Esclava de nadie (45 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Histórico

BOOK: Esclava de nadie
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—Pero he de servir durante diez años en un hospital.

—Es el castigo habitual para las acusadas de delinquir contra el matrimonio. Si os tratasen como hombre no os libraríais de ir a galeras, donde casi todos mueren amarrados al remo. Dad gracias también porque en un caso tan extremo como el vuestro se os haya concedido el beneficio de la duda respecto al hermafroditismo.

A
UTO DE FE

U
n año y un mes pasaron antes de la ejecución de la sentencia dictada contra Céspedes. Un largo año de cárcel, durante el cual hubo de rumiar en la soledad de su celda el devastador desmoronamiento de toda una vida, de aquello por lo que había luchado tan denodadamente.

Se veía devuelta a todas las servidumbres de su condición femenina. Y aún quedaba la puntilla: además de en Toledo, sería humillada y azotada en Ciempozuelos. Por las mismas calles donde había conocido algo de sosiego y felicidad, casándose con la mujer que amaba. En sus más negros momentos llegó a pensar que habría sido mejor la muerte. Si no pasó adelante en sus planes de quitarse la vida fue por María. Ella siempre le mantuvo la esperanza. Y suicidarse habría sido tanto como dejarla abandonada a su suerte.

Entretanto, el inquisidor Lope de Mendoza esperaba la celebración de un auto de fe para ejecutar la sentencia. Sabía bien lo complicadas y caras que resultaban estas ceremonias, por su aparato y solemnidad. Hubo de dictar una providencia para que se procediera a la pública almoneda de los restantes bienes de Céspedes, retenidos en Yepes, para cubrir los gastos de su prolongada estancia en la cárcel.

Lo que más llamó la atención del inquisidor en aquel tiempo fue un hecho sucedido en Granada, del que tanto se habló. Al derribarse la torre Turpiana, antiguo alminar de la mezquita mayor, apareció una extraña caja de plomo, embetunada para mejor protegerla. Contenía varias reliquias y un pergamino, escrito en árabe, con una profecía de san Juan sobre el fin del mundo. Si Lope de Mendoza reparó en aquel suceso fue porque la traducción del texto le fue encomendada a Alonso del Castillo. Era ya demasiado tarde para hacer cábalas sobre el papel desempeñado por el intérprete en la vida de Céspedes. Al fin, la suerte del reo estaba echada. Pero no pudo evitar las dudas sobre don Alonso, por su origen morisco. Algunos quisieron ver su mano detrás de todo aquello. Se rumoreó que los documentos pretendidamente centenarios no eran tales, sino una falsificación urdida por él. Pues mostraban un desesperado esfuerzo para reconciliar el islam con la religión cristiana. Y se preguntó si todo el trabajo de Castillo en la sombra, y su arrimo al poder, no se encaminaban a aquella concordia.

No tuvo mucho más tiempo para tales especulaciones. A medida que se fue acercando el día de autos, la cárcel de la Inquisición fue llenándose de presos a rebosar. Habían tenido que pedirlos prestados a otros distritos para contar con los suficientes condenados y que el acto luciese como requería la presencia de Su Majestad.

No corrían buenos tiempos. Estaba demasiado cercano el desastre de aquella Gran Armada que con tanta precipitación llamaron «Invencible». Pero, al fin, mes y medio antes de la Navidad ya se había empezado a levantar el aparatoso escenario. Aumentaron el fragor y el martilleo que se libraban en la plaza del Zocodover, donde se alzarían los tablados para el auto. Mientras, las autoridades municipales, episcopales e inquisitoriales lo iban pregonando por calles y plazas.

El día anterior a la ejecución de las sentencias era sábado, y toda la ciudad se dispuso a pasar la noche en vela.

Aquélla sería una jornada interminable. Allá a la una de la madrugada comenzó el agónico goteo de las campanas de la ciudad, lento y ceremonioso, convocando a las misas por las almas de los convictos.

A las cuatro, sacaron a Céspedes de su celda para sumarlo al resto de los condenados. Hubo gritos e incesante ajetreo para vestirlos con las ropas que los señalarían, ordenándolos en filas.

Una hora antes de salir el sol, los arrastraron hasta la preceptiva misa dominical. Y tras ella, ya rompiendo el alba, se organizó la procesión general.

Delante iban los soldados de la zarza, aquel cuerpo especial de la Inquisición de tan imponente presencia. Desfilaba luego la cruz parroquial y, a continuación, los penitentes, de dos en dos. Apostados en las esquinas, los pregoneros recordaban los cuarenta días de indulgencia que lucrarían los asistentes a la ceremonia, así como la prohibición de portar armas o andar a caballo.

En segundo lugar iban los condenados a la hoguera, con sus sambenitos de llamas y diablos. Más atrás, Céspedes avanzaba lentamente, perdida entre los penitenciados a penas menores. Iba tocado con el gorro cónico de la coroza, vistiendo la túnica corta de color amarillo del sambenito, con una vela encendida y otras insignias e indicios que manifestaban su delito. Un escuadrón de lanceros los marcaba muy de cerca.

Detrás se apretujaba un grupo de cantores y músicos, seguidos de los familiares del Santo Oficio, con sus mejores ropas y estandarte. Lope de Mendoza figuraba entre los inquisidores que cerraban la procesión.

A mitad de camino, dos soldados hicieron un gesto a Céspedes para que se detuviera. Tanta gente había, y tan apretada, que apenas podían hender por la calle. Resonaron sobre las losas de piedra los cascos de los caballos de la guardia real, abriendo cuña. Los seguían los timbaleros y pífanos, precediendo al Consejo de Castilla. Y, tras los maceros, el Rey, arropado por nobles, damas y cortesanos, el arzobispo y otros dignatarios. Saludó el monarca a los súbditos que se amontonaban a ambos lados, destocándose a su paso. Y prosiguió el cortejo su lento y fatigoso desfile.

Llegados al inmenso tablado, cada cual se situó en su lugar. Los asistentes de alto rango se distribuyeron para sentarse en la tribuna y palcos. Quienes podían pagarse un asiento, se acomodaron en balcones y estradillos. El resto hubo de conformarse con permanecer de pie, en los espacios libres.

Comenzó el auto de fe. Vino primero el sermón, de cansina y previsible elocuencia, a cargo de un figurón del que se hacían lenguas en los mentideros. Otra ambición en busca de medro. Después, el juramento de fidelidad al Santo Oficio, que se pretendía solemne y que todos los concurrentes respondieron con un clamoroso «amén».

Cuando le llegó su turno a Céspedes, apenas si se dio cuenta. Los alguaciles lo tomaron en volandas, depositándolo ante uno de los púlpitos. Iba vestido de hombre, tal como lo hallaron.

Un relator procedió a leer la sentencia. Mientras lo hacía, volvieron a agudizársele los sentidos al reo. Observó aquella masa apretada, compacta, enardecida. Presta a secundar cualquier fervor que diese noticia externa de su mucha devoción. Hasta pudo percibir el rebullir morboso que les provocaba su caso. Detrás de los alabarderos que custodiaban el palco real, el monarca departía con el arzobispo, mientras les era servido un refrigerio.

Tras ello, hubo de abjurar
de levi
, siendo testigos el corregidor de Toledo con varios de sus regidores y el vicedeán de la catedral con sus canónigos. Y allí mismo, a la vista de todos, un alguacil lo vistió de mujer en medio del griterío de toda la plaza, que celebraba así el remate de aquel caso famoso.

Lope de Mendoza no había sido partidario de semejante mascarada, pero hubo de ceder ante las objeciones de quienes murmuraban contra la levedad de la sentencia dictada.

Al inquisidor no le pasó inadvertido el coraje con que Céspedes sobrellevaba todo aquello. Y hasta le pareció percibir el alivio en la acusada cuando los alguaciles la tomaron de nuevo por los brazos para retirarla del tablado y meterla en una pequeña jaula, donde permanecería a la vista de todos hasta el final de la ceremonia. Recordó que Zocodover significaba, en árabe, «mercado de las bestias».

Tras la larga ceremonia, la reo fue devuelta, ya vestida de mujer, a las cárceles del Santo Oficio.

Al día siguiente, lunes, se ejecutó la sentencia y se le dieron cien azotes por las calles de Toledo por mano de un verdugo socarrón, maese Marcos. Fue llevada a lomos de un asno rucio, desnuda hasta la cintura, con la coroza en la cabeza, donde figuraba escrito su delito, en medio del escarnio del populacho, que nunca falta en tales casos.

Poco después, Lope de Mendoza encomendó a uno de sus agentes que condujese a Elena de Céspedes a la villa de Ciempozuelos para que también allí se ejecutase la pena de cien azotes a la que había sido condenada. Y con el mandato de que antes se leyera el veredicto en la iglesia de la dicha villa, un día de domingo o fiesta de guardar.

Durante el traslado, que coincidió con la Navidad, llevaba puestas las insignias que daban cuenta de sus delitos. Y no le faltaron insultos por el camino.

Una vez en Ciempozuelos, quiso la casualidad que la sentencia se proclamase en la iglesia parroquial el miércoles veintiocho de diciembre, día de los Santos Inocentes.

María del Caño y su familia se habían encerrado en casa a cal y canto. La hermana pequeña, Inés, no paró de llorar.

Culminaba así el maltrato de sus convecinos, que torcían los rostros al encontrárselos por la calle para esquivar el saludo. Eso, cuando en las esquinas no se veían ladrados por los maledicentes.

Como era habitual, se había montado un autillo, un pequeño auto de fe. Habían venido los lugareños de las poblaciones cercanas, por la notoriedad del caso y porque Céspedes había sido cirujano en ellos.

La reo sería humillada allí donde alcanzó sus momentos de reconocimiento público. Ningún buen nombre debía quedar tras ella.

Ninguna paz ni felicidad ni buen recuerdo. Había que arrancarlos de cuajo.

Por eso se sorprendieron, y escandalizaron, cuando María del Caño tuvo el inmenso arrojo de asistir al escarnio público de quien ella seguía considerando su esposo, mientras a Céspedes le iban dando los cien azotes a lomos de una mula negra, con sambenito, coroza y las trazas de sus delitos. Y el verdugo, maese Francisco, iba leyendo el pregón: «Ésta es la justicia que ordena el Santo Oficio de la Inquisición de Toledo con esta mujer, porque siendo casada engañó a otra y se casó con ella. En pena de su culpa la mandan azotar y recluir en un hospital por diez años, para que sirva en él. Quien tal hace, que así lo pague».

María fue capaz de soportar todo aquello por no saber cuándo volvería a ver a su marido. Allí estaba, erguida, abrazada a su hermana pequeña, en aquella vía dolorosa. Al alzar la cabeza Céspedes y mirarla, su esposa le hizo la señal que tenían convenida ambos, para que supiese que lo esperaría, sucediera lo que sucediese.

Tras ello, fue devuelta a Toledo. Con el comienzo del nuevo año, se la trasladó al Hospital del Rey de la ciudad, cerca de la plaza Mayor, donde fue recibida en reclusión.

Era un centro modesto, de poca monta, que lo mismo acogía a enfermos que a viajeros necesitados, a ancianos que a tullidos, llagados, cancerados, lesionados y pobres en general.

Allí debería pasar los próximos diez años. Cuando saliese, lo mejor de su vida quedaría ya atrás. Y a María del Caño le sucedería otro tanto, muerta cualquier ilusión, agostada toda esperanza.

E
PÍLOGO

A
penas había transcurrido algo más de un mes desde que la reo fuera recluida en el hospital cuando el inquisidor Mendoza recibió la visita de su amigo el doctor Salinas. Se le veía muy agitado.

—Sentaos, ¿qué os pasa? —lo invitó Lope.

—Venid conmigo.

—¿De qué se trata?

—Es que no os lo vais a creer. Tenéis que verlo con vuestros propios ojos.

Anduvieron por las estrechas callejas hasta llegar a las proximidades de la catedral. Ya entonces advirtió Lope aquella nutrida concurrencia.

—¿Qué sucede?

—Esperad y lo veréis.

A medida que bordeaban el templo para acercarse a la plaza Mayor, iba aumentando el tumulto. Lo achacó a que era día feriado y habían acudido los aldeanos de los alrededores.

Cuando llegaron ante el Hospital del Rey, la muchedumbre desbordaba toda medida. Hubieron de abrirse paso a empellones para acceder al establecimiento.

—Pero ¿qué es esto? —preguntó Mendoza a Salinas.

—El administrador os lo explicará.

Al entrar en su despacho lo encontraron desesperado.

—Es por esa Elena de Céspedes —explicó al inquisidor.

—¿Cómo decís?

—El alboroto empezó cuando por mandato de vuestra merced se trajo al hospital a esa mujer, tras ser penitenciada en auto público. Ya sé que con ello pretendíais hacernos limosna. Sin embargo, desde que entró aquí anda todo manga por hombro. Los enfermos sólo quieren curar con ella.

—¿Toda esta gente ha venido por Céspedes?

—Así es, señor inquisidor.

—¡No es posible!

—Ya lo creo… Por eso quería rogaros que la sacarais de aquí, para que este hospital se pueda volver a gobernar con la quietud con que antes se hacía.

Le prometió Mendoza pensar en ello. Y ya en la calle, mientras regresaba a sus tareas, preguntó a Salinas:

—¿Pensáis que todos estos acuden para ser sanados? ¿O, más bien, por curiosidad malsana y superstición?

—Dicen que conoce muy bien el oficio —le contestó el doctor.

—Pero es una mujer, una mujer haciendo de cirujano.

—Sí, una mujer que de no haber sido por el antiguo testimonio de un leguleyo nadie habría distinguido de un hombre. Al menos, por su trabajo. Y esto lo confirma.

—Quizá nosotros tengamos algo de culpa, por haberle dado esta notoriedad —hubo de reconocer Lope.

—Y por cometer otro error de cálculo, dejándole su oficio. A los médicos del hospital no les ha de contentar que los pacientes prefieran ser atendidos por Céspedes.

—¿Qué podemos hacer?

—Sacadla del centro de la ciudad —le propuso Salinas—. Trasladadla al Hospital de San Lázaro. Allí, extramuros, en el camino de Madrid, no irá tanta gente a verla.

Era una buena idea. San Lázaro se destinaba a enfermos contagiosos, entre ellos los de tiña, sarna y lepra. Sus rentas eran tan precarias que los acogidos en mejor estado iban a pedir limosna por las calles, aunque se les obligaba a tocar unas tablillas a modo de castañuelas para avisar de su presencia y prevenir los contagios.

Ambos se equivocaban. Aún no había pasado medio mes cuando se reprodujo la misma situación. Al conocer el traslado de Céspedes, las gentes dejaron de ir al Hospital del Rey para acudir en tropel al de San Lázaro. Con el inconveniente añadido de que se trataba de un centro de enfermos infecciosos.

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