Martín consiguió hacer un hueco entre la ropa para encajar el neceser y cerró la maleta. El día anterior no había contado a su hermano toda la verdad y no lo iba a hacer ahora. Cuando le había explicado que se volvía a Nueva York y le había enumerado las razones por las que había tomado aquella decisión, le había caído el mayor rapapolvo de toda su vida. Se sintió como un crío maleducado al que han llamado al despacho del director por haberse encarado con un maestro. Así pues, había obviado contarle algunas de las cosas que Leire había puesto en boca de Luz.
Mentiroso, farsante y traidor
habían sido los términos más suaves que, al parecer, había utilizado.
Por mí como si desaparece para siempre
, había sido otra de las finuras que le había dedicado.
Una cosa estaba clara, la recuperación había sido milagrosa. No parecía haber duda de que ya se encontraba mucho mejor.
En unas pocas horas, ha vuelto a ser ella misma
.
—¿Es tu última palabra? —inquirió Javier apurando el último cartucho.
Martín abrió la maleta metálica en la que transportaba el material fotográfico.
—La última —aseguró mientras cogía del suelo un trípode telescópico y lo metía dentro.
—¡Irene! —Su hermana la miró extrañada—. Si te diera un euro cada vez que me estiras la manta, esta tarde habrías podido comprarte un coche nuevo. ¿Quieres hacer el favor de dejarlo? Me estás poniendo nerviosa.
Luz estaba recostada en el sofá, tapada hasta la cintura. Su hermana leía a su lado y, de vez en cuando, le colocaba la ropa como si fuera una inválida. ¡Estaba harta! Se oyó un ruido desde la cocina. María estaba de nuevo ordenándole los armarios.
Hacía ya una semana que estaba en casa y se estaba empezando a cansar del acoso al que la estaban sometiendo. Su hermana, Leire y María se habían confabulado para no dejarla sola ni un minuto ni a sol ni a sombra. Si alguien le contaba que le habían puesto un guardia de seguridad a la puerta para evitar que saliera a la calle, no le extrañaría lo más mínimo.
Llevaba siete días incomunicada. Al salir del hospital estaba demasiado cansada como para atender las numerosas llamadas de amigos interesándose por su salud y había pedido a Leire el favor de contestar al teléfono. Aquel había sido su gran error. Desde ese momento, cada vez que sonaba el maldito aparato, la que estuviera en ese momento en su casa salía como una exhalación para cogerlo. Y lo peor de todo era que se había enterado ese mismo día que le filtraban los mensajes. Lo había descubierto por casualidad cuando había contestado ella misma en un momento que Leire había salido un recado. Era un antiguo compañero. Aquella era la cuarta vez que llamaba, sin embargo, Luz era la primera noticia que tenía.
La bronca había sido monumental. Le habían entrado ganas de estrangularla. Varias veces. Cuando le contó que lo había hecho para evitar que se cansara demasiado, se había reído a su cara. ¿Cansarse, de qué? ¿De no hacer nada? Entre grito y grito había conseguido sacarle los nombres de las personas con las que no le habían permitido hablar. Se quedó impresionada. Prácticamente todos sus amigos, compañeros y ex compañeros se habían interesado por su salud. Algunos, incluso, habían llamado varias veces al día. Hasta los agentes que habían estado en Laguardia buscándola se habían preocupado por ella.
Todos menos él.
De repente, se le ocurrió una idea funesta. Levantó la cabeza y observó a su hermana con la nariz metida en el libro que estaba leyendo.
—¿Irene?
—¿Sí?
—¿Es cierto que llamó el otro día el hermano de Martín?
—Aha —respondió distraída, más interesada en saber qué ocurría en el interior de las páginas que en lo que le preguntaban.
—Me contó Leire que formaba parte del grupo que me encontró.
—Eso dijo.
Luz vio como pasaba la hoja y volvía a centrarse en el libro. María, que había acabado de organizarle la casa, entró en la sala y se sentó en el sillón que quedaba libre. Comenzó a ojear una revista.
—¿No llamaría Martín por casualidad?
Hubo unos segundos de silencio.
—No —contestó Irene al fin.
—¿Quién? ¿Ese chico tan simpático que parecía tan preocupado? —comentó María distraída—. Sí, mujer, llamó varias veces.
Ninguna fue consciente de la tempestad que se aproximaba hasta que la tuvieron encima.
—¿¡Cómo!?
Luz se enderezó en el asiento y pegó un manotazo a la novela de su hermana. Esta se cerró de golpe.
—Pero...
—¿Cómo que peros? ¿Acabas de decirme que Martín llamó y que me lo habéis estado ocultando? ¿Con qué derecho me habéis encarcelado entre estas cuatro paredes? —increpó a María.
La anciana se quedó sin habla. Irene buscaba las palabras correctas para no enervarla todavía más. Nunca la había visto tan enfadada. La conocía y sabía que en un enfrentamiento dialéctico, como el que estaba a punto de suceder, ella perdía seguro. Se esforzó en minimizar los riesgos.
—Bueno, solo llamó los primeros días. Como no pudo verte en el hospital...
Por el fuego que salió de los ojos de Luz supo que había cometido un terrible fallo. La vio respirar hondo. Irene se echó a temblar.
Luz bajó las piernas y se sentó muy derecha. Demasiado derecha. La manta se cayó al suelo formando un ovillo.
—Vas a explicar ahora mismo a tu hermana mayor qué has querido decir con eso —deletreó Luz intentando mantener la calma.
—Bueno..., pues..., es que... losmédicosdijeronquenopodíavisitartenadie —dijo de corrido.
—Tú lo hiciste.
—Yo era de la familia.
—Leire lo hizo.
—Leire es como de la familia.
—David lo hizo —y ante la posible réplica de su hermana, añadió—: ¡y no me digas que también es como de la familia!
—Lo es.
Irene comenzó a morderse los labios. Lo hacía desde pequeña cuando estaba nerviosa.
—¡Una mierda! ¡Suéltalo de una vez!
—Pero... —balbuceó María, consciente de que había sido culpa suya por haber hablado de más.
—Sabes que te lo voy a sacar en cuanto me lo proponga.
Irene lo sabía. Siempre había tenido ese poder sobre ella. No había nada que no consiguiera que le dijera. Como la relación con su madre había sido tan poco amistosa, Irene y Luz siempre se habían contado todos sus secretos.
Bueno, casi todos
, porque, aunque Luz se guardaba algunos para sí misma, ella se lo confesaba todo.
—Estuvo allí cuando ingresaste.
—En el hospital.
—Sí. Él fue quien llamó a Leire para avisarle de tú... de lo que te había sucedido, y allí estaba cuando llegamos. —Algo en la mirada de su hermana la hizo claudicar—. Se quedó durante toda la noche, y todo el día y la noche siguientes. El miércoles, a media mañana, se marchó.
—No le dejasteis verme.
Su hermana negó con la cabeza. Ahora se sentía avergonzada. La primera vez que Leire había dicho a Martín que Luz no quería verle no le había parecido demasiado bien, pero se había convencido de que era lo mejor para ella. Al fin y al cabo, Leire tenía razón, Martín era el culpable de que estuviera postrada en una cama de un hospital con el cuello cercenado.
Si ni siquiera salen juntos
, recordó haber pensado. Sin embargo, ahora no estaba tan segura. El comentario de que Martín quería verla parecía haberla alterado más de lo que suponía. Y Luz no era de las que se consternaban por cualquier cosa.
—No ha vuelto a llamar —indicó como si con aquel comentario pudiera expurgar todas sus culpas.
Luz echó la cabeza atrás, la apoyó en el sofá y cerró los ojos.
—Perdón. No sabía que... —musitó la anciana.
Irene se acercó hasta la mujer y se puso de rodillas. Le cogió las manos con ternura.
—No te preocupes, tú no tienes la culpa. La culpa es solo mía y de Leire. No debimos mentirle nunca.
—Me duele la cabeza. Me marcho a la cama.
Luz tanteó el suelo con la punta de los pies hasta que localizó las zapatillas, se levantó y salió de la habitación.
Irene no tuvo ninguna duda de que a su hermana le dolía algo, sin embargo, hubiera jurado que no se trataba de la cabeza; que lo que en realidad le dolía lo tenía situado en el centro del pecho.
• • •
Aborrecía los contestadores automáticos, mejor dicho, aborrecía los buzones de voz. Odiaba hablar con aquellos aparatos que con su lengua de lata te mandan a la mierda de la forma más fina posible. Y, si encima hablaban en inglés, los aborrecía aún más.
La operadora acababa de decir a Luz algo así como que el abonado —es decir Martín— no tenía cobertura. Aquella chica virtual había hecho añicos la minúscula esperanza que le quedaba.
Se ha vuelto a los Estados Unidos
, asumió con una mezcla de desilusión y amargura.
Había pasado cinco días con sus largas noches dando vueltas en la cama, sin otra cosa en la cabeza que si debía llamarle y explicarle que ella no había tenido nada que ver con la decisión de no dejarle pasar en el hospital. Pero después del esfuerzo mental, se chocaba con dos muros infranqueables: el de la tecnología y el de los idiomas.
Le había dejado un mensaje.
Benditos mensajes
. Un rato más tarde, lo único que deseaba era poder llamar a algún sitio y avisar para que lo borraran.
Eh... um... soy yo... ya hablaremos en otro momento
no eran las palabras con las que quería haberle persuadido para que descolgara.
No sucedería. Lo sabía. No la iba a llamar. La intuición le repetía que Martín se había vuelto con la rubia exuberante.
Se acabó, c’est fini, just finish, finito
. Tenía que asumirlo.
Hacía ya más de dos largas horas que había llegado a aquella conclusión y todavía daba vueltas al móvil entre las manos.
Revisó la lista de las llamadas que había recibido todos aquellos días. No le faltaba ninguna por contestar. Desde que se enteró de la censura de Luz y su hermana sobre sus amistades, se había dedicado a ponerse en contacto con todas y cada una de las personas que se habían interesado por ella. El único número que no había marcado todavía era aquel que tenía delante.
En realidad no sabía a quién pertenecía.
Puede haber sido una confusión
. Podría ser, pero ¿no le había dicho Irene que el hermano de Martín había preguntado por ella? aquel tenía que ser su número. Era el único para el que no había localizado propietario.
Se lo sabía de memoria de mirarlo tantas veces. No era la primera vez que lo tenía en la pantalla a punto de pulsar el botón de llamada. Tantas, como veces había estado a punto de llamar a Martín. Bien, ya se había decidido con el primero, aunque el resultado no fuera el esperado.
Adelante con el segundo
.
—Dígame.
—¿Hablo con el hermano de Martín Oteiza?
—Sí, ¿quién es?
—Soy Luz, una amiga. La chica que...
—Sé quién eres. ¿Cómo estás?
—Bien, muchas gracias.
—Tu amiga me contó que te estabas recuperando.
—Sí, estoy bien —respondió de forma mecánica.
—¿Ya se te han curado los puntos del cuello?
—Ya se me han caído todos. Ahora tengo que llevar la herida tapada durante una temporada.
—¿Y la mano? ¿Ya puedes moverla?
Luz miró el teléfono, incrédula.
Pero ¿qué era aquello? ¿el parte médico?
—Todavía la tengo escayolada —contestó de mala gana—. Perdona, pero yo te llamaba para saber...
—¿Te parece bien si nos vemos en algún sitio? ¿Conoces el bar El Globo, al lado del edificio de la Diputación?
—Sé donde está.
—Perfecto. Entonces quedamos mañana a las siete.
Cuando el móvil dejó de funcionar, Luz todavía no había asimilado lo sucedido. Había quedado con un tipo sin saber cómo era ni para qué.
Aquella era la conversación más extraña que había tenido nunca.
• • •
Si curiosa fue la conversación telefónica, más todavía había resultado la presentación oficial. Sobre todo teniendo en cuenta que ya se conocían.
Cuando Luz subió las escaleras del metro, al lado mismo del bar en el que habían quedado, y se encontró con el presunto jefe de la supuesta banda de ladrones esperándola en la calle no pudo evitar reírse de sí misma.
Así que era su hermano mayor
. Por eso siempre parecía que le hablaba con autoridad.
Él levantó la vista y fue hacia ella y, antes de darse cuenta, ya le había plantado dos besos en las mejillas.
—Me alegro de verte tan recuperada.
Luz supo que se sentiría cómoda con él.
—Sí, supongo que la última vez no estaba en mi mejor momento.
—Créeme, no lo estabas. Más bien parecía que estabas en el peor.
—Espero que sea así. No quiero volver a pasar por algo similar en lo que me queda de vida.
Una vez dentro del bar, tuvieron que abrirse camino hasta la barra. El local no era muy grande y a esas horas estaba lleno de treintañeros, que, a la salida del trabajo, charlaban con los amigos antes de que llegara la hora de retirarse a sus casas.
Una camarera, con una camisa granate y un pequeño delantal negro, se acercó hasta ellos.
—¿Qué tomas?
—Un vino.
—Dos crianzas —pidió Javier.
A Luz, ver cómo caía el líquido en las copas y escuchar el ruido sobre el cristal le pareció como volver a nacer. Tuvo que contenerse para no tomárselo de un trago.
Estoy fatal
, se reprendió.
—¿Algo más? —inquirió la chica señalando las bandejas llenas de pinchos que poblaban la barra de madera.
—No, gracias.
—Nos podemos sentar —señaló Javier cuando vio levantarse a dos chicas de una de las mesas.
Una vez que se acomodaron al lado del ventanal, la situación se volvió tensa. ¿Qué decían ahora? Javier se adelantó.
—Creo que te debemos una explicación —comenzó—. Te involucramos en un lío sin que tú supieras nada y sin pedirte acuerdo. Nadie esperaba que ocurriera lo que sucedió, pero eso no nos exime de culpa. Sobre todo a mí.
—¿A ti?
Javier asintió.
—Yo sabía que Martín había estado contigo en Laguardia el fin de semana en el que os encontrasteis con José López.
—¿Así se llama el indeseable que me secuestró?
—El mismo. Tenía que haber imaginado que él también había supuesto quiénes erais. No se me ocurrió pensar que podías tener algún problema hasta el momento en el que me enteré de que habían entrado en tu casa.