—Forma parte de su personalidad.
—Espero que no cambie de color muy a menudo —dijo burlona— o su personalidad se verá seriamente afectada.
—Que yo sepa, tiene una forma de ser bastante estable —se escuchó decir.
Cierto era que con Luz las cosas siempre parecían colgar de la cuerda floja y que él nunca sabía qué iba a pasar a continuación, pero esa era la tónica general,
así que se puede categorizar de estable
, pensó irónico.
—¿La conoces desde hace mucho?
—Me la presentaron hace ocho años, pero se puede decir que la vi por primera vez hace unos meses, el otoño pasado.
Isabella lo examinaba con mirada calculadora. Había tenido que ser en septiembre, antes de que tomara la decisión de volverse. ¿Tendría aquella mujer algo que ver en su resolución?
Decidió que no. Martín la había presentado como una amiga. Además, la chica no parecía estar muy cómoda que se dijera. Contempló de nuevo al hombre que tenía delante y se alegró en secreto de que aquella pelirroja les hubiera sorprendido juntos. Si entre ellos había habido algo más que amistad, no parecía que las cosas siguieran de buena manera. Además, ya se encargaría ella de que no pensara en otra persona que no fuera en ella misma. Tenía que convencerle de que volviera a New York. Ya lo había dejado escapar una vez. No iba a consentir que le volviera a suceder. Había llegado a Bilbao dispuesta a conseguir que él deseara regresar a su antiguo trabajo y a su lado. Aunque no había tenido mucho éxito por el momento. Había aterrizado el martes a media tarde y se habían pasado el resto de la semana en el coche, yendo y viniendo para examinar los distintos lugares que él le estaba mostrando. Partían a primera hora de la mañana y volvían casi al anochecer, cuando él la dejaba a la puerta del hotel y la despedía con un beso en la mejilla.
Pero ella podía ser una persona muy paciente y muy persuasiva. Sobre todo persuasiva.
—¿Qué tal la vida nocturna de esta ciudad?
Martín se encogió de hombros.
—No lo sé, en realidad no salgo mucho.
—¿No sales con tus amigos? —fingió sorprenderse a la vez que echaba una mirada furtiva hacia la puerta.
—Quedo de vez en cuando con alguien —contestó sin entrar en detalles.
Lo último que deseaba era que Isabella le sometiera a un interrogatorio.
—Por lo que veo, vas a tener que regresar a New York para volver a aprender a divertirte.
Él aprovechó la ocasión para cambiar de conversación y alejar el peligro.
—¿Cómo está Katia?
—Echándote de menos con desesperación por haberla abandonado.
—Ya será menos. Estoy seguro de que habrá buscado consuelo en brazos de alguien —dijo en alusión a la última noche que habían estado en el
Crobar
.
—Te aseguro que te guarda la ausencia —insistió ella con voz sugerente—. Todas lo hacemos.
¿Lo hará Luz?
, pensó intranquilo. ¿Tenía que hacerlo? No estaba nada seguro. Al fin y al cabo, solo habían pasado juntos dos fines de semana y en ningún momento habían hablado de compromiso, ni siquiera de continuidad y, menos aún, de plazos. En realidad, tenía la sensación de que ambos lo habían evitado.
—¿Sabes ya cuando te marchas? —preguntó pensando en el momento en poder llamar a Luz.
—Aún no. No me acaba de convencer lo que me has enseñado hasta ahora.
—Pues no lo entiendo. Lo de ayer es inmejorable. Un lugar que aúna la tradición de las antiguas bodegas con el futuro —añadió mientras recordaba la impresionante estructura del hotel construido por Frank Gehry—. Piensa en los colores y en los paisajes del otoño. La tierra, los verdes brillantes contra los tonos arena, los rojos otoñales de las hojas contra la luz del amanecer...
Se calló mientras sus pensamientos volaban de nuevo junto a Luz.
—Lo he estado pensando esta tarde. Quiero algo más exuberante, más agresivo, más majestuoso. El mismo otoño, pero en otro paisaje; enormes castaños y árboles centenarios con bastos y rugosos troncos, nieblas bajas, un lugar que parezca que un gnomo o un elfo está a punto de aparecer. Quiero que las chicas parezcan salidas de un cuento de hadas.
—Lo tengo. Urbasa. Mañana te llevo al bosque —accedió—. Tendrás que levantarte temprano —añadió divertido.
Isabella odiaba madrugar.
Pero lo que no sabía era que aquella mujer estaba dispuesta a levantarse a las seis de la mañana si de aquel modo conseguía alejarlo de aquella hosca pelirroja. O de cualquier otra.
• • •
Horas después, Luz había guardado el antiojeras y sacaba el rímel del neceser cuando tomó una decisión.
Se acercó al teléfono y marcó los nueve números con decisión.
—¿Sarai? Soy Luz. Oye que no me encuentro muy bien y creo que esta noche no voy a salir. No, no me pasa nada. Estoy algo cansada y prefiero quedarme en casa. Venga, pasadlo bien.
Se quedó sin fuerzas cuando colgó el teléfono y tuvo que sentarse en el sofá unos minutos para tranquilizarse.
¡Maldito Martín!
¿Quién le mandaba liarse con él? ¿Por qué no le había avisado nadie de que podía acabar implicándose más de la cuenta?
No podía quedarse en casa toda la noche dando vueltas en la cabeza a la imagen de la rubia con la que había visto a Martín en el restaurante. Al salir del Antzoki, Irene se había ofrecido para quedarse con ella y tomarse un café, a pesar de que se arriesgaba a llegar tarde a la oficina, pero la había mandado a trabajar con un cariñoso beso.
Cambió de opinión. Necesitaba airearse. Decidió ir a buscar a Leire. David la odiaría. ¡Que se fastidiara! Ella conocía la mayoría de los detalles de la relación de su amiga con él. Incluso era culpable de haber animado a Leire a seguir con lo suyo. Ella era la causa de que Leire y David estuvieran juntos. Así que el novio de su amiga tendría que aguantarse y soportarla durante un rato.
Miró el reloj. Las siete y media.
Con un poco de suerte la pillo antes de que él vuelva del trabajo
, pensó esperanzada camino del cuarto de baño con idea de esconder la palidez que había visto reflejada en el espejo.
No había pasado media hora y ya estaba delante de la verja. Su amiga había hecho un buen negocio cuando decidió alquilar la mansión que había heredado a la Fundación. Lo del jardín era lo mejor, ellos lo cuidaban y ella lo disfrutaba.
Sacó un manojo de llaves del bolso y abrió.
Para algo tiene que servir tener que ser la primera en llegar a la oficina
.
Ya había anochecido y el parque estaría a oscuras si no fuera por las pequeñas lámparas solares instaladas a lo largo de los senderos y al lado de los parterres, aún vacíos de flores.
Tomó el camino de la izquierda, en dirección a la casita de su amiga. Esta había sido la residencia del abuelo de Leire hasta que murió, y el lugar donde se había instalado su nieta dos años antes.
Cuando se acercó, pudo comprobar que las luces estaban apagadas. No había nadie. Ni siquiera iba a tener suerte en aquello.
Tendré que comprarme un perro para poder contarle mis problemas cuando lo necesite
.
Se quedó delante del pequeño edificio sin saber qué hacer. No quería volver a su piso. Se volvería loca dándole vueltas una y otra vez al mismo tema. A pesar del frío, decidió dar un paseo. Ya estaba de nuevo en la puerta del jardín cuando pensó que no sería una mala idea acercarse a la terraza de la mansión y quedarse allí un rato, a la intemperie, contemplando las luces que se reflejaban en los últimos metros de la ría, antes de su salida al mar.
Había recorrido unas decenas de metros cuando escuchó el sonido.
Esto no ha sido una buena idea
. Comenzó a retroceder lo más silenciosa que pudo. Apenas había dado cuatro pasos cuando le llegó una risa contenida.
—David, no seas tonto —escuchó apenas en un susurro.
Respiró aliviada.
Leire. Leire y David
. Después de todo sí que estaban en casa.
Se salió del camino y se acercó con paso resuelto hacia la voz de su amiga. Por un momento, perdió el sentido de la orientación en la oscuridad, pero el crujido de una rama al partirse le sirvió para retomar la dirección correcta.
Hasta que no rodeó uno de los enormes tilos, no los descubrió. Pero allí estaban, Leire y David, unidos como si fueran una única persona. Fundidos en un beso. Un tierno beso que enseguida se convirtió en excitante para pasar a ser arrebatador. Un beso digno de Tita y Pedro en
Como agua para chocolate
o de Jane y el Sr. Rochester en
Jane Eyre
o de Desideria y Yaman en
La pasión turca
o de Karen y Denys en
Memorias de África
. Un beso infinito. Un beso que dejó a Luz sin habla y sin movimiento, que la convirtió en una triste espectadora y la sumió en un mar de desdichas a la vez que la llenaba de nostalgia.
Tuvo el impulso egoísta de toser para que los amantes se percataran de su presencia y se separaran, pero se arrepintió en el último momento. Ellos eran sus mejores amigos y no tenían la culpa de que su vida amorosa se le hubiera parado el motor y estuviera cayendo en picado desde más de mil metros de altura.
Así que hizo lo único decente que podía hacer, se dio la vuelta y se marchó sin decir palabra. Recorrió el sendero, cabizbaja y lo más despacio que pudo para que ni Leire ni David se dieran cuenta. Le entró auténtico pánico al pensar que podían enterarse de que ella había estado allí, espiándolos. ¿Qué les podía decir si la descubrían?
¿Me he marchado porque deseaba ser yo la que estuviera ahí recostada, devorando a otra persona?
La sensación de alivio no le llegó hasta después de arrancar el coche y circular durante un buen trecho. A la altura de la Iglesia de Las Mercedes, antes de ver aparecer el Puente Colgante, encendió la radio. Cualquier emisora valdría, le daba lo mismo, solo necesitaba concentrarse en algo diferente.
Son las ocho y media, las siete y media en Canarias
, saludó la locutora en el instante en el que dos enormes lagrimones se deslizaban por las mejillas de Luz camino de ninguna parte.
• • •
Clic, clic, clic. Clic, clic, clic, clic
.
Martín disparaba sin cesar la cámara de fotos hacia la inmensidad del bosque.
Clic, clic. Clic, clic, clic
.
En el momento en el que habían atravesado el pueblo de Olazti y habían tomado la carretera NA-718 en dirección a Zudaire, todo lo que había visto le había dejado maravillado. Conducir a la sombra de aquellos árboles, que se alzaban una veintena de metros por encima de sus cabezas le impresionó. La sensación aumentó todavía más cuando se apartaron de la vía principal y se internaron por un pequeño camino que encontraron a la izquierda de la carretera.
Martín caminaba con cautela, como si esperara encontrar un ser fantástico detrás de cada tronco centenario y debajo de cada una de las piedras del camino. El hecho de que fuera todavía pleno invierno, y de que los árboles no tuvieran ni una sola hoja colgando de las ramas, incrementaba aún más la ilusión de haber saltado a un mundo imaginario.
—Tenías razón. Este lugar es mágico —dijo en dirección a una descomunal haya que se alzaba delante de él.
—Sabía que tenías algo mejor que ofrecerme que lo que me habías enseñado hasta ayer —comentó Isabella apareciendo por detrás del árbol.
—Había estado aquí varias veces, sin embargo, no recordaba lo fascinante que puede llegar a ser este lugar.
—Eso es porque te obcecas demasiado en lo que tienes delante mientras te esfuerzas en olvidar las cosas que has abandonado y que puedes volver a recuperar —recalcó ella, sin apartar la vista de él.
Pero Martín no le prestaba atención y la mujer comenzó a caminar sobre el manto de hojas caídas, que se apilaban en el suelo. Ya aparecería otra ocasión más propicia para volver sobre el mismo tema. Al fin y al cabo, él le acababa de confesar que el encargo de los folletos turísticos se había paralizado. Ya se las arreglaría ella para ofrecerle algún trabajo, tan atractivo, que no podría rechazar. Y, con la alegría de quién se sabía en posesión de la baza ganadora, observó lo que la rodeaba con otros ojos. Aquello era muy agradable, era cierto, pero no era el sitio de Martín. Aunque él no se hubiera dado cuenta todavía.
El sonido de sus pasos atrapó la atención de Martín, que se dio la vuelta.
—Es como si llevaras a tu espalda un grupo de niños susurrando divertidos, que se callan cada vez que te detienes.
—En cambio, a mí, me parece estar escuchando las inquietantes pisadas de algún animal —comentó ella tras dar una patada a un montón de foresta que salió volando en todas direcciones.
Pero Martín volvía a no escucharla. Algo había atraído su atención.
—¡Isabella! —gritó—. Mira esto.
Acababa de descubrir una fisura de la roca que se abría como una boca desdentada desde las raíces de un roble.
Ella se apresuró a acercarse, tanto que las nuevísimas y resbaladizas botas camperas que había comprado el día anterior en El Corte Inglés de la Gran Vía bilbaína casi la arrastran al fondo del oscuro pasaje. Tuvo que clavar los tacones en la tierra y dejarse caer hacia atrás para evitar verse tragada por aquel negro agujero. Se quedó al borde mismo de la cavidad.
—¿Estás bien?
—¡Ay! —gruñó llevándose una mano a la cintura.
Vale, no me duelen los riñones, pero sí las posaderas
. Y fuera la que fuera la parte de su anatomía que había resultado dañada, ella bien merecía sus cuidados.
—¿Puedes levantarte?
Martín se había agachado junto a ella. A Isabella le pareció delicioso verle preocupado por ella. Disimuló una sonrisa bobalicona.
—Estoy bien, estoy bien.
—Dame la mano —se ofreció él.
Se levantaron al mismo tiempo y ya se estaban felicitando por su suerte cuando la máquina de fotos resbaló del hombro de Martín. Bastó un brusco movimiento para evitar que la cámara se precipitara dentro de la sima, pero ellos corrieron la suerte que habían estado evitando solo unos minutos antes.
Fue como tirarse por un larguísimo tobogán boscoso. Cayeron sobre un mullido colchón que las hojas de las hayas y los robles del bosque habían acumulado durante varios siglos.
—Esto es asqueroso; huele a humedad y a moho —se quejó Isabella sacándose de la boca un par de húmedos trozos de... lo que fuera.
—¿Todo en orden?