Mecido por la espuma, siente una profunda paz, a pesar de las dificultades de la conversación.
«Estoy preocupado.»
Dime.
«Estoy preocupado porque usted habla como Jerry.»
Eso era de esperar.
«Pero Jerry era, en realidad, Harry.»
Sí.
«¿Así que usted también es Harry?»
No. Por supuesto que no.
«¿Quién es usted?»
Yo no soy un quién.
«¿Entonces, por qué habla de modo similar a Jerry o Harry?»
Porque surgimos de la misma fuente.
«No comprendo.»
Cuando miras en el espejo, ¿qué ves?
«Me veo a mí mismo.»
Ya entiendo.
«¿No es lo normal?»
Es cosa tuya.
«No comprendo.»
Lo que ves es cosa tuya.
«Eso ya lo sé. Todo el mundo sabe eso. Es una perogrullada de psicología, una frase hecha.»
Ya veo.
«¿Es usted una inteligencia extra-terrestre?»
¿Es usted una inteligencia extra-terrestre?
«Encuentro que es difícil hablar con usted. ¿Me dará el poder?»
¿Qué poder?
«El poder que les concedió a Harry y a Beth. El poder de hacer que ocurran cosas mediante el empleo de la imaginación. ¿Me lo va a conceder?»
No.
«¿Por qué no?»
Porque ya lo tienes.
«No siento que lo tenga.»
Lo sé.
«Entonces, ¿cómo es que tengo el poder?»
¿Cómo entraste aquí?
«Imaginé que la puerta se abría.»
Sí.
Se mecía en la espuma, aguardando una respuesta, pero no hubo respuesta: sólo un delicado movimiento de la espuma, una atemporalidad pacífica, y una sensación de adormecimiento.
Después de haber transcurrido cierto tiempo, Norman piensa:
«Lo siento, pero desearía que usted se limitara a explicar y que dejara de hablar con acertijos.»
En vuestro planeta tenéis un animal llamado oso. Es un animal grande, en ocasiones más grande que vosotros; es inteligente, tiene ingenio y posee también un cerebro tan grande como el vuestro. Pero el oso difiere de vosotros en un solo aspecto importante: no puede realizar la actividad mental que denomináis «imaginar»; no puede elaborar imágenes mentales de cómo podría ser la realidad, no puede hacerse la representación mental de lo que llaman «lo pasado» y de lo que llaman «lo futuro». Esta capacidad especial, la de imaginar, es la que hizo que vuestra especie sea lo grandiosa que es. Ninguna otra cosa: no es su naturaleza de simio, ni la capacidad de usar herramientas, ni el lenguaje, ni la violencia, ni el cuidado que prestan a los miembros jóvenes de su especie, ni sus agrupamientos sociales. No es ninguna de estas cosas, todas las cuales se hallan en otros animales. Vuestra grandeza estriba en la imaginación.
La capacidad de imaginar es la parte más grande de lo que vosotros denomináis «inteligencia». Creéis que la capacidad de imaginar no es más que una etapa útil en el camino para conseguir la resolución de un problema, o para hacer que algo ocurra. Pero imaginarlo es lo que hace que ese algo ocurra.
Éste es el don de vuestra especie, y éste es el peligro, porque vosotros no os preocupáis por controlar lo que genera vuestra imaginación: imagináis cosas maravillosas y cosas terribles, y no asumís la responsabilidad de esa elección. Se dice que en vuestro interior tenéis tanto el poder del bien como el poder del mal, el ángel y el demonio, pero, en honor a la verdad, dentro de vosotros no hay más que una cosa: la capacidad de imaginar.
Espero que hayáis disfrutado de este discurso, que tengo planeado pronunciar en la próxima asamblea de la Asociación Norteamericana de Psicólogos y Asistentes Sociales, que se reúne en marzo en Houston. Opino que este discurso tendrá una muy buena acogida.
«¿Qué?», piensa Norman, pasmado.
¿A quién creías que le estabas hablando? ¿A Dios?
«¿Quién es?»
Tú, por supuesto.
«Pero usted es alguien diferente de mí, alguien aparte. Usted no es yo.»
Sí, lo soy. Tú me imaginaste.
«Dígame más. »
No hay más.
Tenía la mejilla apoyada sobre un frío metal. Rodó sobre la espalda y miró la superficie pulida de la esfera, que se curvaba por encima de él. Los surcos espiralados de la puerta habían vuelto a cambiar.
Norman se puso de pie. Se sentía relajado y en paz, como si hubiera estado durmiendo durante largas horas. Igual que si despertara de un maravilloso sueño. Lo recordaba todo con mucha claridad.
Se desplazó por la nave, regresó a la cubierta de vuelo y, después, bajó por el pasadizo de las luces ultravioleta. Llegó a la sala que tenía los tubos en la pared.
Estaban llenos: había un tripulante en cada uno.
Era tal como lo había pensado: Beth había manifestado una sola tripulante, una solitaria mujer, a modo de advertencia para Harry y Norman. Ahora era Norman el que tenía el control, y encontró la sala poblada.
«No está mal.»
Miró la sala y pensó: «Que desaparezcan uno tras otro.»
De uno en uno, los miembros de la tripulación que se hallaban en los tubos se desvanecieron ante sus ojos; todos desaparecieron.
«Que vuelvan, a razón de uno cada vez.»
Rápidamente, los miembros de la tripulación volvieron a materializarse dentro de los tubos.
«Todos hombres.»
Las mujeres se convirtieron en hombres.
«Todos mujeres.»
Fueron mujeres en su totalidad.
Tenía el poder.
—Norman...
A través de los altavoces, la voz de Beth se oía por toda la astronave vacía.
—¿Dónde estás, Norman? Sé que te encuentras en alguna parte. Te puedo sentir, Norman.
El psicólogo se estaba desplazando por la cocina; pasó frente a las latas vacías de Coca-Cola que estaban sobre la mesa; después cruzó la pesada puerta y penetró en la cubierta de vuelo; allí contempló el rostro de Beth en todas las pantallas de la consola. Parecía verlo, con su imagen repetida una docena de veces.
—Norman, sé dónde has estado. Estuviste dentro de la esfera, ¿no es así?
Con la palma de la mano, Norman apretó las consolas, en un intento por apagar las pantallas. Pero no lo consiguió: las imágenes permanecieron.
—Norman. Respóndeme, Norman.
Dejó atrás la cubierta de vuelo y fue hacia la esclusa de aire.
—De nada servirá, Norman. Yo estoy al mando ahora. ¿Me oyes?
En la esclusa escuchó un clic cuando su casco quedó correctamente unido al traje. El aire que procedía de los tanques era frío y seco. Percibió el sonido uniforme de su propia respiración.
Oyó la voz de Beth en el intercomunicador de su casco.
—Norman, ¿por qué no me hablas? ¿Tienes miedo, Norman?
La constante repetición de su nombre lo irritaba. Apretó los botones para abrir la esclusa. El agua que surgía del suelo subía con rapidez e inundaba la cabina.
—Ah, estás ahí, Norman. Ahora te veo.
Beth empezó a reír con una risa alta y quebrada.
Norman se volvió y vio la cámara de televisión montada en el robot, todavía dentro de la esclusa. Le dio un violento empellón y la hizo enfocar hacia otro lado.
—Eso de nada servirá, Norman.
Estaba otra vez fuera de la nave espacial, de pie al lado de la esclusa. Los explosivos Tevac formaban hileras de puntos rojos refulgentes que se extendían en forma de líneas erráticas, como si fuesen una pista de aterrizaje diseñada por algún ingeniero demente.
—Norman. ¿Por qué no me respondes, Norman?
Beth era inestable, variable. Se notaba en su voz. Tenía que privarla de sus armas, desconectar los explosivos..., si era capaz de hacerlo.
«Que los explosivos se apaguen y se desconecten», pensó. De inmediato, todas las luces rojas se apagaron. «No está mal», se dijo, complacido.
Un instante después, las luces rojas parpadearon y volvieron a encenderse.
—No lo lograrás, Norman —dijo Beth, riendo—. No podrás conmigo. Puedo combatir.
Sabía que ella tenía razón: estaban teniendo una disputa, una confrontación de voluntades, en la que encendían y apagaban los explosivos. Pero esa disputa nunca se llegaría a resolver de esa manera. Norman tendría que hacer algo más directo.
Avanzó hacia el explosivo Tevac más cercano, y cuando estuvo al lado vio que el cono era más grande de lo que él había pensado: tenía un metro veinte de altura y estaba rematado por una luz roja.
—Te puedo ver, Norman. Veo lo que estás haciendo.
En el cono había algo escrito en letras amarillas sobre la superficie gris. Norman se inclinó para leerlas, y aunque la luneta de su casco estaba ligeramente empañada, podía distinguir las palabras.
PELIGRO - EXPLOSIVOS TEVAC
EXCLUSIVAMENTE PARA USO EN CONSTRUCCIONES/DEMOLICIONES DE LA USN
SECUENCIA REGRESIVA DE DETONACIÓN 20:00
CONSULTAR MANUAL USN/VV/512-A
SOLAMENTE PERSONAL AUTORIZADO
PELIGRO - EXPLOSIVOS TEVAC
Había más texto debajo del anterior, pero estaba escrito en letras muy pequeñas y Norman no lo pudo leer.
—¡Norman! ¿Qué estás haciendo con mis explosivos, Norman?
El psicólogo no contestó. Miró la conexión de los cables: un alambre fino entraba en la base del cono, y un segundo alambre salía de allí. Este segundo alambre se extendía por el fondo lodoso hasta llegar al cono siguiente, en el que también había dos alambres, uno de entrada y otro de salida.
—Lárgate de ahí, Norman. Me estás poniendo nerviosa.
Un alambre de entrada y un alambre de salida.
¡Beth había conectado los conos en serie, como si fueran las bombillitas de un árbol de Navidad! Con sólo arrancar uno de los alambres, Norman desconectaría toda la línea de explosivos. Extendió la mano enguantada y agarró el alambre.
—¡Norman! ¡No toques ese cable, Norman!
—Tómalo con calma, Beth.
Sus dedos se cerraron alrededor del hilo. Norman sintió el revestimiento plástico blando, y lo apretó con fuerza.
—Norman, si tiras de ese alambre dispararás los explosivos. Te lo juro: nos volará a ti, a mí, a Harry y a todo el infierno, Norman.
El no creía que eso fuera cierto. Beth estaba mintiendo. Había perdido el control, era peligrosa y volvía a decir embustes.
Llevó la mano hacia atrás y sintió que el cable se ponía tenso.
—No lo hagas, Norman...
Ahora el hilo estaba tirante en su mano.
—Te voy a dejar sin actividad, Beth.
—Por el amor de Dios, Norman. ¡Créeme! ¡Nos matarás a todos!
Norman vacilaba. ¿Estaría Beth diciendo la verdad? ¿Sabía cómo conectar explosivos? Miró el gran cono gris que tenía a sus pies y que le llegaba hasta la cintura. ¿Qué se sentiría si el cono estallara? ¿Llegaría él a sentir algo?
—Al diablo con todo —dijo en voz alta.
Y tiró del alambre que salía del cono.
El chillido de la alarma que sonó dentro de su casco le hizo saltar. En la parte superior de la luneta había una pequeña pantalla de cristal líquido que parpadeaba con rapidez:
emergencia... emergencia...
—¡Oh, Norman! ¡Maldita sea! Buena la hiciste.
Apenas sí oía la voz de Beth sobre el zumbido de la alarma. Las luces rojas de los conos centelleaban a todo lo largo de la nave espacial. Norman se preparó para la explosión.
Pero en ese momento la alarma fue interrumpida por una voz masculina, profunda y retumbante, que dijo:
—
Atención, por favor. Atención, por favor. Todo el personal de construcción debe abandonar de inmediato la zona de explosión. Se acaban de activar explosivos Tevac. La cuenta regresiva comenzará... ahora. La marca es veinte, y contando.
En el cono, una pantalla se encendió súbitamente y mostró, en rojo, los números 20:00. Después, empezó a contar hacia atrás: 19:59... 19:58...
La misma representación visual se repitió en la pantalla de cristal líquido que había en la parte superior del casco de Norman.
Tardó unos segundos en hacer que las piezas encajaran. Con la mirada fija en el cono, leyó las letras amarillas una vez más: EXCLUSIVAMENTE PARA USO EN CONSTRUCCIONES/DEMOLICIONES DE LA USN.
¡Por supuesto! Los explosivos Tevac no eran armas, sino que estaban hechos para ser usados en construcciones y demoliciones, y tenían cronómetros de seguridad incorporados, con una demora programada de veinte minutos, antes de que estallaran, para permitir que los operarios se alejasen.
«Tengo veinte minutos para huir de aquí», pensó Norman. Disponía de tiempo más que suficiente.
Se dio vuelta y empezó a dar rápidas zancadas en dirección al DH-7 y al submarino.
Caminaba con ritmo parejo, continuo. No tenía que esforzarse, y respiraba normalmente. Estaba cómodo dentro de su traje. Todos los sistemas funcionaban sin problema alguno.
Estaba yéndose de ese lugar...
—Norman, por favor...
Ahora Beth le estaba implorando: otro cambio que mostraba lo inconstante que era su carácter. No le hizo caso y siguió su marcha hacia el submarino. La profunda voz grabada decía:
—
Atención, por favor. Todo el personal de la Armada debe abandonar la zona de explosión. Diecinueve minutos, y contando.
Norman experimentaba una enorme sensación de seguridad, de poder. Ya no albergaba más ilusiones. No tenía preguntas para plantearse. Sabía lo que tenía que hacer.
Tenía que salvarse a sí mismo.
—No puedo creer que estés haciendo esto, Norman. No puedo creer que nos estés abandonando.
«Pues créelo», pensó. Después de todo, ¿qué opción tenía? Beth había perdido el control y era peligrosa. Ya se había hecho muy tarde para salvarla. Además, sería una locura acercarse a ella. Tenía tendencias homicidas: ya había intentado matarlo, y casi lo consiguió.
Y Harry había estado drogado durante trece horas, de modo que era probable que ya se encontrase clínicamente muerto. No existía razón alguna para que Norman se quedara. No había nada que pudiera hacer.
El submarino amarillo estaba ya cerca. Podía ver los accesorios que tenía en el exterior.
—Norman..., por favor... Te necesito.
«Lo siento —pensó—. Me largo de aquí.»
Rodeó el submarino, por debajo de las dos hélices gemelas, y vio el nombre pintado en el casco curvo:
Deepstar III
. Trepó por los escalones hechos en el metal, y llegó al interior de la cúpula.
—Norman...