Es por ti (42 page)

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Authors: Ana Iturgaiz

Tags: #Romántico

BOOK: Es por ti
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La hermana de Isabella volvió la cabeza y miró a las gogós que comenzaban a bajar del escenario y a mezclarse con el sudoroso público. Hizo un gesto de entendimiento. Era imposible mantener una conversación con aquel nivel de ruido.

Cuando la camarera acabó de verter el whisky que Katia había pedido agarró de la mano a Martín y lo arrastró consigo.

Este la siguió sin rechistar.

Tiempo muerto finalizado
.

—Aquí estaremos más tranquilos —comentó cuando se detuvo en el túnel fosforescente que daba acceso a los baños—. No hemos tenido ocasión de hablar con tranquilidad desde que has vuelto.

Martín la miró sorprendido. Apoyó la espalda en la pared de azulejos. Algo le decía que aquella iba a ser una larga conversación. Deseó que la causa de la conversación no fuera quién se temía. Entrecerró los ojos y calculó las posibilidades que tenía de salir ileso. Ninguna.

—Nos vemos todos los días en la revista —constató con serenidad antes de llevarse de nuevo el vaso a los labios.

—No es lo mismo. Allí siempre sucede algo. O tú no apareces o te encierras en el laboratorio o yo estoy en una reunión o sino siempre está ella.

Martín no tuvo que preguntar a quién se refería. Isabella.

—Si se trata de un asunto importante, debería llamar a mi abogado para que esté presente —bromeó.

Dio otro trago a la bebida y alargó el momento todo lo que pudo. No tuvo suerte.

—¿A qué has venido?

—¿Al
Crobar
?

—No te hagas el gracioso conmigo, aquí, a Nueva York, a
Beauty Today
, a su vida.

Martín cogió aire y se pasó la mano por el pelo. Dijera lo que dijese ya estaba condenado.

—Porque tu hermana me ha hecho una oferta laboral que no he podido rechazar.

Katia cambió la bebida de mano.

—De eso estoy segura. Pero, aparte del dinero, ¿hay algo más?

Martín tardó en contestar. Sabía que detrás del ofrecimiento de Isabella había una parte que no estaba relacionada con su valía profesional. Lo sabía, tenía la absoluta certeza, y se había aprovechado de ello.

—No.

—¿Lo sabe ella?

—Nunca me lo ha preguntado.

—Ya, y tú te has cuidado de no explicarle que el vil metal ha sido el único aliciente para volver a su lado.

Aquella alusión a su falta de moral hizo que Martín se pusiera firme. Dio un paso hacia ella con aspecto hosco.

—¿Piensas que solo me muevo por dinero?

Katia intentó suavizar la situación.

—Entonces, si no ha sido por lo que te paga ni por estar con ella, ¿me puedes explicar por qué...? —No acabó la frase. Le miró a la cara y dio en el blanco a la primera—. Te estabas alejando de alguien.

Martín se quedó con la vista clavada en aquellos ojos que le reprochaban estar causando daño a uno de sus seres más queridos.

—Perdona, no quería meterme en tu vida. Solo quería asegurarme...

—...de que si me liaba con Bella, no era solo por interés.

Katia asintió, avergonzada en parte por el numerito que acaba de protagonizar. Sabía que no tenía ningún derecho a meterse en la vida privada de la gente. De hecho, como su hermana se enterara de que estaba preguntando por las intenciones de Martín con respecto a ella, tendría que aguantar su irritación.

Martín sintió la necesidad de explicarse. En realidad, estaba deseando contárselo a alguien y Katia siempre había sido una buena amiga.

—¿Tienes prisa? —comentó con más jocosidad de la necesaria—. ¿Nos ponemos cómodos?

Se sentaron en el suelo.

Y Martín se sinceró con Katia. Y con él mismo.

Era la oyente perfecta. Le escuchó muy seria, sin decir palabra. Únicamente, de vez en cuando, hacía un comentario o un ligero gesto que le animaba a continuar. Y él lo hizo. Hasta que se vació por dentro.

—Así que la dejaste tirada en aquel hospital y te largaste.

Martín volvió a ponerse a la defensiva.

—¿Por qué las mujeres siempre os sacáis la cara las unas a las otras?

—¿Has oído hablar del corporativismo femenino?

Después de aquellas palabras, la camaradería pareció romperse y el silencio se instaló de nuevo entre ellos. Estuvieron así unos minutos, hasta que ella decidió dar el primer paso. Al fin y al cabo, él acababa de sincerarse.
Por primera vez en la vida
, sospechó.

—¿No has hablado con ella desde entonces?

Él negó con la cabeza.

—Hace un par de semanas me llamó por teléfono. Lo vi horas después, cuando salí del laboratorio.

—¿No le devolviste la llamada? —De nuevo obtuvo una respuesta negativa—. ¿Ni siquiera para preguntarle qué tal estaba?

—Sé que está bien. Hablo de vez en cuando con el novio de su mejor amiga. Ha vuelto al trabajo.

Le habría contado que Luz había pedido el alta voluntaria, a pesar de que todavía tenía la muñeca escayolada, pero conocía hasta dónde podía llegar la curiosidad de Katia y no le apetecía darle más detalles sobre ella.

—Y con eso te basta. Eres un capullo, como la mayoría de los hombres. Pensáis que perdéis vuestra absurda hombría si alguien se entera de vuestras debilidades. Ni siquiera sois capaces de confesárselas a la persona que os hace perder el sentido.

—Se supone que eres amiga mía, no de ella —le reprochó él, molesto por sus palabras.

—Por eso lo digo, porque te aprecio, aunque no vayas a ser mi cuñado.

Otra vez aquel pesado silencio. De nuevo fue Katia la que retomó la conversación.

—¿Es guapa?

—No lo sé. Es... —recordó el día que se había excitado solo con observar sus movimientos, mientras colocaba los libros en las estanterías de la biblioteca—, es atractiva, muy atractiva.

—Más que Isabella.

Katia se arrepintió al instante de haber hecho el comentario. No tenía ningún derecho. Martín le había dejado bien claro que su hermana no tenía nada que hacer con él.

—Es distinta. Tu hermana es muy guapa, pero Luz es chispeante. En realidad, creo que la palabra que mejor la define es
explosiva
. —El silbido de admiración de Katia arrancó una sonrisa a Martín—. Las explosiones no suelen provocar nada bueno —añadió.

—A veces sí, fíjate en el Big Bang.

Martín estuvo a punto soltar una carcajada. Lo habría hecho si no llega a ser porque, en ese mismo instante, unos tacones de aguja retumbaron en el pasadizo dónde estaban sentados.

Isabella. Fin de la conversación.

Pero antes de que su hermana llegara hasta ellos y acabara con su camaradería, Katia se inclinó sobre él y le susurró despacio:

—La pregunta es ¿te levantas todas las mañanas pensando en ella?

• • •

El hombre aparcó el coche en el aparcamiento para visitantes que había al otro lado de la muralla y apagó el motor. Cogió la bolsa de deporte, que había encajado delante del asiento del copiloto, y la puso sobre las piernas. Pesaba bastante. No lo había visto. Ni siquiera había quitado la capa de plástico que lo recubría. Era demasiado doloroso.

Salió del vehículo y subió la cuesta de acceso al pueblo. No tuvo que ir muy lejos. La calle desembocaba en la plaza del pueblo. Y en la iglesia.

Tuvo suerte, la puerta estaba abierta. Se acercó con lentitud y traspasó el umbral con cautela. Dentro no había nadie. Recorrió el pasillo central. Depositó la bolsa debajo del primer banco y se dio la vuelta.

—¿Quiere ver la iglesia?

Quien quiera que fuera lo pilló desprevenido. Se detuvo. Se dio la vuelta y se encontró con un anciano. Relajó los nervios.
Debe de estar limpiando la iglesia
, supuso al verle con un guardapolvo azul sobre la ropa.

—Si no le molesta.

El viejo abandonó la escoba, que apoyó en uno de los bancos, y se acercó al altar.

—El retablo es de mediados del siglo XVIII y es de estilo barroco —comenzó a narrar—. Antes había otro más valioso de tablas pintadas, del XVI, pero que se llevaron a Vitoria...

El visitante le dejó hablar. Escuchó paciente lo que Urbano, que así se llamaba el guía, le explicó sobre el templo y sobre el pueblo. Le siguió hasta la vicaría dónde le mostró una mesa acristalada que se había mandado hacer con una tabla del XVI. Cuando el abuelo señaló una peana vacía, se puso en guardia.

—Aquí teníamos un San Sebastián. No hace ni dos meses que se lo robaron. Lo prestamos para una exposición y nunca volvió.

El hombre ejerció un férreo control sobre sus facciones.

Al volver a la iglesia, se encontraron con otras dos personas que habían entrado al ver la puerta abierta. Aquello le facilitaba la labor. Miró de reojo la bolsa que había abandonado un rato antes. Seguía en el mismo sitio. El viejo no había reparado en ella.

Esperó a que el anciano se acercara a la pareja y, en el momento en el que lo vio distraído, se alejó de allí.

Cuando salió de la iglesia, descubrió que lucía el sol. Era un bonito día de finales de abril. Antes de abandonar la plaza, miró hacia el cielo. Sabía que Carmen lo aprobaría, allá donde estuviera.

• • •

Martín tenía la cabeza como un bombo. Entreabrió los ojos y levantó la cortinilla hasta la mitad de la ventana. Nubes, nubes y más nubes. Daba igual, si no estuviera nublado sería mar, mar, mar y más mar. La volvió a bajar con un golpe seco.

No había pasado un mes desde que se fuera y ya estaba volando de vuelta. El día anterior, a mediodía, había recibido una llamada de Javier. Su madre estaba en el hospital. Al parecer, llevaba más de un mes arrastrando un catarro mal curado que había desembocado en una neumonía.

Al principio, Javier no le había explicado la gravedad del asunto, pero cuando Martín sugirió que no le resultaría fácil volver a España tan pronto, su hermano le había contado con todo lujo de detalles lo que habían dicho los médicos, las enfermeras y el resto del personal sanitario del hospital en el que estaba ingresada. Y todos opinaban que las cosas se podían complicar mucho puesto que la mujer cada día estaba más débil. Además, le había insistido mucho que le telefoneara desde Madrid cuando estuviera a punto de embarcar hacia Bilbao. Fue entonces cuando la preocupación de Martín dio paso a la alarma, ya que supuso que la razón de que Javier se empeñara en que le llamara a mitad de viaje atendía a ir poniéndole sobre aviso, poco a poco, de la situación real de su madre.

El resumen que había hecho para sí mismo era: estaba muy grave, más de lo que su hermano había dejado entrever.

Para colmo de males, su padre no parecía estar mejor. Cuando había sugerido la posibilidad de llamarle para charlar con él un rato, Javier le había desaconsejado hacerlo.
Está muy afectado
, le había dicho. Y había pasado a explicarle lo descentrado que se encontraba sin su mujer en casa. Por la descripción, Martín supuso que al viejo le habían caído diez años encima en el último mes.

Así que no había tenido más remedio que decir a Isabella que se cogía un fin de semana largo. A ella no le había hecho ninguna gracia que volviera a desaparecer nada más regresar.
Nada de gracia
. De hecho, había intentado tranquilizarle quitando gravedad al asunto, pero, ni siquiera ella, había sido capaz de negarle los días libres cuando le había contado que la situación era bastante complicada.

Había cogido el primer vuelo que había podido.

El tipo sentado a su lado se había dormido. Tenía la cabeza inclinada hacia él. Respiraba con pesadez y a veces se le escapaba un ronquido solitario.

Martín le dio la espalda. Vuelto hacia la ventana, cruzó los brazos y cerró los ojos. Le imitaría. Se echaría una cabezadita. Tenía que descansar. En cuanto llegara al aeropuerto de Bilbao, se acercaría a verla. Su intención era quedarse a la cabecera de la cama de su madre los días siguientes si hacía falta.

La idea de pasar una noche en el hospital le obligó a rememorar las dos que había pasado en Txagorritxu a la espera de que Luz se repusiera. No había pasado tanto miedo en la vida como en el tiempo que transcurrió desde que la vio caer al suelo hasta que, a la mañana siguiente, se enteró de que ya había vuelto en sí.

A partir de ese momento, ya no le importó nada más. Ni siquiera que ella no le quisiera volver a ver. Por un instante, hasta había creído que se merecía ser tratado de esa manera.

Claro que esa sensación solo le había durado unos minutos. La primera vez que Leire le había explicado que no podía entrar en su habitación había pensado que era normal que Luz no le quisiera ver, sin embargo, según fueron pasando las horas, el sentimiento de culpa había dado paso a un enfado razonable, después a una enorme indignación y había acabado siendo un cabreo furibundo que no había podido controlar.

Por eso se había marchado. Ya en Nueva York, y con un océano de por medio, había tenido tiempo y serenidad para meditar.

La conversación con Katia había sido de lo más esclarecedora. En realidad, había sido la llave que había abierto su interior. En los últimos días había dado muchas vueltas a sus comentarios y la pregunta que había dejado colgando sobre él le había torturado día y noche

¿Te levantas todas las mañanas pensando en ella?

Su primera contestación había sido la más lógica: ¡NO!

Un par de horas más tarde, la apreciación inicial había variado un poco: No, pero...

A la mañana siguiente, se había levantado pensando en ella.
Bueno, en ella no, en realidad, en la pregunta de Katia
, se había justificado.

Por la tarde, había llegado a la conclusión de que rotundamente NO, no pensaba en Luz
casi
nunca.

Mientras se lavaba los dientes, antes de acostarse, se felicitó por no haberse vuelto a acordar de ella.

Al amanecer, y después de varias horas de insomnio en las que dio vueltas y más vueltas a aquel interrogante, ya tenía la respuesta definitiva.

La respuesta era ¡NO!

No, no pensaba en ella por las mañanas, sino que la echaba de menos todas las noches.

No, no se acordaba de su voz, aunque escuchaba su risa a cada momento.

No, no la sentía a su lado mientras comía, sin embargo, preparaba espaghettis para dos.

Había descubierto que en el baño tenía dos toallas dispuestas para usarse.

Se había comprado un enorme cuadro del color de su melena.

Si hasta había cogido la costumbre de tomarse el café mientras se duchaba.

Definitivamente, la respuesta era ¡NO!

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