Consiguió desembarazarse de él y se arrancó la mordaza. Y gritó. Gritó todo lo que pudo.
—¡¡Socorro!! ¡¡Ayuda!!
Pero la voz apenas le duró un segundo. Se quedó sin aliento cuando él logró taparle la boca de nuevo. Ella concentró todo el alma en separar aquellos dedos de su cara. Tenía que hablar, tenía que chillar, alguien tenía que escucharle.
Sin embargo, la realidad no siempre es como en las películas. Y los finales no siempre son felices. Y aquella vez, como tantas otras, ganó el malo.
Luz se encontró de nuevo sujeta por el cuello y asfixiada por un brazo más firme que una roca. El tipo esperó a que la falta de aire la obligara a dejar de luchar.
—Así qué eres una gatita salvaje. Dentro de un rato, veremos cómo sacas las uñas —masculló contra su cuello.
Lágrimas de asco e impotencia comenzaron a resbalarle por las mejillas.
Cuando Martín, Javier, el periodista, Cristina y Rubén dieron la vuelta a la calle, se encontraron con una frágil marioneta entre las manos de una bestia. Habían escuchado el grito desde una calle más arriba y corrieron todo lo que pudieron para llegar a tiempo. Luz estaba pálida, blanca como la porcelana, y lloraba mientras el secuestrador la mantenía inmovilizada. Los cinco se detuvieron a varios metros de distancia.
Cristina extendió los brazos para indicar a su grupo que no se moviera ni dijera nada. El hombre todavía no se había percatado de su presencia. Ella era consciente de que un rápido giro al cuello de Luz podría resultar mortal. Había que evitar como fuera que el asaltante se sobresaltara.
Los ojos de Luz los localizaron antes que su raptor. Martín advirtió como sus pupilas cambiaban y pasaban en un instante del terror más absoluto a la súplica. Y el mundo se le vino abajo. Se obligó a apartar los ojos de ella y a buscar la mirada del desgraciado que la amenazaba y, cuando la encontró, quiso matarlo. Con sus propias manos.
—Habéis llegado a tiempo —proclamó el criminal a la vez que una navaja aparecía en su mano.
Martín vio el reflejo de una farola sobre el metal y notó el espanto en las facciones de Luz.
Y deseó, una y mil veces, poder cambiarse por ella.
El asesino comenzó a caminar hacia atrás arrastrándola con él. Casi habían atravesado la muralla cuando un coche rojo, que había estado aparcado al otro lado del portón, encendió las luces y arrancó el motor. Se situó al lado del secuestrador y alguien, a quien no pudieron ver, abrió la puerta. El ladrón se desprendió de la mochila. Primero sacó un brazo, cambió el cuchillo de mano sin dejar de amenazar a Luz y después sacó el otro. La bolsa con la talla desapareció dentro del vehículo.
—Es una pena que no pueda llevarte conmigo. Quizás la próxima vez, si tus amigos nos dejan...
Martín presenció con pánico cómo el tipo hacía un movimiento de muñeca y contempló impotente cómo Luz se precipitaba al suelo. A cámara lenta. La imagen fue tan irreal que, por un instante, pensó que solo había sido un sueño. Pero, cuando volvió a la realidad, descubrió que aquel sueño se había convertido en una auténtica pesadilla.
Luz estaba tumbada sobre la fría piedra como una muñeca desmadejada y un charco oscuro y viscoso comenzaba a formarse a su lado.
Tuvo la certeza de que todo era por su culpa. Y quiso morirse.
Martín se levantó del sillón, en el que llevaba esperando la última media hora, y salió al exterior sin mediar palabra. No llevaba más abrigo que un jersey. Al fin y al cabo, si caía enfermo, tenía a los médicos cerca.
Odiaba los hospitales y el de Txagorritxu, situado en el barrio del mismo nombre de la ciudad de Vitoria, no era distinto de los demás: modernizado en su totalidad hasta parecer nuevo por dentro, aséptico de tan limpio y despersonalizado por completo.
El golpe de frío que le dio la bienvenida en cuando abrió la puerta de acceso a las URGENCIAS del hospital consiguió revitalizar su cerebro. La última hora había sido la peor de su vida. Y lo seguiría siendo hasta que tuviera noticias de Luz.
Se acercó a una pareja que se había escapado de dentro del edificio. Huían, al igual que él, de la enfermedad y de los malos presagios.
—¿Tenéis un cigarro?
El chico le miró con cara de pocos amigos, sin embargo, en seguida echó mano al bolsillo delantero del pantalón, sacó un paquete de Marlboro y extrajo un cigarro.
Martín se lo agradeció con un movimiento de cabeza y se quedó esperando a que le diera fuego. El joven le pasó su propio pitillo para que lo encendiera.
—Gracias —correspondió después de exhalar el humo de la primera calada.
—¡Martín!
Dio otro par de caladas apresuradas antes de darse la vuelta. Aquello no iba a ser fácil. Nada fácil.
David y Leire se acercaban hacia él. Les acompañaba otra chica que no pudo identificar, pero que le resultaba de algún modo conocida.
Esbozó una pequeña sonrisa y descendió por la rampa hacia ellos.
Acabemos lo más rápido posible
.
—¿Cómo está? —preguntó Leire antes de saludarle—. ¿Qué ha sucedido? Hemos venido en cuanto nos has llamado. Se supone que ella estaba en casa porque se encontraba enferma. ¿Qué hacéis en Vitoria?
—Leire, no apabulles a Martín, deja que se explique. —David se dirigió hacia él y señaló a la joven que los acompañaba—. Perdona. Ella es Irene, la hermana de Luz.
Martín la reconoció. Aquella era la chica con la que la había visto en el restaurante el día que Luz lo había encontrado con Isabella.
Así que tiene familia después de todo
.
—Encantada de conocerte.
Ella esbozó una sonrisa tímida cuando él se adelantó para darle un par de besos. Martín intentó alargar el momento lo más posible. Cualquier cosa con tal de no confesar que no tenía contestación para las preguntas de Leire.
—Lo mismo digo —aseguró él mientras le rozaba la mejilla—, aunque no nos conozcamos en la mejor situación. ¿Os parece si entramos?
—Sí, estaremos más cómodos dentro —afirmó David iniciando la marcha.
El resto lo siguió en silencio. La sala de espera estaba al lado mismo de la puerta. Debía de ser porque era lunes, pero aquello estaba casi vacío. Solo quedaban el periodista, que se había empeñado en quedarse con él, y una joven que acompañaba a una mujer mucho mayor que ella, en edad y en tamaño. No hacía mucho tiempo que Javier se había ido. Martín había insistido en que no tenía ningún sentido que se quedara allí cuando no iba a poder hacer nada.
—Sentaros.
Los cuatro se acercaron a la esquina que les indicaba y tomaron asiento. Leire se desembarazó del abrigo y lo echó a un lado. A Martín le dio el tiempo justo a respirar antes de que comenzara a preguntar.
—Cuéntanos —le apremió, sin hacer caso de la mirada de reproche de su novio—. ¿Cómo está? ¿Qué ha sucedido? Cuando me llamaste, apenas te entendí.
Martín deseó que no le temblara la voz. Llevaba más de una hora dando vueltas a la forma en la que iba a contar todo aquello y todavía no estaba muy convencido de estar preparado para el interrogatorio al que sabía que le iban a someter.
—Aún no me han dicho nada. La trajeron en una ambulancia. No la he visto desde entonces.
Irene se había sentado al lado de Leire y lo escuchaban cogidas de las manos.
—Pero, algo sabrás.
—Nada —mintió. Notó la cara de disgusto—. No nos dejaron acompañarla en la ambulancia y, cuando hemos llegado, lo único que he podido hacer es dar sus datos en la ventanilla de ingresos.
—Tú estabas con ella, ¿no?
—Tiene un corte en el cuello.
Leire se irguió alarmada. David le puso una mano en la rodilla para intentar apaciguar el nerviosismo de su novia.
—¿Un corte en el cuello? —preguntó Irene alterada—. ¿Es... importante?
—Espero que no —balbuceó Martín. Carraspeó en un intento de controlar el temblor de la voz—. Ya os he dicho que estoy esperando a que alguien me diga algo.
—Pero ¿cómo ha podido suceder? —interrogó Leire agitada—. ¡Le han vuelto a robar!
Martín negó con la cabeza y tragó saliva. Había llegado el terrible momento. David pensó que parecía mayor que la última vez que lo había visto. Tenía los ojos hundidos y unas enormes ojeras moradas comenzaban a aparecer debajo de ellos. De una cosa estaba seguro: había llorado.
—He sido yo —confesó. Leire dio un brinco en el sillón, pero, al notar la presión de la mano de David sobre su pierna, se abstuvo de decir nada—. He sido yo el que la ha obligado a venir hoy a Laguardia. Yo soy el culpable de todo.
No pudo seguir. En ese mismo instante una enfermera se asomó a la sala buscando a los familiares de Luz Ramos.
Irene se levantó como impulsada por un resorte. Los demás la siguieron. No habían dado más de cinco pasos cuando un médico vestido con un pijama verde apareció a lado de la chica.
—¿La familia de Luz Ramos?
Irene asintió.
—Soy su hermana.
—No le traigo buenas noticias.
Martín no entendía por qué seguía de pie si las piernas habían dejado de sujetarle.
• • •
Un silencio sepulcral se instaló en la habitación. El doctor, Manuel López ponía en su placa identificativa, echó una mirada furtiva a las otras mujeres.
—¿Pueden acompañarme? —comentó un segundo antes de darse la vuelta.
Salieron de la sala de espera al pasillo. La enfermera desapareció al fondo del corredor.
—¿Cómo está? —logró articular Irene.
—Tiene una fractura en la muñeca. Le hemos hecho una radiografía y estamos estudiando la necesidad de intervenir. El corte en el cuello —un gemido agónico se escapó de la garganta de Martín— no es demasiado grave. —Su corazón saltó alborozado ante la noticia—. Al principio pensamos que había seccionado por completo uno de los tendones anteriores —El hombre se echó una mano a su propia garganta para señalar dónde estaba la herida—, pero apenas lo había dañado y hemos podido suturarlo. No creemos que le queden secuelas.
—Pero... si todo ha ido bien, ¿cuáles son las malas noticias? —interpeló Leire con voz temblorosa.
—El fuerte golpe que se dio en la cabeza cuando cayó al suelo después de que el secuestrador le cercenara la garganta le ha provocado una contusión cerebral. —El doctor los miró apesadumbrado—. Aún no ha recobrado la consciencia.
—Cuando el secuestrador... —repitió Leire con voz apenas audible.
Martín vio como se tambaleaba. David le echó un brazo sobre los hombros y la ayudó a apoyarse en él.
—Vamos a proceder a realizar un escáner para ver si existe un hematoma cerebral y, en caso afirmativo, conocer el tamaño y el lugar dónde puede estar.
David fue el único de los presentes que tuvo la entereza de preguntar.
—¿Qué posibilidades hay de que se recupere pronto?
—Eso no podemos saberlo por ahora. Habrá que esperar hasta estudiar las pruebas que le hagamos.
—¿Se puede descartar que exista daño cerebral?
El médico negó con la cabeza. Martín, trastornado, estuvo a punto de saltar sobre él y zarandearlo. ¿Qué quería decir con aquel gesto? ¿Qué no se podía saber? ¿Qué no se recuperaría? No quiso ni pensarlo.
—¿Podemos verla?
—Después, les llamaremos para que suban a la UCI. No más de dos personas, y solo cinco minutos.
En cuanto el médico desapareció a la vuelta del pasillo, Martín notó que se mareaba. Un sudor frío le recorrió la espalda. Apoyó una mano en la pared y retrocedió hasta la protección de la sala de espera. Se cruzó con las mujeres que salían detrás de una enfermera. Estaban lívidas.
Más malas noticias
. Cuando los demás entraron en aquella habitación, se lo encontraron sentado con las piernas abiertas, los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos.
El reportero vio al protagonista de la noticia, David a un hombre enamorado, Irene a uno desesperado y Leire a un asesino.
Se volvieron a sentar junto a él. Ninguno dijo nada durante más de cinco minutos. Al final, Leire explotó.
—¡¿Secuestrada?! ¡Nos vas a contar ahora mismo qué demonios ha sucedido!
Martín elevó la cabeza con lentitud y la miró a la cara. Imposible no hacerlo. Se había puesto de pie y estaba roja de ira. Se erguía delante de él con los brazos colgando y los puños apretados.
—Leire...
David sujetó la manga de su jersey. Ella se desembarazó de un tirón.
—David, déjalo. Tiene razón. Lo menos que puedo hacer es explicaros cómo ha sido todo.
Cristina y su hermano le habían advertido de que cuanta menos gente lo supiera mejor, pero no pudo callarse. No con Luz al otro lado de la puerta de la Unidad de Cuidados Intensivos de aquel hospital.
Se mesó el cabello, respiró profundamente, se enderezó en el asiento y comenzó a hablar con voz abatida.
Les contó cómo había convencido a su hermano de que le dejara entrar en el operativo, cómo había llevado a Luz, engañada, hasta La Rioja Alavesa, cómo en aquel viaje había localizado al tipo que después la había secuestrado y cómo había compartido sus dudas con su hermano. También les reveló, sin dar demasiados detalles, que aquella misma mañana, mientras Luz estaba en su casa, había llegado Javier diciéndole que tenían que marcharse a Laguardia con urgencia. No había querido que se quedara sola en casa y se la había llevado con ellos. Lo que ya no pudo explicarles fue cómo, si la había dejado en un bar a primera hora de la tarde, había acabado varias horas después secuestrada y malherida.
Cuando acabó el relato, se quedó callado. Esperaba un ataque verbal, e incluso físico. Se lo merecía y estaba preparado. Pero en vez de eso, se quedaron mudos, perdidos en sus propios pensamientos. El silencio se le hizo insoportable, tanto que hasta le costaba respirar. De repente, Leire se dejó caer en la silla al lado de su novio y comenzó a sollozar. David, que había permanecido sentado, se volvió hacia ella y la abrazó con ternura.
—Seguro que se pone bien, no te preocupes —le susurró intentando rebajar su grado de angustia.
—Ha sido culpa suya, ha sido culpa suya, ha sido culpa suya —repetía Leire en una salmodia.
Irene no pronunciaba un solo sonido, aunque Martín pudo ver que también lloraba. Y su silenciosa pena se le hizo una carga abrumadora. Otra más a sumar a las que ya portaba a la espalda.
Permanecieron allí toda la noche, durmieron a ratos. Todos dieron alguna cabezada en aquellas largas horas, todos menos Martín. No pegó ojo. Vio a Leire recostada sobre el hombro de David a la vez que este apoyaba la cabeza sobre la de ella. Escuchó la pausada respiración de Irene sobre Leire y saludó a todas y cada una de las personas que pasaron por allí aquella madrugada. A las seis de la mañana estaba molido, pero no había conseguido cerrar los ojos. Cada vez que lo hacía, veía el cuerpo de Luz tirado en medio de la calle y con aquel viscoso líquido granate fundiéndose con su pelo.