—He dicho que quietecita.
Y fue en ese momento cuando Luz descubrió que no estaban solos allí abajo. Al fondo del corredor por el que habían venido, vio brillar una luz. Fue solo un momento ya que la claridad desapareció de repente para ser sustituida por el sonido de unas voces lejanas.
Sin despegar la mano de su boca, el individuo la obligó a adentrarse por uno de los corredores laterales.
—De puntillas. Como se escuche el ruido de tus tacones, no vas a volver a ver ese piso tan coqueto que tienes.
Luz se quedó estupefacta. ¡Así que había sido aquel... animal el que había entrado en su casa y la había puesto patas arriba!
La confesión la dejó vencida. El energúmeno no tenía ninguna necesidad de taparle la boca ya que con sus últimas palabras había conseguido lo que muchos habían intentado antes sin conseguirlo: dejarla sin habla.
• • •
Martín apretaba la cámara de fotos que llevaba cruzada del pecho. Ni se había dado cuenta hasta ese momento de que tenía una costilla dolorida. Realizó una inspiración pausada para descargar la tensión. Imposible con aquella imagen dando vueltas y más vueltas en su mente. Por su cabeza, lo único que pasaba era el perfil de Luz mientras aquel hombre la empujaba por las escaleras.
Caminar en fila india, por una cueva, a oscuras y con aquel potente olor metiéndose debajo de todos los poros de la piel, no le importaba lo más mínimo. Lo peor de todo era la desesperación que le estaba entrando al ver el paso al que caminaban.
No conseguiremos alcanzarlos nunca
.
Rubén seguía el primero, puesto que era el que llevaba la linterna. Cuando Cristina le había llamado para pedir ayuda, le había pillado en el coche, a punto de marcharse, y había tenido la precaución de llevarla. Menos mal, aquella era la única luz de la que disponían.
—¡Aquí! —susurró alguien.
Se precipitó hacia delante como un poseso sin pararse a pensar qué o con quién se iban a encontrar.
Rubén proyectaba la linterna hacia dentro de una minúscula habitación. Martín asomó la cabeza. Allí no había nada. Nada, excepto unas botellas polvorientas tiradas por el suelo de cualquier manera. El agente barrió el espacio con el foco. En el rincón de la izquierda, un bulto verdoso brilló bajo el haz de luz.
¡Era su bolso! Martín se arrojó hacia él.
—¡Enfoca aquí!
El nudo que se le había formado en la garganta se deshizo lo suficiente como para dejar pasar un hilo de oxígeno a sus pulmones. No había señales de sangre. No le dio tiempo a abrirlo y examinar lo que había dentro cuando se lo arrebataron de las manos.
—Está en perfecto estado —anunció Cristina, agachada a su lado.
Martín se volvió hacia ella.
—¿Qué esperabas? —preguntó con voz temblorosa.
Cristina no respondió. Pero, a pesar de la penumbra en la que se encontraban, pudo ver la respuesta en sus ojos. Y las piernas le empezaron a temblar.
Hasta ese momento, su nivel de adrenalina no le había dejado pararse a pensar en lo que podía sucederle a Luz en realidad. Lo único que había tenido en mente era darle alcance cuanto antes sin plantearse nada más. Hasta entonces. Golpes, heridas, lesiones, daños irreparables, abusos, violación, trauma y muerte fueron solo algunas de las palabras que se le ocurrieron. Y ya no pudo desembarazarse de ellas, se repetían una y mil veces en su cabeza.
Cristina puso una mano sobre el hombro de Martín y la mantuvo allí un instante. Si lo que intentaba era tranquilizarle, no lo consiguió. En absoluto. Era como estar en un tanatorio, recibiendo el pésame.
—Sigamos adelante —dijo alguien.
Martín dio las gracias en silencio por acabar con aquel aciago momento. Ella se levantó y retrocedió con cuidado para no darse en la cabeza contra el borde del hueco por el que habían entrado.
—Tú primero, Rubén —ordenó mientras se guardaba la cartera de Luz en el bolsillo de la cazadora.
A Luz le pareció que pasaba una eternidad hasta que escuchó aproximarse el ruido de los pasos. Eran varias personas. Caminaban con sigilo, igual que ellos habían hecho antes, aunque pudo oír el arrastrar irregular de varias pisadas. Cuando los vio desfilar por el pasillo principal, intentó soltar la mano que le cubría la boca.
¡Martín!
, quiso gritar cuando lo vio desaparecer delante de sus ojos. Le invadió la impotencia, pero aquel delincuente había tenido la precaución de amordazarla aún más con su palma. Y la retenía pegada a la pared con su propio cuerpo. No pudo moverse.
Los susurros de los perseguidores se hicieron más lejanos y la esperanza de que la encontraran se alejó con ellos. A aquel malhechor, le acababan de dejar el camino despejado. Ahora volverían sobre sus pasos y saldrían con toda tranquilidad por el mismo sitio por el que habían entrado, pensó Luz desesperada, y ella desaparecería entre las sombras.
Sintió como la presión sobre ella disminuía. Con un poco de suerte igual le daba tiempo a desembarazarse de aquel energúmeno y ponerse a gritar hasta conseguir que, los que habían pasado a su lado hacía unos minutos, la oyeran.
Siempre había sido una persona muy optimista. A veces, demasiado.
El tipo debía de haber tenido la misma idea que ella porque en el momento en el que abrió la boca para chillar, le metió un trapo dentro.
—Qui..da...me e...to de a bo...ca —acertó a decir a la vez que forcejeaba sin éxito por sacarse aquella tela.
Él continuaba aprisionándola contra el muro.
—Ni hablar, preciosa —le musitó junto al oído mientras apretaba el nudo por detrás de su cabeza—. Me gustas más sin esto, pero no pienso arriesgarme a que avises a tus amigos.
—E co...ge...rán.
—No sería la primera vez —aceptó con cierta sorna—. Pero te aseguro que no van a ser ellos. Hace falta más que un novio afligido con un par de amigos para atraparme. —Le clavó los dedos en el brazo que le quedaba sano y la colocó delante de él. Encendió la linterna de nuevo y apuntó hacia el fondo del corredor en el que la había obligado a meterse—. Basta de cháchara. Detrás de ti —anunció instándola a continuar por él.
Luz dudó un instante. Entonces, ¿no iban a retroceder?
—Ero... —acertó a decir.
—¿O prefieres quedarte a pasar la noche conmigo? —comentó con tono lascivo—. Si no llega a ser porque tengo un poco de prisa, no me importaría que tú y yo jugáramos un rato —dijo mientras le acariciaba el pelo.
El calor de su aliento en la nuca le provocó repulsión. Un escalofrío de repugnancia le recorrió la espina dorsal. Luz comenzó a andar sin esperar a que se lo repitiera dos veces. No había porqué correr riesgos. Algo en su tono le decía que aquel animal no mentía cuando hacía aquellos asquerosos comentarios.
• • •
No tuvieron que andar demasiado. Se toparon con la subida de repente.
Así que había otra salida
. Por eso el tipo no se había puesto nervioso cuando había visto pasar de largo al grupo que los perseguía. Hasta se habría alegrado de que se alejaran en otra dirección.
—Sube.
No era fácil guardar el equilibrio con un brazo colgando —la muñeca rota le dolía horrores cada vez que la movía— y el otro a la espalda. Los peldaños eran tan irregulares que estuvo a punto de tropezarse dos veces y correr el riesgo de caer desde lo alto de la escalera. Se arrimó a la pared para apoyarse en ella y mantener el equilibro. Además, su captor no hacía ningún esfuerzo por facilitarle las cosas y tiraba de ella hacia atrás cada vez que intuía que se separaba demasiado de él.
Luz se detuvo en el último escalón. A la luz de la linterna pudo ver lo que tenía delante: una vieja y desvencijada madera que cubría el hueco de acceso a la bodega. Estaba tan deteriorada que los tablones, rotos y carcomidos, dejaban pasar soplos de aire hacia el interior.
—Espera —le ordenó mientras se ponía a su lado.
El hombre dejó la linterna en el suelo y, con una sola mano, sin dejar en ningún momento de sujetarla, manipuló el borde superior de la deteriorada puerta. Luz no sabía lo que buscaba, pero fuera lo que fuera no parecía encontrarlo.
A punto estuvo de dar una patada a la lámpara y dejar que se estrellara contra el suelo. Si aprovechaba la confusión de aquel momento, se apoyaba en él y empujaba con todas sus fuerzas igual conseguía que se precipitara al vacío detrás de la linterna.
Pero en el momento en el que se movió un milímetro, el secuestrador le tomó la delantera, la obligó a girarse de espaldas y la sujetó por el cuello. Ni las patadas —estaba segura de haberle clavando en un pie el tacón de aguja de las botas— ni los puñetazos que lanzó hacia atrás con el brazo sano hicieron ningún efecto. Bueno sí. Consiguió que él le apretara la tráquea hasta ponerse completamente azul.
—¿Vas a estarte quietecita? —le amenazó a punto de ahogarla.
Y, en ese momento, cuando pensaba que la siguiente respiración iba a ser la última de su existencia, decidió que sería una chica buena. Tenía demasiado apego a su propia vida como para dejar que aquel monstruo se la arrebatara.
No supo cómo, pero consiguió hacer un gesto afirmativo con la cabeza en contestación a la pregunta. Y aquella bestia la soltó de golpe.
El oxígeno entró en su cuerpo con tal fuerza que hasta le dolió. Hasta ella se asustó del silbido de sus pulmones cuando consiguió respirar de nuevo. Un ataque de tos la obligó a doblarse y a sentarse en el primer escalón. La garganta le dolía horrores.
Mientras Luz recuperaba el resuello, su verdugo había seguido insistiendo con la puerta y había conseguido sacar un grueso palo que la bloqueaba desde el exterior. Una bocanada de aire helado se coló dentro de la bodega.
—Nos vamos de paseo, preciosa —dijo y la obligó a ponerse de pie antes de recuperarse del todo.
Salió por delante de él y miró a su alrededor. Estaba rodeada por kilos y kilos de escombros, vigas rotas y basura. Si hubiera sido un poco más alta y diera un buen salto, habría podido sacar la mano por el agujero del tejado. Se alegró al descubrir que veía más allá de sus narices gracias a la claridad procedente de las farolas de la calle.
Aún en el pueblo
. Aquello era una buena noticia.
—Andando.
Luz hizo un último intento.
—Í...ta...me e...to.
—¿Qué te quite la mordaza? ¿Para que te pongas a dar gritos en medio de la calle y cualquier paisano salga a ver quién pasa? Ni hablar. Te quedas con ella hasta que nos larguemos de aquí.
¿Largarnos de aquí?
¿La iba a obligar a marcharse con él? Ni en su peor pesadilla se le había ocurrido que su secuestro durara más allá que la propia persecución. Ya habían despistado a los que los seguían. Y ahora, ¿qué? ¿Qué más quería aquella bestia?
No tuvo que esperar mucho para saber la respuesta. Le dio más, más de lo mismo, más de todo. Más empujones, más tropezones, más apretones, más malos modos, y más dolor.
Pasaron de la casa derruida a la calle siguiendo el mismo método que habían usado para salir de la cueva; el raptor quitó una tabla que impedía que se abriera desde fuera y salió.
Una vez en el pueblo, Luz reconoció el lugar. El escudo de la fachada le dejó muy claro dónde estaba. Era la casona de donde había salido el gato que casi la mata del susto.
No hacía ni una hora que le había sucedido aquello y parecía que había pasado media vida.
Y todo por culpa de un gato negro que se cruzó en mi camino
, pensó mientras recordaba de nuevo el tenebroso episodio. A punto estuvo de ponerse a reír a carcajadas, como una histérica.
Cuándo él tiró de ella para obligarla a caminar, el agudo dolor de la mano derecha le impidió que perdiera la perspectiva del lío en el que se había metido.
Descendieron por la calle. Si hacía un rato parecía desierta, ahora mucho más. La venció el desánimo. Nadie sabía qué le estaba sucediendo, nadie sabía que estaba allí, nadie la había visto. Nadie, excepto Martín y sus amigos y solo Dios conocía en qué parte del subsuelo andarían.
Las preguntas se arremolinaron en su cabeza. ¿Quién? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Por qué?
¿Quién era aquel tipo? ¿Qué pretendía? ¿Dónde la llevaba? ¿Cómo la iba a sacar de allí? ¿Por qué hacía aquello? ¿Por qué a ella? Y la cuestión que tantas veces se había planteado ¿hasta qué punto estaba Martín involucrado? ¿De dónde había sacado ella la conclusión de que él estaba metido en aquello?
Se esforzó en hacer memoria. Le serviría para alejarse mentalmente de la dantesca situación en la que estaba metida y del repulsivo personaje que la conducía no sabía muy bien hacia donde.
Por su cabeza pasaron las fotos del fin de semana de Itziar, su curiosidad por la talla de la virgen, el intento de robo de la misma un tiempo después —
¡Qué casualidad!—
, su interés por las noticias que hablaban sobre el expolio de obras de arte, las instantáneas del hombre que la había secuestrado, su viaje a Laguardia —¿
Otra casualidad sin ningún fundamento
?—, el hombre con el que habló aquella noche y que él insistía en que era un antiguo amigo.
¡Nadie se hubiera creído aquella mentira!
Después, el asalto a su piso.
¿Por qué insistió tanto para que saliera de su propia casa?
Y, por último, la conversación que había escuchado esa misma mañana cuando llegaron aquellos dos tipos a la casa de Martín.
Pero, a pesar de que en cada momento le había dado la sensación de que algo raro sucedía y de que Martín estaba metido en algún asunto turbio, ahora se daba cuenta de que todo aquello no le acusaba.
Perdida en los pensamientos, no había notado que habían llegado a la puerta de Páganos. El resto del mundo estaba al otro lado de ella.
Mientras había permanecido en el pueblo, se había sentido
protegida
. Toda una ironía teniendo en cuenta la situación. Cruzar al otro lado de la muralla era como traspasar una línea invisible. Kilómetros y kilómetros de viñedos se extendían en el exterior. Solo pudo pensar en que su cuerpo acabaría arrojado en cualquier zanja después de que... Y le entró el pánico.
—No, no, no, no —negó con la cabeza mientras tiraba hacia dentro en un esfuerzo por evitar salir de la protección de las calles.
Forcejeó. Ni siquiera sintió el dolor de la mano. Tenía las de perder, lo sabía, pero ni lo pensó. Lo único que escuchaba era a su mente diciéndole que no podía salir de allí, que se tenía que quedar, que alguien tenía que escuchar sus gritos, que en el momento en el que pusiera un pie fuera de aquellas murallas cualquier cosa podía sucederle.