Es por ti (7 page)

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Authors: Ana Iturgaiz

Tags: #Romántico

BOOK: Es por ti
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Luz se acercó hasta la mesa y se sentó resignada a confesarlo todo. Ahora que había llegado a aquella parte de la historia, no iba a poder ocultar el resto por más tiempo.

—Porque la cosa no quedó ahí —explicó avergonzada.

—¿Ah, no? ¿Apareció el primo y os echó de casa desnudos? —sugirió Leire con malicia al tiempo que se inclinaba hacia delante, dispuesta a no perder detalle de lo que fuera a salir de los labios de Luz.

—No, él me pidió disculpas y dijo todas esas tonterías que los tíos repiten en estos casos:
es la primera vez que me pasa..., no sé lo que me ha sucedido..., no es por tú culpa..., me gustas mucho,...
Ya sabes, lo normal —Leire hizo un gesto de entendimiento—. A lo que yo, como todavía era una pipiola inocente e inexperta, contesté también quitándole hierro al asunto:
no te preocupes..., le puede suceder a cualquiera..., son cosas que pasan..., será el estrés
... ¡Una mierda el estrés! Si llego a saber lo que me iba a hacer al día siguiente ¡el muy ca... pullo!, lo mínimo que le hubiera dicho era que la tenía igual de grande que el mayor de mis hermanos y cuando estuviera calculando, orgulloso, los centímetros, le aclararía que mi hermano era un niño de diez años.

—Pero ¿qué es lo que se supone que te hizo? —insistió Leire.

—El muy cerdo se dedicó a contar por ahí que no solo él había cumplido como un jabato, al menos veinte veces por los rumores que me llegaron después, sino que yo, después, me empeñé en regresar al pub del que nos habíamos marchado y me largué con otros tipos. ¡Cuándo la realidad era que el segundo chico con el que me acostaba en la vida!

A Leire se le escapó un silbido.

—A eso se le llama un buen ataque. Supongo que sería por miedo a que tú fueras la primera en lanzar acusaciones en su contra.

—¡Un desgraciado, eso es lo que es! —Luz se había vuelto a levantar y recorría la cocina de arriba abajo sin descanso—. Tuve que pasarme más de un año aguantando miraditas y risitas cada vez que hablaba con cualquier estudiante o profesor y asquerosas insinuaciones de los tíos más babosos que te puedas imaginar. Sé que a mis espaldas me llamaban
La Bimbo. La fresca del barrio
—aclaró haciendo alusión al anuncio en cuestión—. Y todo porque a ese... canalla..., a ese... imbécil..., a ese... le explotó en la cara su ego de machito trasnochado cuando fue incapaz de acabar lo que había empezado.

—Era un mocoso y, por lo que cuentas, de lo más inseguro. Le pillaste en mal momento —le disculpó Leire.

—Mira, ¡encima tú no te pongas de su parte! ¡Es lo que me faltaba!

—Luz, creo que estás exagerando. Eso pasó hace miles de años. Ahora parece un buen tipo. Seguramente entonces también lo era. Te doy la razón en que se le fue la mano, pero creo que por pura inexperiencia. Cómo tú bien dices, erais unos críos.

Su amiga se paró en seco y se volvió.

—Inexperiencia. ¡Ja! ¡Una mierda!

Leire sabía que nada de lo que diría iba a conseguir que se tranquilizara. La dejaría sola un rato.

—Me voy al baño. —Señaló al vaso de Luz, que todavía estaba lleno—. Tómate un par de tragos y a ver si a mi regreso estás más tranquila.

Cuando Leire salió de la cocina, Luz se derrumbó en la banqueta. Aquel tema la ponía de los nervios. Por culpa de Martín había pasado dos años infernales. Los peores de su vida. Había aguantado comentarios y malas caras y, cada vez que alguien hacía alusión a su apodo, había fingido que estaba por encima de todas aquellas patochadas de niños malcriados. Había hecho creer a todo el mundo que tenía un blindaje de plomo más grueso que el de los carros antiminas. Fue entonces cuando forjó su carácter. Fue en aquellos años cuando decidió que sería una mujer independiente, que viviría sin estúpidas ataduras a necios mentecatos que clasificaban al resto de sus congéneres por el tamaño de lo que les colgaba entre las piernas y a las mujeres por el tamaño de su delantera. Fue en aquel tiempo cuando resolvió que los convencionalismos sociales le importaban un pimiento y que pasaba hasta el infinito de lo que dijeran los demás.

Una agria sonrisa acudió a sus labios. Ahora que lo pensaba, todo aquello se lo debía a una sola persona. A Martín.
Después de todo, esa es una cosa que le tengo que agradecer
.

Escuchó el agua de la cisterna. Leire estaba a punto de aparecer. Vació el vaso de un único trago y se levantó a por otra cerveza. Sabía que aquella conversación todavía duraría un rato más. Llenó el vaso de nuevo con rapidez, tiró el envase a la basura y volvió a sentarse.

—¿Qué? ¿Más serena? —dijo Leire desde la puerta, nada más poner un pie en la cocina.

Luz hizo un gesto afirmativo. Y era cierto, gran parte de la rabia que había acumulado desde que Martín había asomado de nuevo a su vida había desaparecido en ese preciso instante. Se había evaporado cuando le vino a la cabeza que el maremoto que había asolado su vida, en realidad había conseguido que ella se convirtiera en la mujer que ahora era.

Y si de algo estaba orgullosa, era de ser como era.

—Bien —siguió Leire mientras tomaba asiento—, pues ahora me vas a aclarar qué demonios pintaba esta mañana Martín en tu habitación.

—No vas a dejarme en paz, ¿verdad?

—No.

—¿Ni aunque te diga que en realidad soy una meretriz de lujo, que recibo en casa y que mi próximo cliente está al caer y es el presidente de un famoso club de fútbol?

—Pues dile que pase y se tome algo con nosotras. Suelta por esa boquita. Te advierto que David tiene el número de teléfono de Martín y que como no salga de aquí con una explicación que me parezca convincente, mañana mismo le llamo para saber su versión —le amenazó Leire.

—Mañana estará camino de Nueva York.

—Al otro lado del charco también conocen la tecnología. Por si no te habías percatado, los móviles también funcionan allí.

Luz suspiró.
No me queda más remedio que continuar
, se animó a sí misma.
Ya he superado la peor parte
. El resto sería tan cómodo como pasear por la playa. O eso esperaba.

—Ya te he dicho que no sé a qué ha venido esta mañana —explicó—. Yo había vuelto a la ducha después de hablar contigo. —Leire no hizo ningún comentario sobre la forma en la que le había colgado el teléfono. Lo dejaría para más adelante—. Escuché unos fuertes golpes en la puerta, pensé que eras tú y le dije que pasara. Me estaba secando el pelo cuando salí para hablar contigo y me lo encontré a él. Lo demás, ya lo sabes.

Leire meditó un instante. Algo fallaba en aquella explicación.

—Un momento. Cuando yo llegué, tú te estabas vistiendo y el pelo ya lo tenías medio seco.

Mierda. Ya sabía yo que esto no me iba a salir bien
.

—Bueno sí —reconoció—. Al principio salí envuelta en una toalla. Me vestí después.

—Ya me parecía a mí que tenía que haber una razón para que los ojos estuvieran a punto de salírsele de las órbitas —afirmó con una sonrisa burlona—. Le pillé completamente anonadado. Así que te vio un trozo de pierna.

Luz asintió, pero se quedó callada como una muerta.
Un trozo de pierna... y algo más
.

—No me vio nada.

—Hicisteis las paces —intuyó.

—No, ni siquiera hablamos.

—No entiendo nada. Si no hablasteis del tema y no solucionasteis vuestras diferencias, entonces, ¿por qué en la iglesia de Itziar parecías una parejita en toda regla? Estabais de lo más acarameladito.

—Eso no es cierto. Solo charlamos unos minutos —contestó con el ceño fruncido.

Leire no tuvo más remedio que reírse.

—Pena de foto. ¿Vas a negar lo que yo vi con mis propios ojos? En un momento en que levanté la cabeza, os vi inclinados con la cabeza muy junta. Si hasta me pareció que te besaba el pelo.

—¡Tú ves visiones!

—Que no, Luz, que no. Pensé que era imposible que estuvieras a menos de veinte metros de él sin que le sacaras las uñas y no os quité ojo mientras nos acercábamos. Te juro que parecía que estaba a punto de deshacerse. —Luz la miraba anonadada, con la boca abierta de asombro—. Y a ti, se te caía la baba —continuó divertida—. Cuando él estaba sacando fotos en el altar, le mirabas el culo con tal avidez que hubiera jurado que sabías a la perfección qué era lo que te estabas perdiendo.

—Yo no hacía eso —se defendió.

—¿Qué no? No te viste. Parecías estar acechando una apetitosa tarta de chocolate en el escaparate de una pastelería.

El sonido del timbre interrumpió la conversación.
Salvada por la campana
, pensó Luz mientras Leire se acercaba hasta la puerta para abrir al visitante.

—No me gustan las tartas y, además, ya da igual porque no pienso volver a verle en mi vida —anunció en alto.

—Eso mismo dije yo una vez delante de la chica más desesperante del mundo y, ahora, ya ves —contestó David desde el umbral de la cocina, con el brazo sobre los hombros de Leire.

Este se inclinó para besar los labios de su novia, que le recibieron con ardor.

Y, por primera vez en la vida, Luz sintió como la envidia se instalaba en sus entrañas.

• • •

—¿Qué te sucede? —preguntó Javier.

—Desde hace un rato, me pita este oído —explicó Martín apretándose con fuerza la zona dónde le parecía oír aquel molesto ruido.

—Eso es que alguien está hablando mal de ti —se mofó su hermano.

Pues no hace falta echarle mucha imaginación para averiguar quién puede ser
.

Los dos hermanos estaban sentados en el sofá de la casa familiar. Su padre ojeaba distraído el periódico del domingo mientras que su madre trajinaba en la cocina. El avión de Martín salía aquella misma noche para Madrid, desde donde cogería otro que le llevaría directo a Nueva York. De vuelta de la casa rural, había pasado para dar un fuerte abrazo a sus viejitos preferidos y se encontró con que Javier y su familia le estaban esperando para despedirse. Le alegró verse rodeado de todos ellos antes de volver a la soledad de su apartamento.

—¿Qué tal el fin de semana? —le preguntó Javier.

—Todo lo bien que se ha podido, si tenemos en cuenta que no conocía a la mayoría de la gente —indicó cogiendo la pelota roja de sus sobrinos que había llegado rodando hasta sus pies.

—Solo se te ocurre a ti pasar el fin de semana con unos desconocidos.

Martín se encogió de hombros.

—A veces uno descubre que tiene muchas cosas en común con gente que apenas conoce. Además, no todos eran desconocidos. Había tres amigos. Bueno, dos —se retractó.

—Pues no está el mundo como para deshacerse de los amigos —bromeó ante la rectificación.

—En realidad, al principio eran dos y al final, dos y medio —dijo al recordar la sonrisa y los dos besos fugaces que Luz le había dado en las mejillas cuando se despidió de él.

—¿Dos y medio? —preguntó Javier perplejo.

Martín hizo un gesto.

—Olvídalo. Era una tontería.

Se levantó para coger la mochila, que había dejado sobre una de las sillas de la mesa del comedor.

—He sacado las fotos que me pediste —dijo mientras abría la cremallera y sacaba una de las cámaras.

—¿Al final, dónde habéis estado?

—En Santa María de Deba, en el Santuario de Itziar y en un convento en Sasiola, a cinco kilómetros de Deba, camino de Mendaro.

—¿Había algo interesante?

Javier se había acercado hasta un enorme aparador de madera labrada y sacaba unas hojas y un bolígrafo de uno de los cajones.

—En Sasiola hay un gran retablo barroco, del siglo XVII según parece. No sé si puede ser lo bastante atractivo. Lo bueno que tiene el sitio es que está solo en medio del campo. Cualquiera se puede acercar hasta allí sin que nadie le vea. Además, la huida es perfecta porque la autopista está a dos pasos.

Javier escribía todos los detalles de lo que su hermano le estaba contando.

—Hazme un croquis de los accesos —le pidió poniéndole las hojas en las manos.

Martín le pasó la máquina con una fotografía en la pantalla. Javier la examinó y pulsó el botón de la siguiente.

—Las imágenes no son muy buenas. Solo tuve unos minutos y no pude montar el trípode.

—Pues a mí me parecen estupendas —comentó, más interesado en lo que aparecía en las fotos que en la calidad de las mismas—. ¿Y esto?

—Eso es la portada de Santa María de Deba —dijo después de mirar la imagen que su hermano le había puesto delante—. El retablo...

—Cierto. La conozco bien —le interrumpió—. Tiene un retablo también del siglo XVII.

—Pues entonces no te cuento con lo que te puedes encontrar.

—No. Además, por ahora, parece que el mercado se mueve más en torno a obras pequeñas, de siglos anteriores.

—Seguimos entonces. —Martín le quitó la cámara, pasó unas cuantas imágenes hasta que encontró la que buscaba y se la puso de nuevo en el regazo—. Esta. La Virgen de Itziar.

Javier le miró asombrado.

—¿Tú crees?

Martín asintió.

—Tú mismo dices que es perfecta. Pequeña y del siglo XIII. Cualquiera puede acceder a ella —añadió—. Estuvimos allí más de media hora y no entró nadie. Saqué más de veinte fotos y nadie dijo nada. Me podía haber largado de allí con ella en una bolsa y solo se habrían enterado los que venían conmigo.

Javier escuchaba interesado lo que le estaba contando. Señaló de nuevo los papeles.

—Dibújame también dónde está la puerta y el recorrido por las calles del pueblo hasta llegar al templo.

Martín comenzó a dibujar los bocetos que su hermano le pedía. Javier, mientras tanto, seguía revisando las fotografías.

—¿Y esto? ¿También estaba dentro de la iglesia? No tiene un aspecto muy virginal que digamos.

Martín echó un vistazo a lo que le señalaba y se encontró con unos grandes y redondos ojos oscuros que le miraban embelesados y una fina boca color cereza. Había pillado a Luz con la punta de la lengua asomando entre sus labios. Estaba adorable.


Eso
es una de las chicas del grupo —dijo quitando importancia a la imagen.

A Javier le pareció que, a pesar de su aparente tranquilidad, el pulso de su hermanito se había acelerado. Se le quedó mirando con una media sonrisa en la cara, pero, al final, optó por seguir pasando fotos sin decir palabra. En la sala solo se oía el clic de la cámara cada vez que apretaba el botón y el roce de las hojas del periódico que leía su padre.

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