—Una pregunta antes de que sigas—le interrumpió ella—, vosotros sois los buenos, ¿verdad?
Los ojos de Javier se abrieron como platos.
—¿Pensaste que...?
Se echó a reír.
Pues yo no le veo gracia
.
—¿Y bien?
—Supongo que para los rateros, nosotros somos los malos, pero para la opinión pública, efectivamente, somos los buenos; somos los que atrapan a los ladrones.
Un suspiro de alivio se escapó de la boca de Luz. No era que tuviera mucha importancia en qué bando estaba Martín —al fin y al cabo se había largado a más de cinco mil kilómetros de distancia y ya no tenía nada que ver con ella—, pero así se sentía mejor.
—¿Y Martín? ¿Qué tiene que ver él con todo esto?
Javier frunció el ceño cuando escuchó el nombre de su hermano.
—Iba a hacer un reportaje fotográfico de la captura de la banda.
—¿Te parece si me lo cuentas poco a poco para ver si consigo enterarme de algo?
—Tienes razón.
Y Javier comenzó a hablar.
—Trabajo en el Servicio de Patrimonio Histórico de la Diputación de Álava y en los últimos tiempos habíamos detectado que...
A cada frase que contaba, todo aquello le parecía a Luz más interesante. Lástima no haber estado enterada de todo antes y haberse dejado pillar desprevenida en todos los sentidos.
—O sea que hay por ahí una banda de ladrones de obras de arte. ¿Cómo funciona?
Javier se rio ante su entusiasmo.
—No hay una, hay muchas. Incluso están especializadas: en épocas, en material con el que trafican... Y casi todas tienen contactos internacionales. Creemos que esta que seguimos no ha llegado a ese nivel, pero no estamos seguros del todo. Además, todo se hace muy complicado, porque junto a rateros sin demasiada importancia, como tu amigo José...
Luz se tocó el vendaje del cuello.
—Pues para ser un don nadie, tiene la mano muy larga.
Javier sonrió.
—A estas alturas ya habrá subido de categoría en el ranking de los más peligrosos —indicó con tono irónico—. Como te decía, junto a los pequeños elementos que están a pie de calle, hay muchas personas
de honor intachable
implicadas: conocidos marchantes que pujan en las casas de subastas más exclusivas, grandes coleccionistas muy conocidos de la alta sociedad y las grandes finanzas, funcionarios de menor y de mayor rango...
—Vamos que si hay suerte se coge al ratero, pero no a los verdaderos cabecillas.
—Exactamente.
—Y, en este caso, ni siquiera al ratero.
Javier no tuvo más remedio que darle la razón. Hasta donde él sabía no había ningún indicio de dónde podrían estar ni José López ni la mercancía robada.
—¿Te sientes desprotegida en tu casa?
—No, no. Me han dicho que los primeros días había una patrulla que hacía ronda continua por mi calle.
—¿Ya no lo hacen?
—He puesto una alarma.
Javier pareció tranquilizarse. Luz no le iba a confesar que le asqueaba la idea de que aquel tipo volviera a estar a menos de cincuenta metros de distancia de ella. Pero, era curioso, no se sentía amenazada físicamente por él —lo de la herida del cuello ya casi lo había olvidado—, sino que lo que aún le repugnaba eran las insinuaciones sexuales que le había hecho mientras la llevaba a rastras por aquellos túneles. Así que cuando Leire aconsejó que una alarma podría ser una posibilidad para vivir más tranquila, Luz no se lo pensó dos veces y la contrató.
—Me parece una idea estupenda.
Tomó nota mental. Tenía intención de informar a Martín de todo aquello. Javier estaba convencido de que lo que le sucediera a Luz le seguía interesando más de lo que confesaba.
—¿Se sabe algo más?
—¿Del tal José? Aparte de que se llevó una talla de madera del siglo XVI que representa a un San Sebastián, propiedad del municipio de Labraza, nada más.
—Supuse que lo que metió en aquella mochila era una escultura, pero estaba cubierta por un plástico y no pude descubrir qué era en realidad.
—¿Cómo te cogió?
—¿No lo sabes?
Luz se lo había descrito a un par de agentes que habían aparecido por el hospital unos días después de su ingreso, cuando ya estaba bastante recuperada.
—Recuerda que yo soy un simple civil. A mí no me cuentan más de lo necesario.
Luz le narró cómo se había metido en la iglesia y que el ladrón estaba dentro y que la había reconocido. Le explicó cómo la había obligado a descender a aquella bodega y cómo habían caminado a oscuras después de que él arrancara los cables de la luz, hasta que pudieron coger la linterna. Le reveló que se había roto la muñeca al caerse gracias a un
amable
empujón de su captor.
—Pasasteis a nuestro lado, pero no nos visteis.
—Debimos avanzar con más cautela y revisar los túneles a fondo. Pero estábamos convencidos de que habíais andado más deprisa. Perdimos unos minutos preciosos yendo hasta el final de la cueva.
—¿Por dónde salisteis?
—Por el mismo sitio que vosotros. Encontramos otra puerta al final, pero, cuando llegamos y vimos que estaba bloqueada, nos volvimos. Al pasar por el túnel por el que os habíais metido, notamos la corriente de aire frío que entraba del exterior y supimos que aquel era el camino bueno.
—Dejamos la puerta abierta.
—Fue un acierto. En caso contrario, no habríamos llegado antes de que hubieras desaparecido.
—¿Cómo supisteis dónde buscarme?
—Fue decisión de Cristina, la persona al mando de la Brigada del Patrimonio Histórico de la Policía Nacional —explicó—. Pensó que él intentaría huir por la puerta de la muralla más cercana, como así fue. Así que nos dirigimos directamente a la Puerta de Páganos. Y allí estabais.
Se quedaron callados. Luz rompió el incómodo silencio un rato después.
—¿Cómo localizaste mi teléfono?
—Lo confieso. Lo miré en la agenda de Martín antes de que...
Se interrumpió, pero Luz ya sabía lo que venía a continuación.
—...antes de que se volviera a Nueva York.
—¿Lo sabes?
—Lo he supuesto. La señora del buzón de voz chapurrea un inglés perfecto.
Javier comenzó a albergar alguna esperanza de que no todo estuviera perdido para el tonto de su hermano. Luz había intentado contactar con él.
—No estoy muy seguro de que en este momento tenga muy claro cuáles son sus prioridades —aventuró.
—Pues yo creo que las tiene muy claras. Además, ya es mayorcito para saber qué es lo que quiere.
Y no soy yo
.
—No te engañes. Es cierto que siempre ha sido una persona muy independiente. Creo que la decisión de marcharse a Estados Unidos en cuanto acabó la universidad no solo atendía al deseo de buscar nuevas metas sino al de alejarse de nosotros y poder vivir sin las ataduras sentimentales que siempre conllevan las relaciones familiares. Pero eso no significa que no necesite lo mismo que el resto de los mortales, que es otra persona a su lado. Es solo que él se lo niega a sí mismo. Se debe de creer que si lo acepta pasará a formar parte de la masa de seres humanos dependientes que habitamos sobre la tierra.
—Sí, pero lo que necesita es una rubia con pelo largo y cutis de muñeca que le mira con ojos arrobados y no una pelirroja que la mitad de las veces no sabe lo que tiene entre manos y que gruñe a todas horas —farfulló Luz entre dientes.
—¿Perdón?
—Nada, nada —se apresuró a decir ante la mirada divertida de su interlocutor.
Luz reflexionó un instante sobre las palabras que Javier había pronunciado. Le sonaron a lección conocida. ¿No era lo que ella había hecho siempre? Su especialidad hasta entonces había sido terminar con cualquier relación que tuviera un viso de durar más de lo debido o en la que comenzara a asomar un resquicio de compromiso.
Hasta entonces
había pensado. Se sorprendió de sí misma. Evitó hacer un análisis más exhaustivo. Ya tendría tiempo de descomponer sus verdaderos sentimientos con respecto a Martín.
Volvió a prestar atención a Javier. La última frase de Luz —que había entendido a la perfección— le hizo decidir lo que hacer a continuación. Por lo poco que sabía de ella, y lo que le acababa de escuchar, ella era justo lo que su hermano necesitaba: alguien que le complicara la existencia. Javier no creía que hiciera falta darle demasiada emoción a la vida de su hermano pequeño, con un pellizco de sal de vez en cuando sería suficiente. Y Luz parecía el tipo de chica capaz de volcar el salero completo si hacía falta.
—No sé si lo sabes, pero Martín estaba muy angustiado por lo que te había sucedido. Se echaba la culpa. Le afligió mucho que no quisieras verlo en el hospital. Creo que eso fue el detonante de su huida.
A Luz se le agrió la expresión.
Decidido, voy a matar a Leire y a Irene
.
—Yo no me enteré nunca de que estaba allí. Te aseguro que si lo llego a saber, pido que le dejen pasar. Me habría gustado hablar con él.
Y que me acunara en los brazos hasta hacerme olvidar el frío que se me había colado dentro
.
La mirada de Javier se iluminó de repente. Tanto que Luz dudó por un instante si habría pronunciado las últimas palabras en voz alta.
—¿Lo sabe él?
Ella volvió a ponerse en guardia.
—Mira tú por dónde, hacerle confidencias a una señora que me habla en un idioma que apenas entiendo no está en mi agenda. —Javier la observó con detenimiento. ¿Había asomado a sus ojos una nota de tristeza?—. No te engañes. Ha tenido tiempo más que de sobra para devolverme la llamada. —Javier abrió la boca, pero Luz le detuvo con un gesto—. No te disculpes por él, déjalo —y como le viera intención de volver a hacerlo, añadió—: por favor.
A partir de ese momento, la conversación cambió de derroteros. Ambos evitaron volver a hablar sobre Martín. Luz acabó contándole los sufrimientos con su jefe y Javier terminó pidiéndole un informe completo de la situación de algunos de los pubs a los que él acudía antes de casarse, hacía más de doce años.
Ya eran más de las diez cuando Luz descubrió que se habían quedado solos en el bar.
—La camarera nos mira con odio.
—Creo que quiere que nos marchemos. La verdad es que ya va siendo hora.
—Te van a echar de casa —comentó Luz señalándole la alianza que llevaba en el dedo anular de la mano derecha.
Javier no le quiso decir que Elisa, su mujer, estaría comiéndose las uñas, a la espera de que regresara a casa y le contara cómo era Luz, y con el CD de la Marcha Nupcial de Mendelssohn preparado para ponerlo a funcionar.
• • •
Veintidós horas, cuarenta y tres minutos y quince segundos después, Luz todavía no se había podido olvidar algunas de las frases de la conversación con Javier, todas ellas referidas a Martín. Lanzó un gemido.
Le dolía la cabeza. Las seis horas, diecisiete minutos y treinta y cuatro segundos que había estado dormida no parecían haberle servido de nada.
Se levantó de la cama cuando la frase
le afligió mucho que no quisieras verlo
le retumbó por segunda vez en el cerebro. A ella sí que le había afectado que no hubiera aparecido por allí, recordó con amargura. Tumbada en la cama de aquel hospital habría dado todo por ver cómo aquellos ojos la miraban con ternura; por sentir cómo sus finas, pero firmes, manos le limpiaban las lágrimas que vertía a escondidas; por notar el calor de su piel. Hubiera vendido el alma por dormirse protegida, susurrándole al oído:
ya pasó todo
.
Se acercó a la cocina a por agua y a por un analgésico. Miró por la ventana. Aún no había amanecido y ya vagaba despierta por la casa. Abrió el grifo de la fregadera y llenó el vaso, que había dejado la noche anterior sin fregar sobre la encimera.
Cuando oyó el golpe a su espalda, brincó como un gato. Se giró al instante solo para descubrir que el calendario que colgaba en la pared, junto al frigorífico, yacía en el suelo. No supo si ponerse a reír o echarse a llorar.
Estoy de los nervios. Como siga aquí encerrada, sin hacer nada, voy a volverme loca
, pensó mientras se agachaba para recogerlo.
Al colgarlo, intentó pensar en qué día vivía. No supo localizarlo. Tuvo que volver la memoria hacia atrás hasta recordar que Irene había pasado con ella la tarde del domingo, y eso había sido tres días antes.
Miércoles
. Pasó la hoja y contó las semanas que hacía que
aquello
había sucedido. Y, de repente, pensó que estaba harta, cansada de quedarse en casa lamiéndose las heridas.
Después de veintidós días, once horas y cincuenta y ocho segundos, ya era hora de retomar las riendas de su vida. Lo acababa de decidir. Volvía a trabajar. Ya se las arreglaría para escribir con la muñeca escayolada. Volvía a salir. Aquella misma tarde haría algunas llamadas. Tenía ganas de ver a los amigos. Regresaba al mundo real. Volvía a ser ella misma.
Y, con respeto a Martín...
Eso ya lo pensaré camino del trabajo
. Tenía tiempo para hacerlo. En realidad, todo el tiempo del mundo.
El mismo antro de siempre
.
Martín estaba apoyado en la barra del
Crobar NY
. Sujetaba un gin-tonic mientras observaba el espectáculo con hastío.
Una docena de chicas ligeras de ropa bailaban desaforadas en el escenario. Sobre los hombros y las cabezas sostenían unos armazones cubiertos de plumas blancas y negras, que se bamboleaban al son de la música. Cientos de banderas, verdes y amarillas, ondeaban en el techo agitadas por los chorros de aire procedente de las rejillas de ventilación. Además, y por si alguien no se había dado cuenta de que la fiesta de aquella noche estaba dedicada a Brasil, los monstruosos altavoces escupían los atronadores compases de una samba.
—¡Así que estabas aquí escondido! —gritó una voz.
Salió de la nebulosa en la que se había sumergido.
—Katia —comentó en voz alta acodándose en el mostrador junto a ella—, no sabía que eras tú.
—Bella te anda buscando.
Él elevó una ceja en un gesto impreciso e hizo girar el contenido del vaso. Los hielos dieron varias vueltas en el líquido transparente antes de detenerse. No iba a confesar que había desaparecido en busca de tranquilidad. Isabella resultaba agotadora.
—¡He venido a por una copa y me he quedado para admirar el panorama! —mintió en un intento de buscar una excusa razonable que justificara la huida.