No, no quería pasar ni un minuto más sin ella.
Y, entre ronquido y ronquido de su compañero, tomó una decisión indiscutible. En cuanto estuviera seguro de que su madre estaba bien, pasaba por la Fundación, secuestraba a Luz, la encerraba en su casa, la metía en su cama y le escribía a besos en medio de la espalda las únicas dos palabras que tenía intención de repetirle una y otra vez el resto de su vida hasta que se las hubiera grabado a fuego en el cerebro.
Te quiero
.
• • •
—Por favor, salgan por la puerta delantera —se escuchó por los altavoces cuando el avión hubo parado los motores.
Estaba molido después de tanto viaje. Martín no aguardó sentado ni un segundo más y se puso en pie. A pesar de que todavía le quedaban más de diez minutos para salir de allí, abrió el maletero de encima de su cabeza y comenzó a sacar sus pertenencias.
Se colgó la mochila con el equipo fotográfico a la espalda y el abrigo negro, que se había comprado aquella misma semana, del brazo. Y se dispuso a esperar.
La fila de gente, que se había formado en el pasillo, comenzó a moverse poco a poco. Una azafata, con una gran sonrisa y una dentadura perfecta, se despidió de él muy simpática cuando se acercó a la puerta delantera. Todavía tenía un pie dentro de la nave cuando la oyó cuchichear entre risas:
Es él
. Por lo visto, entre el pasaje venía alguien famoso y él ni siquiera se había enterado.
Mientras recorría el pasillo acristalado que unía el avión con la terminal, buscó el teléfono en el bolsillo interior del abrigo y lo conectó.
Javier ya estará esperándome en el aparcamiento
. Así era como había quedado con él cuando le había llamado desde Madrid.
El aeropuerto de Bilbao era un funcional y moderno edificio construido pocos años antes y al que habían puesto el poético nombre de “La Gaviota”.
Martín avanzó deprisa, adelantando a la mayoría de los viajeros. Llegó a las escaleras mecánicas, que daban acceso a la zona de recogida de equipajes, detrás de un matrimonio con dos niños.
—¡Mira, ama!
Dirigió la vista hacia donde el niño señalaba.
Y se quedó petrificado.
Enfrente de él, justo debajo de la balconada de cristales desde donde una veintena de familiares esperaba a los viajeros, había un enorme cartel con una cara y la frase
¿Ha visto usted a este hombre?
en letras verdes. La imagen no dejaba lugar a duda de que
ese hombre
era él.
Dio un traspié cuando los escalones móviles comenzaron a esconderse en el subsuelo. Siguió caminando como un autómata sin apartar los ojos de aquella visión. Hasta que no llegó a la cinta de los equipajes, ni siquiera advirtió las miradas divertidas ni las sonrisas furtivas de todo el que pasaba a su lado.
Los minutos que transcurrieron hasta que salió la maleta se le hicieron infinitos. De espaldas a la pancarta, y lo más apartado que pudo del resto del mundo, rezó para que nadie lo reconociera. Dio igual, la sensación de que todo el aeropuerto tenía la vista fija en él le perseguía.
Recogió el equipaje y se encaminó con prisa hacia la salida. La idea era desaparecer lo más rápido posible. Pero justo antes de salir al exterior escuchó su nombre por megafonía:
Rogamos a Martín Oteiza, pasajero del vuelo IB442 procedente de Madrid, pase por el mostrador de Información
.
Se paró en seco. ¿Qué estaba sucediendo? Una horrible idea pasó por su mente. ¡Su madre! Sin embargo, la desechó en seguida. Javier no habría montado aquel número, le habría llamado por teléfono. A menos que... Tanteó en el abrigo hasta localizar el bolsillo interior y sacó el móvil. Lo encendió y esperó unos segundos interminables hasta que el aparato cogió cobertura. Aún aguantó todavía un par de minutos para cerciorarse de que no le entraba algún aviso de llamada perdida. Nada.
Marcaba el número de su hermano cuando volvió a escuchar el aviso por los altavoces.
Mejor será acercarme y averiguar de una vez qué está sucediendo
. Se encaminó hacia la salida. Tal y como estaba diseñado aquel aeropuerto, no le quedaba más remedio que pasar por la calle y volver a subir hasta el vestíbulo.
Hacía frío, pero ni lo sintió. Solo tenía ojos para notar las sonrisas, risas, gestos, guiños, muecas de complicidad y caras divertidas por donde pasaba. Se había convertido en el entretenimiento del aeropuerto.
A las nueve y media de la noche, en Información solo quedaba una chica.
—Soy Martín Oteiza.
—Sí, señor Oteiza. Han dejado una cosa para usted —comentó mientras le entregaba un abultado sobre.
Martín contuvo la ansiedad y procedió a abrirlo. Dejó caer el contenido sobre la mano. Había una nota, la tarjeta del parking y las llaves de su coche. Desdobló la nota. Era de Javier. Le decía que su madre estaba mejor, que ya se encontraba en casa, y que podía encontrar su coche en la 2º planta. Plaza 156.
Pero ¿qué era aquello? Si no hacía ni hora y media que había hablado con él y habían quedado en que iría derecho al hospital. A nadie le daban el alta a las nueve de la noche. No entendía nada.
Volvió a coger el teléfono. Seguía sin recibir ningún mensaje ni ninguna llamada perdida. Marcó el número de Javier y esperó. En vano. Ni rastro de su hermano. Llamó entonces al número fijo de su casa. Tampoco contestó nadie.
—¿Algún problema, señor?
—Ninguno, gracias.
Se dio la vuelta para marcharse, sin embargo, se lo pensó mejor.
—Perdone, ese cartel... —comentó señalando hacia dentro.
—Lo he reconocido. Ha salido muy favorecido. Lo han colocado esta tarde.
—¿Se puede saber quién lo ha hecho?
La chica se encogió de hombros.
—Yo no sé nada. Tendrá que hablar con la gerencia del aeropuerto, pero no abren hasta mañana a las nueve.
—Gracias —dijo, a la vez que calculaba la hora a la que tendría que llamar para conseguir que su cara no apareciera en el telediario.
Pero la pesadilla no acabó allí. Nada más descender de las escaleras mecánicas, se vio de nuevo. Una alfombra de papeles cubría el suelo del pasillo de acceso al parking. Y su cara aparecía en cada uno de ellos.
Se agachó para coger una de las cuartillas. La misma foto y el mismo texto. Bueno no; esta decía:
¿Ha visto usted a este hombre? Si es así, dígale que ya está más cerca
.
—Más cerca ¿de qué?
Siguió caminando con el único objetivo de llegar hasta el coche y desaparecer lo más rápido posible, pero, antes de llegar a las máquinas automáticas para pagar, un grupo de jóvenes apareció de la nada.
—Mirad ¡es el tipo de los anuncios! —señalo uno de los chicos.
Risas y más risas.
—¡Chicos! —oyó decir a una mujer de mediana edad que los acompañaba
Martín intentó aparentar tranquilidad. Cuando estuvieron a su lado, escuchó a una de las adolescentes comentar con otra:
—Debe de ser un modelo. Está muy bueno.
A Martín se le escapó una sonrisa. Empezaba a pensar que eso de la fama no estaba tan mal. Pasó a su lado con la confianza de quién se sabe admirado.
Tuvo que rebuscar en el bolsillo de su pantalón hasta encontrar las monedas para poder pagar el aparcamiento. Según el ticket, el coche llevaba dentro solo una hora y media, eso quería decir que cuando había hablado con Javier, este estaba en el aeropuerto.
¿Qué estará tramando?
Pensó en volver a llamarle. Ahora estaba seguro de que aquello lo había preparado él.
No le costó mucho localizar el vehículo. El suyo había sido uno de los últimos vuelos y apenas quedaban otros coches en el aparcamiento.
Pulsó el botón del mando y abrió la puerta del maletero.
—Pero...
Los pies se le quedaron sepultados bajo un alud de pasquines que se precipitaron al suelo en forma de cascada. Al igual que en los anteriores, aparecía su foto, aunque el texto había cambiado. En estos ponía:
Ya estás más cerca de tu FELICIDAD
.
• • •
—Gracias.
Martín cogió las monedas que le entregó la chica del peaje de la autopista. Puso el coche en marcha, pero antes de incorporarse a los carriles, decidió hacer un último intento. Se echó a un lado, sacó el teléfono y llamó a Javier. Obtuvo el mismo resultado que las veces anteriores. Nadie contestó. En casa de sus padres tampoco daban señales de vida. ¿Se habían confabulado para desaparecer todos a la vez?
Echó un vistazo a su propia imagen, que le miraba desde el asiento del copiloto. Había sido un triunfo conseguir meter todos los panfletos en el maletero.
—Más cerca de mi felicidad. Y ¿quién sabe dónde está mi felicidad? Si ni yo mismo estoy seguro de poder alcanzarla.
Desde el momento en el que leyó aquella frase, no podía dejar de pensar en una melena pelirroja, unos ojos juguetones y una boca apetitosa. Él se había convencido de que la felicidad,
su
felicidad, era una palabra de tres letras que empezaba por L. La única duda era saber si ella estaba de acuerdo.
Lo primero que hizo cuando llegó a Artea fue ir derecho a la casa familiar. Si esperaba encontrar a alguien, se equivocó. No hubo bienvenida para el hijo pródigo.
La vivienda estaba a oscuras. Hasta la lámpara del porche, que siempre dejaban encendida durante toda la noche, estaba apagada. Volvió a sentir una sensación de intranquilidad. A pesar de estar convencido de que allí no había nadie, se bajó del coche, recorrió el sendero y pulsó el timbre.
Nadie salió a abrir. Lo intentó de nuevo. Ninguna respuesta. Aporreó la puerta varias veces. No cesó hasta que el puño comenzó a dolerle.
Ninguna contestación a sus golpes.
¡Pero qué...!
Comenzaba a sentirse el protagonista de una película de terror.
Recorrió el contorno de la casa atisbando por las ventanas. Sin resultado. Su padre era una persona muy concienzuda y había corrido todas las cortinas. Ni un solo rayo de luz salía de dentro.
Regresó al coche muy preocupado. Llegaría hasta su casa y allí pensaría...,
pero ¿qué?
Dejó de dar vueltas al asunto y accionó la llave con decisión. En menos de dos minutos estaba delante de su hogar.
Exhaló un suspiro de alivio al abrir la puerta y estirar el brazo para buscar a tientas el interruptor. Sin embargo, el consuelo apenas fue un reflejo, porque en el mismo momento en el que la palabra
refugio
pasó por su mente, alguien le vendó los ojos.
El pánico se apoderó de él e intentó arrancárselo de un manotazo, pero antes de hacerlo escuchó una voz sensual junto al cuello.
—¿Has tenido buen viaje?
Más que una pregunta, fue un suspiro. Martín tuvo que concentrarse para entender lo que aquella persona, fuera quién fuese, le estaba diciendo.
—¿Quién eres?
—¿Quién crees?
Aquella voz...
Se le encogió el estómago y el corazón le dio un brinco en el pecho. El cazador, cazado. ¡Y él que pensaba raptarla y hacerle el amor hasta que le suplicara que se quedara a su lado el resto de sus días!
Sintió cómo le quitaba la mochila y el abrigo de las manos. Se dejó hacer. No tuvo que esperar demasiado antes de sentir la punta de los dedos femeninos recorriendo la línea de sus labios. Apenas era como el cosquilleo de una pluma, pero a Martín le hizo reaccionar de inmediato. Extendió las palmas para capturar aquel cuerpo que adivinaba justo delante de él, pero solo consiguió aferrarse al vacío.
Se giró a ciegas.
—¿Dónde estás?
Otra vez escuchó aquella risa maliciosa que tanto le cautivaba.
—¿Dónde crees?
Echó mano de la venda.
—No.
Los dedos de Luz se enlazaron con los suyos y lo arrastró con suavidad. Se sintió empujado y cayó sobre el sofá. Ella se sentó a horcajadas sobre él. Martín no pudo resistirse más y la abrazó.
Ocultó la cara en el hueco de su hombro y dejó que su pelo lo acariciara. La apretó contra sí, con delicadeza, como a una paloma a punto de escapar.
—Te he echado de menos —se oyó decir emocionado.
—No has sido el único —le informó ella mientras depositaba un beso en la base del cuello.
Martín deseó que no se detuviera. Como si hubiera escuchado sus pensamientos, sintió cómo le abría la cremallera del jersey y lo deslizaba por los hombros para quitárselo. La camisa corrió la misma suerte. No consiguió pensar en nada más ya que, en el preciso momento en el que sintió las yemas de sus dedos recorriéndole el pecho, su mente dejó de funcionar.
Cuando Luz le desató el nudo y la venda cayó a un lado, Martín atrapó su boca de inmediato. Sus labios se movieron a un ritmo frenético y exigieron a cambio la misma respuesta. Esta se hizo esperar.
Pero la respuesta de Luz fue tal y como deseaba; reclamaba su propiedad. Porque él era de ella, ahora lo sabía, y ella de él y no podía ser de otra manera.
Besos, labios, manos, lenguas, piel era lo único que contaba. Emociones, deseos, anhelos, pasiones era lo único que importaba. Quererse, tocarse, amarse era lo único que ambos codiciaban.
Se separaron jadeantes. Tomaron aliento solo para volver a empezar de nuevo. Martín quería apagar el ansia que reprimía desde hacía un mes. Deseaba beber de su boca, comer de su piel, devorarla por completo con besos codiciosos y exigirle el mismo trato. Anhelaba que ella se llenara de su ser. Aspiraba a ser todo para ella, que ella fuera todo para él y dejar el mundo a un lado.
Cuando Luz abrió los ojos y vio el brillo de su retina, no tuvo que preguntar nada más. Él estaba allí, con ella, y allí se iba a quedar.
Para siempre
. Aquella seguridad la conmovió, a pesar de que su norma número uno: “
Huir de los que les gusta la palabra
siempre” se había estrellado contra la pared.
¡A la mierda con las normas!
Le acarició la mejilla con el dorso de la mano. El tacto de la incipiente barba le provocó un escalofrío de excitación. Sintió el irrefrenable deseo de estar desnuda debajo de él y sentir la aspereza de su mandíbula rozando todos los poros de su piel.
—Vamos arriba.
—¿Tienes prisa? —le interrogó Martín, travieso, mientras se afanaba en desabrocharle el primer botón de la camisa.
Situó un sonoro beso entre sus pechos y fue bajando con las manos y con la boca. Luz echó la cabeza atrás mientras sentía cómo la sangre se le licuaba por dentro. Notó cómo le quitaba la blusa y percibió los dedos que luchaban por soltar el broche del sujetador. Cuando este fue solo un revoltijo a los pies del sofá, Martín atrapó uno de sus pezones y jugueteó con él. Luz adelantó las caderas y se apretó contra él. Martín se dio cuenta entonces de que le dolían las entrañas de aguantar el deseo de tenerla desnuda entre las piernas.