Tardó veinte minutos en volver a coger fuerzas y decidir que ya era hora de hacer algo provechoso con su vida. No podía pasarse todo el domingo en la cama. Estaría más entretenido tumbado en el sofá delante de la televisión. Con sorpresa, descubrió que las náuseas hacía tiempo que habían desaparecido y habían sido reemplazadas por una sensación de vacío en el estómago. Empezó a pensar que comer algo era lo que necesitaba para apaciguar la serpiente que se movía en el interior de su estómago.
De menú:
Un plato de spaghetti y una tortilla de analgésicos
.
Salió de la cama lo más despacio que pudo para evitar que la cabeza le retumbara y se acercó a la cocina en calzoncillos. Pondría el agua a calentar y, mientras tanto, se daría una ducha para intentar que su yo real se apoderara del despojo que tenía por cuerpo.
Salió de la ducha, con la toalla sujeta a la cintura, transformado en otra persona. Martín Oteiza había regresado.
Más o menos
.
Al llegar a la puerta de la cocina, escuchó el chisporroteo del agua de la cazuela cayendo sobre la placa vitrocerámica. Era el momento de meter los spaghetti.
Hacer un plato de pasta con carne era fácil, por eso era casi lo único que cocinaba los fines de semana. El resto de los días se alimentaba de cereales, sandwiches, fruta, huevos y ensaladas. Y café. Mucho café. Toneladas de café. Café para despertarse por la mañana, café como acompañamiento con las comidas, café para engañar al estómago por las tardes y, por las noches, café para mantenerse despierto mientras seleccionaba las fotografías de las sesiones del día. Eso sí, al estilo americano, pura agua. La cafetera italiana, importada directamente del establecimiento que
Guerra San Martín
tenía en la calle Rodríguez Arias de Bilbao, la reservaba para el sábado y el domingo.
Y, esta tarde voy a hacer mucho uso de ella
, pensó mientras medía la cantidad de pasta a echar a la cazuela.
Un rato después, Martín se quitaba las chancletas y se tumbaba en el sofá, vencido. Ni siquiera se había molestado en ponerse más que unos boxer limpios y una vieja camiseta negra. Sabía que tenía la tarde perdida. No iba a ser capaz de levantarse de allí en las próximas horas. Buscó el mando del televisor entre los cojines y localizó los canales de la parabólica. El canal 40.
Noticias de casa
.
La EiTB
[3]
internacional no era su cadena preferida, pero de vez en cuando le entraba la nostalgia y se pasaba unas horas entre campeonatos de cesta punta, concursos de deporte rural y noticias locales.
Se colocó dos almohadas debajo de la cabeza, otra más en los pies, cruzó las manos sobre el esternón y se dispuso a disfrutar con la entrevista a una diseñadora de joyas, que, dicho sea de paso, no le interesaba en absoluto.
No fue consciente de que se había dormido, sin embargo, cuando abrió los ojos, habían cambiado a la invitada por el presentador del informativo. Martín no oyó la noticia completa, pero las imágenes que pasaban por la pantalla detrás de locutor le llamaron la atención. Eran muy parecidas a las que había hecho él unas semanas antes. Prácticamente iguales. Subió el volumen del televisor.
“...un intento de robo en el Santuario de Itziar. El párroco ha sido quien ha dado el aviso, alertado por unos extraños ruidos procedentes de la sacristía cuando el templo estaba cerrado a los visitantes. Los supuestos ladrones han conseguido huir sin ser vistos. En este momento se está procediendo a...”
. Al lado del reportero, un pequeño hombrecillo con sotana negra y alzacuellos esperaba a que le dieran paso dentro del noticiero.
Se quedó perplejo. Su hermano no le había mencionado nada de que el golpe fuera a darse tan pronto. Creía que aquel asunto iba más despacio y que se estaba hablando de establecer la operación dos o tres meses más tarde.
Tengo que llamarle
, se dijo. Y fue entonces cuando intuyó el resplandor. Se giró alarmado y descubrió un humo negro que salía de la cocina a la vez que le llegaba un espeso olor a aceite quemado.
Se plantó en la puerta de un salto, pero no pudo pasar adentro. El pánico se apoderó de él mientras se volvía buscando algo que ponerse sobre la boca. Corrió hasta el baño para coger una toalla, que empapó en el grifo de la bañera, y se la anudó de cualquier manera. Pero acceder a la cocina fue imposible. La sucia nube le cegó la visión. Le escocían los ojos y no conseguía tenerlos abiertos más que un instante. Retrocedió hasta el salón mientras descartaba el lienzo mojado. Cogió el teléfono interno y llamó al conserje del edificio. Un pitido, dos pitidos, tres pitidos.
Venga, venga
, le apremió. Cuatro pitidos. Colgó con furia y se volvió a la habitación en busca del móvil. Rebuscó entre los bolsillos del pantalón tirado sobre la silla. Una pantalla vacía hizo aparición ante sus ojos. Sin batería. Lo arrojó desesperado sobre las sábanas revueltas y, sin pensar en nada más que no fuera su propia seguridad, se precipitó hacia la puerta de la casa y salió al descansillo.
Aquello era otro mundo. La paz total. Nadie diría que, detrás de él, las llamas amenazaran con tragarse todo lo que pillaran a su paso.
Martín se abalanzó sobre el apartamento número 63.
—¡Señora O’Connor! —gritó aporreando con los puños la madera—. ¡Ábrame! ¡Señora O’Connor! ¡Sé que siempre está en casa! ¡Abra, por favor!
Nadie salió, nadie abrió.
Martín corrió hasta la siguiente puerta, la de una pareja recién casados. No tenía ni idea de cómo se llamaban.
—¡Por favor, abran! ¡Ayúdenme! ¡Es urgente!
Al no obtener respuesta, corrió hasta los otros apartamentos. Era consciente de que toda aquella gente no iba a ser de mucho apoyo, pero al menos tenía que conseguir que desalojaran el edificio.
Las golpeó todas sin dejar de chillar, cada vez más alarmado.
—¡Deje de gritar o llamo a la policía! —le amenazó una voz desde dentro de uno de los pisos.
Golpeó con más fuerza.
—¡Ábrame, señor! ¿Es que no me ha oído?
—¡Lárguese! —replicó la voz, con muy mal talante, desde dentro—. ¡Si tiene algún problema llame al 991!
Martín se quedó paralizado.
Los bomberos
. ¿Cómo no había pensado antes en ello? Tenía que tranquilizarse y pensar con sensatez.
El extintor de las escaleras
. Se precipitó hasta el acceso a las escaleras, que se encontraba al lado de su piso. La puerta de su apartamento seguía abierta, tal y como la había dejado unos minutos antes. Miró hacia dentro. El humo ya se había extendido hasta el salón y flotaba por él. Le sorprendió que las llamas no lo hubieran arrasado. Recapacitó. De hecho, no las había visto en ningún momento. Se armó de valor, inspiró profundamente y atravesó el umbral sin pensar en que se encaminaba a una muerte segura. Nada más entrar, tropezó con algo. La toalla seguía en el suelo. La alcanzó y se la volvió a llevar a la boca. Se aproximó a la cocina con paso vacilante. La nube de humo era ahora menos densa que antes. Titubeó un instante. Miró hacia la ventana de la sala. La abriría antes de enfrentarse con lo que fuera que hubiera sucedido allí dentro. Solo cuando notó entrar el frío de la calle, se acercó a la zona afectada y asomó la cabeza. Ahora que la tóxica nube había encontrado una salida, el aire enrarecido se había aclarado un poco. No había ni rastro de fuego. Sin embargo, parte de la pared y la campana extractora estaban completamente negras, aunque parecían intactas. En aquel momento, se alegró de haber seguido el consejo de Isabella cuando le persuadió de que las cocinas con aspecto industrial eran de lo más chic. Sus ojos se detuvieron sobre la cazuela con los spaghettis.
Adiós comida
. A su lado, fusionado con la vitrocerámica descubrió una masa informe, todavía humeante. No entendía lo que podía haber sucedido. Se aproximó para estudiarlo. Un tapón verde abandonado sobre la encimera y un trozo de tela quemada le dieron la clave. ¿Cómo se había podido caer un trapo de la balda superior sobre la botella de aceite que había dejado a un lado?
En ese momento, le entró vértigo. La sensación de que en vez de un desafortunado incidente podía haber sido una auténtica desgracia le obligó a apoyarse en la pared. Las manos le empezaron a temblar y se sintió como si una roca de trescientos kilos le hubiera caído encima. Se deslizó hasta el suelo y enterró la cabeza entre las rodillas.
Y cuando escuchó al conserje preguntándole a través del intercomunicador para qué le estaba buscando, no fue capaz de contener el sollozo que se escapó de su pecho.
• • •
Cling, cling, cling, cling
.
Luz golpeaba con una cucharita de postre su copa medio llena de vino.
—¿Os podéis callar de una vez?
Cling, cling, cling, cling
, volvió a sonar.
—¿Queréis hacerme caso de una vez? ¿Es que todavía no os habéis puesto al día de todos los cotilleos que circulan por la oficina?
Depositó los inútiles objetos sobre la mesa y esperó unos segundos. Pero como nada de lo que esperaba sucedió, se puso las manos a los costados de la boca, a modo de bocina.
—¡Atención, señores pasajeros, el avión está a punto de despegar! Les rogamos se pongan los cinturones de seguridad y mantengan la mesa plegada hasta nuevo aviso —exclamó con voz engolada.
Se escucharon unas risillas entre los comensales, a la vez que todas las cabezas se volvieron hacia ella. Cuando tuvo toda la atención, se quedó más de un minuto sin decir palabra.
—¿Y? —le animó la secretaria del Responsable de Marketing.
—¿Estamos ya todos atentos?
—Sí, señorita profesora —dijeron al unísono Hernández y Fernández, los graciosillos oficiales del piso cuarto.
—Bien, pues ahora que estamos juntos quiero daros una buena noticia —dijo con voz solemne—. Voy a...
—Vas a tener un hijo —se anticipó Fernández— y el padre es...
—¡Brad Pitt! —exclamó una voz.
—¡Demasiado ocupado! —dijo otra.
—¡Javier Bardem! —saltó una tercera.
—¡Demasiado feo! —afirmó la segunda.
—¡Eduardo Noriega! —rugió una cuarta.
—¡Demasiado guapo! —declaró la segunda.
Luz miraba a uno y otro lado de la mesa, como si se estuviera jugando un partido de ping-pong. Que era en realidad lo que estaba sucediendo.
Sí, pero con mi cabeza
.
—¡Toni Cantó!
—¡Hugo Silva!
—¡Alejandro Tous!
—¿Y quién es ese? —preguntó Hernández con cara de sorpresa.
—El de
Bea la fea
—explicó Luci, la
operadora
de la empresa.
—¡Ese no vale, que solo le conoce su madre!
—El sesenta por ciento del españolito de a pie sabe quién es. ¡Inculto!
Luz echó una mirada de advertencia a Luci, pero ella no se dio por enterada. Media empresa sabía que la telefonista guardaba en el bolso un televisor del tamaño de un transistor con el que se veía todos los culebrones que pasaban por las tardes, y que, además, era la socia 9356 del club de fans del actor.
—Dirás mejor el sesenta por ciento de la españolita de a pie que no tiene otra cosa que hacer más que pasar la tarde viendo telenovelas.
Aquello se estaba poniendo feo. A Luci se le empezaba a notar la vena de la sien.
Si no puedes ganarles, únete a ellos
, decidió Luz antes de que aquel enfrentamiento se convirtiera en una guerra sin cuartel.
—Jesús Vázquez —comunicó muy seria—. El padre de la criatura es Jesús Vázquez.
Y consiguió que todo el mundo se callara. Es más, se quedaron mudos. Todos. Menos Fernández, que estaba fascinado con la noticia.
—¡No jodas!
—Sí, no lo hemos comunicado antes porque es un poco difícil de explicar. Ya sabéis, por su condición sexual —explicó con un guiño—. Además, él quería contárselo primero a la familia y después a la prensa —añadió controlándose hasta el infinito para no soltar una risotada—, pero me ha llamado hace un rato para decirme que esta misma noche David Cantero lo dice en el telediario de la Primera.
Un clamor salió de las gargantas de todos los presentes, incluyendo de las de un par de parejas que comían en las mesas contiguas a la de su grupo.
—¡Es una trola!
Luz dio rienda suelta a su diversión y estalló en carcajadas.
—¡Pues claro! Y ahora, ¿queréis hacer el favor de prestarme un poquito de atención?
Y, para su sorpresa, esa vez su petición surtió efecto.
—¡Eso, eso!
Luz se volvió y se encontró con uno de los camareros que se había detenido a su lado en espera de que el dilema se resolviera.
—Gracias —dijo muy educada con un gesto de cabeza y se dio la vuelta para continuar con sus compañeros—. ¿Atentos? —Y cuando pareció que todos mantenían la respiración, anunció con voz solemne—: Me marcho.
Y se dejó caer en el asiento.
—¿Qué has dicho? —preguntó Luci, incrédula.
Luz se inclinó hacia delante. Juntó las manos y apoyó los antebrazos sobre la mesa.
—Que me marcho de la empresa. Tengo otro trabajo. Uno mejor. Mejor pagado, con más vacaciones y, sobre todo, uno en el que solo tendré que aguantar los malos días de un único jefe y no de tres, como ahora. —Como no parecía que las caras que le miraban se hubieran enterado, añadió—: ¿Entendéis? Que me piro, que me esfumo, que desaparezco, que me largo, que me...
—Que se cambia de trabajo —le ayudó el camarero.
—¡Qué suerte! —se oyó al fondo una voz con un deje de envidia—. ¿Y a dónde vas, si puede saberse?
—Se puede, se puede. A la oficina de la fundación cultural que Leire Eguía tiene en su casa.
Todo el mundo en Consultores Azuaga sabía la historia puesto que Leire había trabajado con ellos durante varios años. Año y medio atrás, su amiga había encontrado, en una casona que había heredado, un cuadro de un reconocido pintor vasco de principios del siglo XX. La fundación de un popular banco se había interesado por él y por la casa, tanto que al final había establecido una de las sedes en ella. Unos meses después del acuerdo, Leire había dejado la empresa para trabajar en dicha organización. Y, al parecer, ahora habían llamado a su amiga.
—¿Y para cuando es la feliz noticia? —inquirió Hernández siguiendo con la broma anterior.
—No os preocupéis. Todavía tendréis la suerte de contar con mi presencia dos meses más. Bueno, en realidad un mesecillo —aclaró— porque después pienso embarcarme en un acogedor crucero por el Caribe y dejarme agasajar por un par de fornidos camareros mulatos.