sorbo y lo pensó mejor. No, no se quería marchar. Lo que quería en realidad era obligarle a que la condujera al piso de arriba y le quitara la ropa.
Era suficiente. Depositó el vaso sobre la encimera con firmeza. Martín dio un respingo cuando escuchó el golpe. Volvió la cabeza, pero, al ver que no había sucedido nada grave, siguió seleccionando las imágenes en las que aparecía el desconocido. En algunas no se le distinguía nada bien.
Servirán
. Hasta había conseguido una de la matrícula de su coche. Había seleccionado más de quince fotos en total. Las comprimió y las adjuntó a un correo electrónico.
Ahora solo queda pulsar el botón de enviar y podré dedicarme a lo que realmente me interesa
, pensó mientras la figura de las piernas de Luz aparecía como un rayo en su mente.
Enviar envió, pero salir no salió. La línea ADSL que se había hecho instalar no funcionaba.
No pasa nada
, se dijo.
Mañana a primera hora lo entrego
.
—¿Puedes acercarme un DVD? Los tengo ahí mismo —comentó.
—Sí,
bwana
—farfulló ella mientras se acercaba de mala gana al mueble que señalaba.
Abrió el cajón inferior, sacó un taco de discos y se los tendió. Martín metió uno en el costado del portátil y dio la orden de grabar. Luz se volvió a sentar a su lado. Se quedaron en silencio hasta que la barra que indicaba el avance del proceso llegó al final.
—Ya está —indicó cuando el compartimento se abrió de forma automática—. Una última cosa.
Sacó el teléfono móvil y envió un SMS con el texto: “
La entrega la realizaré mañana”
.
Aliviado por haber acabado, depositó el disco y el ordenador sobre la mesa que tenía delante y se volvió hacia ella. Introdujo los dedos por dentro de su pelo y le acarició la nuca con decisión sin dejar de mirarle a los ojos con glotonería.
—¿Y ahora? —preguntó Luz a media voz, impresionada por el repentino cambio de actitud.
—Ahora vamos a seguir lo que empezamos esta mañana —susurró con mirada hambrienta.
¡Y una mierda!
, fue lo que Luz pensó cuando el bolsillo del pantalón de Martín empezó a sonar.
—¿Sí?
—...
—¿Esta noche? —farfulló él.
Tenía la misma cara que si le acabaran de arrebatar un apetitoso pastel, a punto de metérselo en la boca.
—...
—¿No puede ser mañana a primera hora?
Sea lo que sea, que lo deje para mañana, por favor
.
—...
El alguien del otro lado de la línea colgó el teléfono.
A Luz no le dio tiempo a preguntar quién era el que le había llamado cuando él se levantó hecho una furia.
—Nos vamos.
Cuando Martín detuvo el coche delante del portal de Luz, todavía no había encontrado las palabras adecuadas para despedirse. En los tres cuartos de hora que habían tardado en llegar desde Artea hasta Bilbao, se le habían ocurrido cientos de frases hechas mientras la observaba de reojo, contraída en su asiento.
Lo he pasado muy bien. Gracias por la compañía. Te llamaré mañana. Tenemos que repetirlo. Ha sido un fin de semana muy agradable
. Pero ninguna de ellas reflejaba lo que quería decir en realidad. Sabía que lo que Luz merecía era una disculpa. Una disculpa por haberla utilizado, una disculpa por haber arruinado el fin de semana. Una disculpa por haber tenido la cabeza en todos los lugares menos con ella. Pero no podía dársela, no sin explicarle la verdad de lo que había ido a hacer. Y aquello, como le habían advertido, era del todo imposible. Como imposible era acabar el domingo tal y como habría deseado; en la cama y con ella debajo.
—Hemos llegado.
Luz lo miró sobresaltada.
—¿Subes? —preguntó aun sabiendo cuál sería la contestación.
—Hoy no puedo —se disculpó.
¿Tenía aspecto de que le importara demasiado? Luz no pudo o no supo adivinarlo y decidió jugárselo todo a una única carta.
—¿No te gusta mi casa o es que tienes otra amante esperándote en algún lugar?
Martín suspiró antes de contestar.
—En serio, me encantaría subir, pero ahora no puedo.
—Ya. Has quedado con ese amigo tuyo.
Martín la miró en silencio.
Luz se rindió. Abrió la puerta a la vez que Martín salía del coche para ayudarle a sacar el equipaje del maletero.
—Gracias —fue lo único que ella dijo cuando le tendió la bolsa.
Se encaminó hacia el portal, decidida a dejar atrás a aquel hombre tan ¿inestable? y dispuesta a olvidar aquel extraño fin de semana.
Al cerrar la puerta, contuvo las ganas de girarse para ver si él continuaba allí, esperando a que ella se volviera.
Cuando llegó a la segunda planta, dejó la maleta al lado de las escaleras y se acercó a la casa señalada con la letra B. Antes de pulsar el timbre, María ya estaba ante de ella con su sonrisa habitual.
—¿Lo has pasado bien? —le preguntó la anciana con cariño.
—¿Y tú? —respondió Luz a su vez para evitar darle una contestación—. ¿Cómo ha ido todo por aquí?
—Como siempre —respondió la viejecilla apretándose la bata para resguardarse del frío.
—Anda, vuelve adentro, que te vas a enfriar —la empujó Luz con suavidad, después de depositar un beso en su mejilla—. Hasta mañana.
—Que duermas bien —le deseó la anciana.
Martín arrancó el coche cuando confirmó que se encendía una lámpara en el piso de Luz. Miró el reloj del salpicadero del coche. Metió la marcha y arrancó sin percatarse de que no estaba solo en la calle y de que no era el único que tenía interés en la ventana de la quinta planta.
Llego tarde
, se dijo cuando constató que eran más de las nueve de la noche. Pisó el acelerador. Y unos segundos más tarde alcanzaba la esquina de la Avenida de Laburdi con la calle Zuberoa seguido por otro vehículo. Desapareció justo en el mismo instante en el que Luz se acercaba a la ventana y separaba las cortinas para enfrentarse con la solitaria calle.
• • •
La tarjeta SD y el DVD cambiaron de mano a la vez.
—¿Ya la habéis copiado? —inquirió Martín a su interlocutor.
El
amigo
desconocido frunció el ceño al darse cuenta de lo que sujetaba.
—¿No has traído la tarjeta original? —dijo de malos modos.
Martín se encogió de hombros.
—No. He pasado las fotos aquí.
—Ya veo. Esto no les va a gustar nada. Se supone que tú no te quedas con ninguna copia.
—Es la primera noticia que tengo.
—¿No te lo han dicho cuando te han llamado?