Esfera (44 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Esfera
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La negrura.

La sensación de calor era desagradable. En los oídos tenía un rugido sibilante. Alzó la vista y vio a Beth, sin su traje. Norman la veía desproporcionadamente importante y grande. Ella estaba ajustando el gran calefactor de ambiente; después, lo encendió. La mujer todavía tiritaba, pero estaba encendiendo la calefacción. Norman cerró los ojos: «Lo logramos —pensó—, todavía estamos juntos. Todavía estamos bien. Lo logramos.»

Se relajó.

Sobre el cuerpo sintió una sensación de hormigueo. «Debe de ser por el frío —pensó—. Tiene que ser consecuencia de que el cuerpo está recobrando su temperatura normal.» La sensación de hormigueo, de algo que se arrastraba, no era agradable. Como tampoco lo era el siseo que oía: como un silbido, intermitente.

Mientras yacía sobre la cubierta, algo se le deslizó con suavidad por debajo del mentón. Abrió los ojos y vio un tubo blanco plateado. Entonces se esforzó por ver y descubrió los diminutos ojos redondos y brillantes, la lengua que oscilaba. Era una serpiente.

Una serpiente marina.

Quedó petrificado. Miró hacia abajo, moviendo nada más que los ojos.

Tenía todo el cuerpo cubierto de serpientes marinas.

La sensación de hormigueo provenía de docenas de serpientes que se le enroscaban alrededor de los tobillos, se le deslizaban entre las piernas, sobre el pecho. Percibió el movimiento de algo frío que se le deslizaba sobre la frente; cerró los ojos, horrorizado, el cuerpo de la serpiente se arrastraba por encima de su cara, le bajaba por la nariz, le frotaba los labios; después, se alejó.

Al oír el siseo de los reptiles recordó que Beth había dicho que eran muy venenosos... «Beth —pensó—. ¿Dónde está Beth?»

Norman permanecía inmóvil. Sentía que las serpientes se le enroscaban alrededor del cuello, pasaban sobre sus hombros y se deslizaban entre los dedos de las manos. No quería abrir los ojos. Experimentó un súbito acceso de náuseas. «Dios mío —pensó—, voy a vomitar.»

Notaba serpientes debajo de sus axilas, y otras que le paseaban por las ingles. Súbitamente, empezó a invadirle un sudor frío. Luchó contra las náuseas.

«Beth», pensó. No quería hablar. «Beth...»

No cesaba de oír el siseo y entonces, cuando ya no lo pudo soportar más, abrió los ojos y vio la masa de carne blanca que se enroscaba y retorcía, las diminutas cabezas, las lenguas bífidas que se balanceaban... Volvió a cerrar los ojos.

Sintió que una de las serpientes reptaba sobre la piel desnuda de su pierna, por debajo del mono.

—No te muevas, Norman.

Era Beth. Norman percibió la tensión de su voz. Alzó la vista, pero no podía verla; sólo veía su sombra.

Oyó que exclamaba:

—Oh, Dios, ¿qué hora es?

Y él pensó: «Al diablo con la hora, ¿a quién le importa qué hora es?» Eso no tenía ningún sentido para Norman.

—Tengo que saber qué hora es —estaba diciendo Beth.

Escuchó el sonido de sus pisadas sobre la cubierta. «La hora...»

¡Se estaba alejando! ¡Lo abandonaba...!

Las serpientes se le deslizaban sobre las orejas, debajo de la barbilla, por encima de las ventanillas de la nariz. Los cuerpos de los reptiles estaban húmedos y resbaladizos.

En ese momento percibió otra vez las pisadas de Beth sobre la cubierta, y un sonido metálico cuando la zoóloga levantó la tapa de la escotilla. Abrió los ojos y la vio, inclinada sobre él: cogía las serpientes en grandes puñados y las arrojaba al agua a través de la escotilla. Los reptiles se le retorcían en las manos, se le liaban alrededor de las muñecas, pero Beth se las sacudía y las tiraba a un lado. Algunas no caían en el agua y se enroscaban en la cubierta. Pero la mayor parte ya no estaban sobre el cuerpo de Norman.

Una de las serpientes le reptaba por la pierna, en dirección a la ingle. Norman sintió que se deslizaba con rapidez hacia abajo: ¡Beth estaba tirándole de la cola!

—Con cuidado...

Ya no tenía la serpiente encima. Había salido lanzada sobre su hombro.

—Puedes levantarte, Norman —dijo Beth.

Se puso en pie de un salto y enseguida, vomitó.

0700 HORAS

Tenía una atroz jaqueca, pulsante, que hacia que el brillo de las luces del habitáculo le resultara insoportable. Y sentía frío. Beth lo había envuelto en mantas y lo había colocado junto a los grandes calefactores de ambiente del Cilindro D, tan próximo a ellos que el zumbido de los elementos eléctricos le sonaba muy fuerte en los oídos; a pesar de ello, seguía sintiendo frío. En ese momento bajó la vista hacia Beth, que le estaba vendando la rodilla herida.

—¿Cómo está? —le preguntó.

—Regular contestó ella—. La herida llega hasta el hueso. Pero te vas a poner bien. Sólo es cuestión de esperar unas pocas horas más.

—Sí, yo..., ¡ay!

—Lo siento. Está casi listo.

Beth estaba siguiendo las instrucciones para primeros auxilios que daba el ordenador. Para distraer su mente del dolor, Norman leyó la pantalla:

complicaciones médicas de menor importancia (no letales)

7.113 Trauma

7.115 Microsueño

7.118 Temblor debido al helio

7.119 Otitis

7.121 Contaminantes tóxicos

7.143 Dolor de cápsula sinovial

Elegir uno:

—Eso es lo que necesito —dijo Norman—: un poco de microsueño o, mejor aún, un poco de macrosueño en serio.

—Sí. Todos lo necesitamos.

En ese instante, un pensamiento acudió a la memoria de Norman.

—Beth, cuando estabas liberándome de las serpientes, ¿por qué necesitabas saber qué hora era en ese momento?

—Las serpientes marinas son diurnas. Muchas serpientes venenosas son, alternativamente, hostiles o pasivas, de acuerdo con ciclos de doce horas, correspondientes al día y a la noche. Durante el día, cuando son inofensivas, se pueden tocar y nunca muerden. En la India, por ejemplo, jamás se ha sabido que la krait rayada haya picado durante el día; hasta los niños juegan con ella. Pero al llegar la noche, ¡cuidado! Por eso yo estaba tratando de establecer en qué momento se encontraban las serpientes marinas, hasta que decidí que ése tenía que ser su ciclo pasivo diurno.

—¿Cómo se te ocurrió eso?

—Porque tú aún estabas vivo.

Norman comprendió entonces que Beth había usado sus manos desnudas para quitarle las serpientes, a sabiendas de que tampoco le picarían a ella.

—Con las manos llenas de serpientes te parecías a Medusa.

—¿Quién es? ¿Una estrella del rock?

—No, un personaje mitológico.

—¿La que mató a los hijos? —preguntó, lanzándole, de soslayo, una mirada suspicaz, siempre alerta ante un insulto encubierto.

—No, ésa era otra. Esa era Medea. Según la mitología, Medusa era una mujer que tenía la cabeza cubierta por serpientes, y que convertía en piedra a los hombres que la miraban directamente. La mató Perseo, quien no la miró directamente, sino que miró su imagen reflejada en el escudo que él había bruñido con esa intención.

—Lo siento, Norman. No es mi campo.

Norman pensó: «Es notable que, en una época, todo occidental instruido sabía quiénes eran estas figuras de la mitología, así como las historias inherentes a ellas; las conocían tan a fondo como la historia de familiares y amigos. Antes, los mitos representaron un conocimiento compartido por toda la especie humana, y actuaban a guisa de mapa del mundo consciente. En cambio ahora una persona bien educada como Beth no posee el menor conocimiento de los mitos.» Era como si los hombres hubiesen decidido que el mapa del mundo consciente de los seres humanos había cambiado. Pero ¿había cambiado en realidad? Norman tuvo un escalofrío. Ella le preguntó:

—¿Todavía sientes frío, Norman?

—Sí. Pero lo peor es el dolor de cabeza.

—Es probable que estés deshidratado. Veamos si puedo hallar algo para que bebas. —Se dirigió hacia el botiquín de primeros auxilios que estaba en la pared—. ¿Sabes? Lo que hiciste fue un verdadero despliegue de coraje —dijo Beth—. Saltar de esa manera, sin traje... La temperatura del agua está apenas un par de grados por encima del punto de congelación. Fue un acto muy valiente. Estúpido, pero valiente. —Sonrió y agregó—: Me salvaste la vida, Norman.

—No pensé —repuso él—. Simplemente lo hice.

Y después le contó cómo, cuando la vio allí fuera y descubrió la nube giratoria de sedimentos que se le acercaba, experimentó un horror antiguo e infantil, algo que provenía de recuerdos muy lejanos.

—¿Sabes lo que fue? Me recordó el tornado de El mago de Oz. Cuando era pequeño, ese tornado me había dejado pasmado de terror, y no quise que volviera a ocurrir.

En el mismo momento en que pronunciaba esas palabras, pensó: «Quizá éstos sean nuestros nuevos mitos: Dorothy, Toto y la Bruja Perversa; el capitán Nemo y el calamar gigante...»

—Pues cualquiera que haya sido la razón, me salvaste la vida. Gracias.

—De nada. —Sonrió y agregó—: Lo que te pediría es que no lo vuelvas a hacer.

—No, no volveré a salir.

Beth le ofreció un vasito de papel con una bebida viscosa y dulce.

—¿Qué es esto?

—Complemento isotónico de glucosa. Bébelo.

Tomó un sorbo, pero la bebida era desagradable por lo empalagosa. Al otro lado de la habitación, en la pantalla de la consola todavía se leía:
OS MATARÉ AHORA
. Norman miró a Harry, que seguía inconsciente y aún tenía la sonda intravenosa en el brazo.

Harry había estado inconsciente todo el tiempo.

Norman no se había planteado lo que se infería de este hecho. Había llegado la hora de hacerlo. No quería, pero estaba obligado a ello.

—Beth, ¿por qué crees que está ocurriendo todo esto?

—¿A qué te refieres?

—A las palabras que aparecieron en la pantalla, y a esa otra manifestación que vino a atacarnos.

Beth le dirigió una de esas miradas neutras, insulsas.

—¿Qué crees tú, Norman?

—No es Harry.

—No, no lo es.

—Entonces, ¿qué está sucediendo?

Se puso de pie y apretó las mantas contra su cuerpo. Flexionó la rodilla vendada; le dolía, pero no demasiado. Avanzó hacia la portilla y miró por la ventana: a lo lejos, alcanzaba a ver el rosario de luces rojas, correspondientes a los explosivos que Beth había colocado y montado. No entendía por qué había hecho eso; se había comportado de un modo muy extraño en relación con ese asunto...

Miró hacia abajo, en dirección a la base del habitáculo, y vio que también allí refulgían luces rojas, justo debajo de la portilla.
Beth había conectado los explosivos que estaban alrededor del habitáculo.

—Beth, ¿qué hiciste?

—¿Qué hice?

—Has conectado los explosivos en torno al DH-8.

—Sí, Norman —confirmó Beth.

Estaba de pie y lo observaba, muy quieta, muy tranquila.

—Beth, prometiste que no lo harías.

—Lo sé. Tuve que hacerlo.

—¿Cómo están conectados? ¿Dónde se halla el botón?

—No hay ningún botón: están calibrados con sensores automáticos de vibración.

—¿Quieres decir que se dispararán de forma automática?

—Sí, Norman.

—Eso es una locura. Alguien sigue haciendo manifestaciones. ¿Quién lo hace, Beth?

La mujer sonrió lentamente, con una sonrisa felina, morosa, como si, en secreto, se divirtiera a costa de Norman.

—¿De veras no lo sabes?

Sí, él lo sabía, y el conocimiento le daba escalofríos.

—Tú estás haciendo esas manifestaciones Beth.

—No, Norman —repuso ella sin perder la calma—. Yo no las estoy haciendo: las estás haciendo tú.

0640 HORAS

Norman se retrotrajo varios años, a los lejanos días de su práctica hospitalaria, cuando había trabajado en el hospital estatal de Borrego. Su jefe de investigación lo había enviado para que elaborara un informe sobre la evolución de un paciente. El hombre frisaba los treinta años, y era agradable y bien educado. Norman habló con él sobre los más diversos temas: la transmisión hidromática del «Oldsmobile», las mejores playas para practicar surf, la reciente campaña presidencial de Adlai Stevenson, la técnica de lanzamiento del jugador de béisbol Whitey Ford; hablaron hasta de la teoría freudiana.

El paciente no podía ser más encantador, si bien fumaba de modo incesante y parecía estar poseído por una tensión subyacente. Al fin, Norman se decidió a preguntarle por qué había sido enviado al hospital.

No recordaba el porqué. Se disculpaba, y parecía sincero al afirmar que no podía recordarlo. Sometido a un interrogatorio reiterado que le hizo Norman, el sujeto empezó a perder encanto y a ganar en irritación. Por último, se volvió amenazador e iracundo, daba puñetazos en la mesa y le exigía a Norman que hablara de cualquier otra cosa.

Entonces, Norman cayó en la cuenta de quién era ese hombre: Alan Whittier, el cual, cuando era adolescente, había asesinado a su madre y a su hermana en la casa rodante que tenían en Palm Desert; luego mató a otras seis personas en una estación de servicio, y a tres más, en la explanada de estacionamiento de un supermercado, hasta que, por último, se había entregado a la policía, sollozante e histérico, presa de la culpa y del remordimiento. Whittier permaneció diez años en un hospital, y durante ese período había atacado con brutalidad a varios asistentes.

Ése era el hombre que Norman tenía frente a sí. Estaba enfurecido, pateaba la mesa y golpeaba la pared con el respaldo de su silla. Se dio vuelta para huir de la sala, pero la puerta que tenía a sus espaldas estaba cerrada con llave: lo habían encerrado, que es lo que siempre hacían durante las entrevistas con los pacientes violentos.

Detrás de Norman, Whittier había levantado la mesa y la había arrojado contra la pared, y estaba a punto de abalanzarse sobre Norman, que se hallaba aterrorizado. En ese momento oyó el ruido de los cerrojos, y enseguida tres enormes asistentes se precipitaron en el interior de la habitación, agarraron a Whittier y se lo llevaron a rastras. El enfermo seguía chillando y maldiciendo.

Norman se apresuró a ir a ver a su jefe y le exigió que le dijera por qué lo había engañado. El jefe le preguntó:

—¿Sientes que fuiste engañado?

—Sí. Me engañaron.

—¿Pero no te habían dicho de antemano cómo se llamaba ese paciente? ¿El nombre no te dijo nada?

Norman contestó que, en realidad, no le había prestado atención.

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