Esclava de nadie (43 page)

Read Esclava de nadie Online

Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

BOOK: Esclava de nadie
10.05Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Que el letrado de la acusada lea su escrito —le ordenó Mendoza.

Tello Maldonado procedió a exponer las defensas. Y, tras resumir el caso desde la perspectiva de la acusada, concluía:

—«Yo, Elena de Céspedes, respondo a la publicación de los testigos y a los cargos por parte del fiscal de este Santo Oficio. A lo cual digo que debo ser absuelta y dada por libre de todo lo solicitado. Porque nunca me fingí hombre para casarme con mujer, como se me pretende imputar. Ni tuve pacto expreso ni tácito con el demonio. Antes bien, he sido de forma natural varón y hembra, hermafrodita. Y aunque esto sea cosa rara, que pocas veces se ve, no va contra la Naturaleza. Así se sostiene en los libros
De Divinatione
, de Cicerón;
Naturalis Historia
, de Plinio, y
Civitate Dei
, de san Agustín, que en mi apoyo y descargo se reseñan en el infrascrito. Ellos sostienen que estos andróginos pertenecen al orden natural, no a asuntos de hechicería.

»Y no probándose, como no se prueba, haber habido ilusión, arte o pacto tácito o expreso con el demonio, no se debe deducir esto. Pues en la duda, conforme a derecho, nunca se ha de presumir delito, sino el beneficio del reo. Tampoco me daña el haberme casado primero con hombre, siendo yo mujer, y después haberme casado con mujer siendo yo hombre. Porque cuando me casé con hombre prevalecía en mí el sexo femenino. Y, muerto mi marido, después vino a prevalecer en mí el sexo masculino. Así ha sucedido en otros casos, como los citados en el infrascrito. Por todo lo cual suplico a vuestras mercedes que me absuelvan y den por libre de todo lo pedido contra mí por parte del promotor fiscal».

Lope de Mendoza había seguido atentamente toda la argumentación de la defensa y la hallaba intachable. No se refería sólo a la forma, pues con eso ya contaba, teniendo la reo la asistencia letrada de Tello Maldonado. Sospechaba que también concernía al fondo, a las autoridades que se citaban al referirse al hermafroditismo. Y a la sólida estructura de la argumentación, resumiendo sin lagunas apreciables un caso tan intrincado.

No menos le admiraba la coherencia de su estrategia, mantenida a lo largo de dos procesos tan apretados. Se había defendido como gato panza arriba en medio de adversidades que hubieran hecho desistir a cualquiera.

Salió de estas consideraciones para dar por concluido el escrito de la defensa y preguntar:

—¿Lo acepta y aprueba la acusada en los términos que acaba de escuchar de boca de su abogado?

—Lo acepto y apruebo.

—Firme en él para darlo por presentado ante nos, añadiéndolo a su proceso y comunicándolo al licenciado Sotocameño, fiscal de este Santo Oficio.

Y esta vez, cuando el inquisidor procedió a levantar la sesión, se entendía que la causa quedaba vista para sentencia.

En la soledad de su celda, Céspedes trataba de calibrar su situación. Imposible conciliar el sueño. Si nada lo remediaba, temía estar encaminándose hacia la hoguera. Conocía el hedor de la carne quemada. En alguna ocasión había experimentado aquella terrible sensación de llegarle el olor de la chamusquina ajena. ¿Cuánto más horrible no sería la propia? Le bastaba con recordar las dolorosas cauterizaciones que se había hecho en sus partes, para disimular la natura de mujer. Nada de aquello sería comparable a la sensación de ver avanzar las llamas, lamiendo y ennegreciendo las piernas, restallando las venas y los huesos hasta hacer saltar el tuétano. Ir sintiendo cómo, en medio de atroces sufrimientos, se le retiraba la vida de coyuntura en coyuntura, de tendón en tendón y de nervio en nervio.

Le habían dicho en Ocaña que, a través de los carceleros, algunos reos, o sus familiares, sobornaban a los verdugos para que estrangularan a los condenados antes de que los devorase el fuego, evitándoles así los suplicios de la hoguera.

Incluso había pensado quién sería el mejor para encomendarle aquel remate. Pensó en el ayudante del alcaide. Era su mujer quien le lavaba la ropa a Céspedes y atendía a su sustento. Sabía, por sus comentarios, que tenía cinco o seis hijos. No rechazaría un buen soborno.

El problema era que los verdugos no siempre llegaban a tiempo ni podían ejecutar esta encomienda. Y entonces nada libraba a los desgraciados. Se les oía gritar en su larga agonía entre las llamas, que podía durar más de media hora.

Por eso, tras darle muchas vueltas, no le pareció aquello seguro. Pensó en algo más expeditivo. Pero ¿qué? No sería fácil contar con un veneno, la mejor de las soluciones si estuviera libre, aunque impensable en una cárcel, con sus solos recursos. En cuanto al ahorcamiento, colgándose de alguna prenda a modo de soga, dudaba de su eficacia, y una vez prevenidos sus guardianes de un intento fallido ya no podría repetirlo. Quizá lo mejor fuera procurarse algo afilado o astillado para cortarse una gran arteria, como la femoral. Recordó el brotar de la sangre por aquella herida del muslo que le hicieran en el paso de Tablate. Conservaba aquella cicatriz, que se había revelado tan sensible durante la pelea en la taberna con el desnarigado.

S
ALINAS

H
abían quedado a la puerta de la catedral, tras oír la misa mayor. Lope de Mendoza fue el primero en salir a aquella soleada mañana de domingo, templada por el veranillo de San Martín. Noviembre estaba viniendo benigno y el doctor Salinas lo había invitado a comer en su cigarral, desde donde se divisaba una espléndida vista de Toledo. Podía permitírselo. Sus clientes eran los más ricos y poderosos de la ciudad.

Ahora mismo, el médico no acababa de llegar hasta él porque estaba saludando a un comerciante y a su esposa.

Cuando hubo concluido, acudió a su encuentro. Al verlo avanzar ligero, seguro de sí, pensó que la edad no parecía hacerle mella:

«Sabe cuidarse, el muy bribón».

Envidiaba la elegancia con que vestía la capa y una gorra italiana. También, su desenvoltura e ingenio. Un hombre de mundo, discreto, cortesano, viajado. Podría contar con su sincera opinión, sin falsos respetos al cargo de inquisidor. Ambos se hablaban sin tener que medir las palabras, con la confianza de largos años de amistad.

—Parecería que hubieseis oficiado vos la misa, por lo que os ha costado despediros —lo recibió Mendoza.

—No soy un ermitaño como otros. Tengo mis parroquianos.

—Parroquianas, sobre todo, a lo que he visto.

Pues era bien conocida su fama de seductor.

—Cómo se nota que estáis hecho a hurgar conciencias. Vamos a la trasera de la catedral, donde mi criado Garcés nos espera con los caballos.

El servidor los ayudó a subir a ambos a sus monturas y los siguió a prudente distancia, en una mula.

—Espero, Salinas, que no sea esto como agasajo de músicos, que los llevan a caballo y los devuelven a pie —observó Mendoza mientras se dirigían al puente sobre el Tajo.

—No temáis. Garcés os acompañará de regreso para recuperar vuestra montura. Pero decidme, ¿qué tal estáis, además de mohíno conmigo, a lo que veo?

El inquisidor balanceó la mano con la palma extendida, para indicar que regular:

—Si os referís a las piedras del riñón, ando tan cargado que con ellas podría construirse otra Toledo.

—¿Tomáis la medicina que os receté? Eso os desatascará.

—Más me desatascaría verme libre de cuidados, sin este trabajo que llevo.

—Lo echaréis de menos cuando os jubiléis. No os veo yo arrastrando los reumas por esas plazuelas donde van los canónigos a secarse los huesos. Tampoco os haréis a la merma de poder y autoridad.

—Ya no se nos teme como antaño.

—¿Que no? ¿Veis a Garcés? Su hermano es el mediero que me labra las viñas. Hace poco recibió recado de un colega vuestro para que fuera a verlo. Le entró tal temblor que cayó enfermo. El inquisidor hubo de aclararle que sólo quería comprarle unas peras que le habían sido muy encomiadas por un vecino. ¿Sabéis qué hizo el rústico? Arrancó el peral de raíz y se lo mandó en un carro, diciendo que no quería tener en su huerto ocasión de volver a ser llamado por el Santo Oficio.

Rio Mendoza de buena gana. Y dijo:

—Yo no creo que la gente me tiemble. No hay más que veros a vos. Eso son prejuicios de herejes.

—De vez en cuando me toca curar a algunos de los que han pasado por las manos del Santo Oficio, y son algo más que prejuicios de herejes.

—Mejor lo dejamos estar, Salinas.

Cuando hubieron llegado al cigarral y entrado dentro, le preguntó Mendoza:

—¿Habéis comprado algo nuevo?

Se refería a la colección de cuadros y grabados que adornaba la casa. No muy extensa, pero escogida con gran esmero. Señaló el médico un grabado de regular tamaño:

—Es de Durero.

—¿Qué bicho es ése, tan contrahecho?

—Un animal africano. Los más imaginativos creen que se trata del unicornio, pero al parecer resulta más apropiado llamarlo rinoceronte.

—Nunca termina uno de asombrarse con todas estas novedades que se están descubriendo. Más parece un muestrario de corazas y armaduras que criatura salida de las manos de Dios. Él suele ser más misericordioso.

Cuando hubieron terminado de recorrer aquella galería apareció Petra, la criada, para anunciarles que estaba lista la comida. Y pasaron a la mesa.

Mientras hundía la cuchara en la escudilla, le preguntó Mendoza a su anfitrión:

—¿Qué tenemos aquí?

—Un potaje de los que llaman «modernos».

—¿Le sentará bien a un carcamal como yo?

—Probadlo y veréis. Sus ingredientes no pueden ser más tradicionales: espinacas, acelgas y borrajas. Pero como son verduras de suyo sosas, se les da un hervor en caldo de carne. Y se añade a la olla leche de cabra colada, jengibre y pimienta bien molida.

—Está muy sabroso.

—¿Cuándo habéis comido mal en esta casa? Bueno, contadme ese problema que os absorbe. ¿De qué se trata?

Carraspeó Mendoza antes de decidirse a hablar:

—Tiene que ver con el sexo.

—¿De sexo queréis hablarme? A buenas horas, mangas verdes.

—Esperad, antes de seguir con vuestras chanzas. Y servidme un poco de ese vino, que bien lo habré menester.

Comenzó Mendoza a exponerle algunos de los puntos más oscuros del proceso que lo ocupaba, sin concretar ni dar nombres. Antes bien, omitiendo aquellos detalles que podrían violar el secreto inquisitorial. Hasta que el doctor lo interrumpió para decirle:

—Vamos, vamos, don Lope, me estáis hablando de ese tal Céspedes.

—¿Cómo lo habéis adivinado?

—Por Dios, todo el mundo lo conoce desde el juicio de Ocaña. Apenas hay secreto que preservar, y menos entre médicos. Algunos colegas míos han comparecido como testigos.

—Está bien. Lo que me preocupa es que mañana deberemos reunimos los doce miembros de la comisión para hacer consulta de fe y sentenciar el caso. Y tras todos estos meses de oír pruebas y contrapruebas estoy tan confuso como el primer día sobre cuál pueda haber sido el sexo del reo. O de la reo, que ya no sé a qué carta quedarme.

—¿Quiénes son los otros miembros de esa comisión?

—Muerto arriba, muerto abajo, los de siempre.

—O sea, viejos, testarudos, correosos —cabeceó el médico—. Y con el mismo lamento siempre a mano contra las nuevas costumbres y los cambios que están trayendo los tiempos.

—Supongo que insistirán en la ejemplaridad que se debe emplear en un caso como éste, dada la notoriedad que ha alcanzado.

—Conocen sus responsabilidades. Son nuestros vigías de la fe y deben evitar que nos extraviemos.

—No os burléis, Salinas. Si no llegamos a un acuerdo razonable, el expediente deberá remitirse a la Suprema de la Inquisición.

—Más de uno se frotaría las manos.

—Pues sí. En cuanto encalle la discusión, muchos de mis colegas querrán sacudirse el muerto.

—Y eso es lo que vos deseáis evitar.

—Por supuesto. Mi instrucción y desarrollo de la causa quedarían en entredicho.

—En el proceso de Ocaña ya pretendían haberlo sentenciado todo en mucho menos tiempo.

—Yo no puedo incurrir en semejantes desafueros. He de hacer las cosas bien hasta el final, atendiendo a todos los argumentos.

Volvió Petra en ese momento y pidió permiso para retirar las escudillas de potaje y traer el asado. A Mendoza se le iluminaron los ojos cuando lo vio.

—¡Capón armado! Sabéis lo mucho que me gusta.

Conocía lo laborioso de aquel guiso, asando el ave a fuego lento cubierta por entero con una albardilla de tocino bien amarrada. Y, cuando estaba a medio asar, había que separarla de la lumbre, quitarle la albardilla y echar por encima yemas de huevos batidas con perejil y azúcar, piñones y almendras, de modo que se tuviesen sobre la salsa. Una vez vuelto a armar con la albardilla, debía concluirse el asado hasta dejarlo en su punto.

Se levantó Salinas, empuñó el cuchillo y lo trinchó con destreza, sacando los alones por la coyuntura y desarmando las caderas de modo que los muslos saliesen de una pieza.

—Bien se ve que sabéis anatomía —bromeó Mendoza.

Callaron los dos, saboreando aquel delicioso manjar.

Salinas llenó de nuevo la copa de su invitado. No le costaba mucho adivinar lo perturbador que debía resultar para Lope y sus colegas lo que allí se estaba sustanciando. La cuestión sexual propiamente dicha. Y como el inquisidor persistiera en su silencio, decidió salirle al encuentro, centrándose en lo más comprometedor:

—¿Cómo pudieron tantos médicos dar al reo por varón? Y entre ellos el cirujano de cámara del Rey, Francisco Díaz, que es quien más sabe de esas cosas en toda Europa.

Mendoza se vio en la necesidad de precisar:

—Luego se retractó, como el resto de vuestros colegas.

—Nada como un médico, si se quieren certidumbres.

—No empecemos de nuevo, Salinas. Esto es algo muy serio.

—¡Qué remedio le quedaba a Díaz! Tengo entendido que era el único en persistir. Corría el riesgo de ser acusado de soborno por haber expedido el primer certificado, el que lo daba por varón.

—Sin embargo, y mirad por dónde, quien no se ha contradicho en ningún momento ha sido Céspedes —aseguró el inquisidor—. Ni su esposa, María del Caño.

—Pero el de su mujer es un testimonio del todo contaminado.

—Ciertamente, y además era doncella —admitió Mendoza—. Aunque eso no quita que haya sido muy valiente. Incluso sospecho que ella cree de verdad que Céspedes es varón, porque de lo contrario podía considerarse la primera engañada y haberlo abandonado, evitando así ser acusada de complicidad.

Other books

Baseball Blues by Cecilia Tan
Pantomime by Laura Lam
Terminal Island by Walter Greatshell
Gone Girl: A Novel by Gillian Flynn
McNally's Chance by Lawrence Sanders
Return by Jordan Summers
Thin Ice by Settimo, Niki