En cuanto se metió en el coche, lo primero que hizo fue llamar a casa de sus padres. Todavía no era la hora de cenar y, con seguridad, Martín seguiría allí.
—Te espero en media hora a la puerta de tu casa —le dijo con más urgencia de la necesaria.
—¿Pasa algo? —preguntó su hermano alarmado.
—En media hora —fue la única respuesta que obtuvo.
Cuando un rato después apagó el motor, Martín aparecía por el sendero. Ninguno de los dos dijo nada. Javier se limitó a seguir a su hermano hacia el interior de la vivienda.
—¿Qué tal la reunión?
—Bien, ya te contaré —aseguró con gesto vago mientras se desprendía de la cazadora—. Vengo por otro asunto —le anunció a la vez que le invitaba a sentarse en el sofá.
—Me estás asustando, hermanito.
—¿No te ha pasado nada raro estos últimos días?
—¿Raro? ¿Cómo de raro?
—¿No has notado que te faltara algo?
—No. Me estás poniendo nervioso, ¿qué es lo que quieres saber exactamente?
—¿Ha podido alguien acceder a las fotos?
—¿Aparte de nosotros?
Javier asintió.
—Sí.
—No lo creo, las borré tan pronto como les entregué el DVD.
—¿Estás seguro de que nadie ha intentado comprobarlo?
—¡Javier! ¿Quieres hacer el favor de hablar claro?
—Está bien. Sospecho que ha podido entrar alguien a tu casa en busca de esas imágenes.
La sorpresa de Martín fue patente. Intranquilo, se llevó la mano a la cabeza y se mesó el pelo.
—¿Crees que se han enterado de que hemos estado controlando a ese tipo?
—Podría ser.
—Y ¿qué es lo que te ha hecho sospechar que han entrado en mi casa?
—Es por esa chica.
—¿Qué chica?
—No me tomes por idiota. Que no te pregunte sobre tu vida privada no quiere decir que no me entere de nada —le espetó—. La pelirroja con la que estuviste en la Rioja Alavesa. ¿Cómo se llama?
—Luz.
Su hermano asintió.
—Alguien ha entrado en su casa.
Martín se quedó lívido.
—¿Le ha sucedido algo? —balbuceó.
Ni se dio cuenta de que le temblaba la voz.
—Ella no estaba en casa.
El cielo se abrió delante de él cuando su cerebro consiguió procesar aquellas palabras.
Y, solo entonces, volvió a respirar. Y, solo entonces, las ideas regresaron a su cabeza. Y, solo entonces, pudo apartar aquella horrible sensación de desasosiego que le había invadido.
—¿Qué ha pasado?
—Según parece entraron en su piso, lo revolvieron y se llevaron un DVD. Nada que llame la atención..., si no llega a ser porque el ladrón se había tomado la molestia de robarle las llaves días antes, porque se llevaron todo lo que podía contener fotografías y porque está relacionada contigo.
Martín se levantó sin decir palabra y subió las escaleras de dos en dos. Javier le escuchó abrir y cerrar las puertas del armario y uno de los cajones de la mesilla. Al bajar, se había abrigado con una bufanda y las llaves del coche tintineaban en su mano.
—¿Adónde vas? —inquirió Javier agitado.
—¿Adónde crees?
• • •
Hay luz en la ventana
. A Martín le invadió un sentimiento contradictorio. Su voluntad se movía entre el deseo de verla de nuevo y estrecharla entre los brazos y la rabia por que fuera tan inconsciente como para permanecer sola en casa después de lo que había sucedido. La sacaría de aquel lugar como fuera, aunque para ello tuviera que darle un mazazo en la cabeza y echársela al hombro como un auténtico hombre de las cavernas.
Se detuvo justo antes de pulsar el timbre. Ya se estaba imaginando lo que ella diría en cuanto él se identificara.
¡Lárgate!
Miró el reloj. Más de las nueve. Reflexionó un instante.
Es la hora perfecta
.
Sin darle más vueltas, comenzó a pulsar, uno tras u otro, todos los botones del panel.
—Telepizza —anunciaba cada vez que alguien respondía.
Lo repitió todas las veces que fue necesario, más de diez, hasta que hubo suerte y se escuchó un zumbido.
—¿Qué haces aquí?
La gélida mirada que Luz le echó cuando abrió la puerta consiguió que a Martín se le enfriaran hasta las ideas.
—¿No sabes preguntar quién es antes de abrir a cualquier maleante que llama? —gruñó a la vez que se colaba sin esperar que le invitara.
—Y tú ¿no sabes que entrar en una casa particular sin permiso tiene nombre? Por si nadie te lo ha dicho antes, se llama
allanamiento de morada
y está penado por la ley —le espetó, con la mano todavía en la manilla de la puerta.
La invitación era clara.
Márchate
gritaban sus ojos.
De aquí no me muevo
, la retaban los de él.
Martín se plantó con los brazos cruzados en medio de la sala y la observó, mientras ella le sostenía la mirada, desafiándole.
Parece una diosa. Mi diosa particular
, deseó y tuvo que echar mano de todos sus recursos de hombre-soltero-e-independiente-muy-contento-de-serlo para no lanzarse sobre ella, raptarla, llevársela a su castillo, y encerrarla en la torre más alta para evitar que nadie le hiciera daño nunca más.
—¿Qué haces aquí, sola, después de lo que te ha pasado?
A Luz se le encendieron todas las alarmas.
—¿Cómo sabes que no estoy sola?
Él echó un vistazo en dirección al dormitorio.
—No te imagino con alguien que no tuviera arrestos suficientes como para no haber salido ya a defenderte y... ya te lo explicaré después cuando te lleve a mi... a casa de... Leire y David.
Ese fue el momento en el que Luz cerró la puerta. El tremebundo portazo no vaticinaba nada bueno. Y la provocadora forma en la que avanzaba hacia él, tampoco.
—¿Y quién te ha dicho a ti que voy a acompañarte a ningún sitio?
—No te vas a quedar aquí.
Luz le empujó al pasar a su lado.
—¿Qué apostamos? —preguntó burlona dándole la espalda—. Estaba a punto de lavarme la cabeza. Cierra la puerta al salir.
Martín se quedó allí mientras la observaba desaparecer en el cuarto de baño. El ruido de la caldera de gas que llegaba de la cocina indicaba que el agua caliente ya había comenzado a correr. Y, allí, quieto, analizó lo que ella le acababa de decir. Y lo único que consiguió fue que la temperatura de su furia aumentara hasta alcanzar los mismos grados que el termostato de la caldera.
Cuando Luz abandonó la seguridad de la ducha mucho tiempo después, se juró a sí misma que había olvidado al hombre que había interrumpido en su hogar.
¿Tendrá mala conciencia por haberme sustituido por la rubia oxigenada?
, pensó mientras se enjuagaba con una toalla el agua que chorreaba de su melena.
Tenía que hacerlo desaparecer de su casa, de su vida y de su mente.
Al menos, ya se habrá largado
. Con seguridad, después de que prácticamente le hubiera echado. Para asegurarse, asomó la cabeza por el hueco de la puerta y escuchó unos instantes. No se oía nada.
Todo despejado
, se dijo antes de entrar en la sala con dos toallas como único vestuario. Se aproximó a la cocina. No había abierto aún la puerta del frigorífico cuando escuchó un sonido inusual. Excepcional si se tenía en cuenta que estaba sola.
Cerró los ojos y exhaló un profundo suspiro.
Empujó la puerta de la nevera de golpe, volvió a subir la tela que cubría su cuerpo, se enderezó la que le sujetaba el pelo y se dirigió con pasos firmes hacia el dormitorio.
Allí estaba, abriendo y cerrando cajones como un poseso. Había tenido el atrevimiento de bajar su maleta azul, la que únicamente usaba para los viajes largos, y la tenía abierta en el suelo.
—¿Qué crees que estás haciendo?
Martín estaba demasiado ocupado haciendo
su
equipaje. Ahora le tocaba el turno a los jerséis. A medida que los sacaba del armario, los iba apilando sobre la cama, al lado de las camisetas.
Luz se recostó en el quicio de la puerta con los brazos cruzados bajo el pecho y dejó pasar varios minutos. De repente, se echó a reír. A carcajadas.
—¿Te parece divertido?
—¿Ver cómo sacas toda mi ropa para tener que colocarla de nuevo en su sitio dentro de unos minutos? —preguntó Luz con aire inocente—. Con franqueza, bastante.
—Te marchas de aquí.
La seguridad que irradiaba su mirada la obligó a pensar que aquello no iba a ser tan fácil como había aventurado. Abandonó la postura relajada.
—Leire y David no están en casa.
No lo sabía con seguridad, pero de ninguna de las maneras los iba a molestar solo porque al tipo que tenía delante le entrara la neura de “es peligroso que una chica camine sola por la calle a partir de las diez de la noche”. Hacía ya muchos años, desde que se había marchado de casa de sus padres, que andaba cómo y cuándo quería y que se dejaba acompañar solo si le venía en gana. No se había dejado controlar entonces por sus padres y no lo iba a hacer ahora. Además ¿quién se creía que era él para ordenarle nada? Si en algún momento había tenido la oportunidad de hacer algún comentario a ese respecto, desde luego, que la había perdido en el instante en el que decidió que prefería pasearse con aquella rubia.
—Estoy convencido de que las llaves de su casa aparecerán en cualquiera de tus cajones en cuanto te lo propongas —afirmó él con la mirada puesta en algún lugar por debajo de su cuello.
Luz imaginó la dirección de sus ojos y, sin desearlo ni pensarlo, la temperatura le subió cinco grados. De golpe.
Mierda
.
La traición de su propio cuerpo ante aquellos ojos color mar la desestabilizó por completo.
—Ese es el problema, que yo solo hago lo que me propongo y que solo me propongo lo que quiero —consiguió decir.
—Me da igual adónde vayas; a casa de tus padres, de tus hermanos si los tienes, de una prima, amiga, abuela, tía, de tu jefe o adonde te dé la gana, pero te vas de aquí. Ahora.
—Bonita retahíla.
A cualquier sitio menos a su casa
.
Y, desde el fondo de las entrañas, le salió lo único que le quedaba: la rabia.
Lo apartó de un empujón, sacó el cajón de su ropa interior y lo vació dentro de la maleta. Entero. Después, cogió el resto de las prendas que estaban sobre la cama y las arrojó encima.
—Ya está, equipaje hecho —le retó con las manos en la cintura—. Ahora, márchate de aquí para que me arregle.
Martín, impresionado por el arranque de furia, solo pudo mirarla fijamente antes de salir del cuarto.
Fue una suerte para él que Luz fuera una de las más fieles seguidoras de los refranes “
Despacio que llevo prisa
” y
“Lenta pero segura
”. Sentado en el sofá, tuvo todo el tiempo del mundo para reflexionar. Y para calmarse. Había ido allí a por ella movido por el pánico de saber que podía estar en peligro por su culpa y que no se quedaría tranquilo hasta que la viera fuera de aquella casa con... La conocía y por eso sabía que fuera donde fuese y estuviera donde estuviese, Luz haría siempre su santa voluntad. Y eso significaba que volvería a aquella casa en cualquier momento, en cuanto se le cruzaran de nuevo los cables. Solo se le ocurrió un lugar al que llevarla aquella noche, un lugar en el que él se quedaría tranquilo porque la podría controlar.
Me odiará por esto
, se dijo, pero le dio igual. Así que, cuando se abrió la puerta del dormitorio, Martín se levantó de un salto dispuesto a capear el peor de los temporales. Estaba preparado para todo menos para aquello.
—¿Adónde vamos?
Luz llevaba la maleta en una mano, el abrigo y el bolso en la otra y su mejor sonrisa en medio de la cara.
• • •
Estuvo a punto de montarse en el asiento trasero del coche, muy digna, y tratar a Martín como si fuera un simple taxista. Había empezado la representación dentro del propio piso. Había salido de la habitación tiesa y arrogante y, al pasar junto a él, había dejado caer la maleta a sus pies. Pero, al parecer, él o no se había dado por aludido
o no se había querido enterar
porque cuando ella abrió la puerta y salió al descansillo, él todavía no se había movido. Al llegar al primer escalón y ver que no la seguía, se dio la vuelta y lo miró desafiante.
Y se encontró con una sonrisa burlona bailando en sus labios.
Sonrisa que se le ha debido quedarse a vivir ahí
, masculló en silencio mirándolo de reojo mientras conducía.
¿Adónde vamos?
le había preguntado ella con tono inocente. Pero él ni se había dignado contestar. Claro que después de verle salir por la autopista camino de Durango no era muy difícil adivinar que acabaría en medio de la campiña en aquella casucha en la que vivía. Lo cierto era que le daba lo mismo donde terminara aquella noche, se alegraba de salir de aquella casa.
El día anterior no había tenido tiempo ni para pensar. Entre atender al cerrajero, a las veintitantas llamadas de Leire, los lamentos de María —a pesar de que había hecho lo indecible porque nadie se enterara de su problema, la noticia había corrido como una bomba por el vecindario— y limpiar el suelo y las paredes de la cocina de arriba abajo, no se había parado a meditar en lo que le había sucedido. Pero, en cuanto se metió en la cama, comenzaron los temores. Apenas había dormido. Había dado mil vueltas y se había levantado seis veces para comprobar que la llave y el pasador de seguridad que se había hecho instalar estaban cerrados. Llevaba todo el día luchando entre la desazón que le producía estar encerrada entre aquellas cuatro paredes y el sentimiento de culpa de haber hecho algo que hubiera provocado aquel ataque.
Si hubiera denunciado el robo del bolso como Leire me insistió
...
Menos mal que, por lo menos, sacaría algo de beneficio del combate que había tenido con Martín, pensó mirándole de reojo: aquella noche dormiría tranquila.
La palabra dormir se asoció en su mente a la palabra cama. De seguir por aquel camino estaba perdida.
La foto del interminable lecho del piso superior se interpuso en su lucidez. Y se abandonó a sus ensoñaciones. Todas y cada una de las partes del cuerpo de Martín se le aparecieron en una secuencia inagotable. Además, tres cuartos de hora oliendo su colonia, observando aquellas manos aferradas al volante y escudriñando su perfil no era una cosa que le pasara inadvertida. Había intentado convertirse en estatua de piedra, pero, según pasaba el tiempo, la sólida roca granítica se había ido transformando en piedra pómez. Y, en aquel momento, su fortaleza tenía más agujeros que un queso de Gruyere.