Esfera (46 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Esfera
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—¿Por qué estás mirando esa cinta, Norman?

—Se hallaba aquí.

—¿Quién te dijo que podías mirarla?

—Nadie —respondió Norman—. Simplemente estaba aquí.

—Detén la cinta, Norman. Detenla ahora.

La voz de Beth ya no se mostraba serena.

—¿Qué es lo que pasa, Beth?

—¡Detén esa condenada cinta, Norman!

Estaba a punto de preguntarle por qué tenía que detenerla, pero en ese momento vio a Beth entrar en la imagen y detenerse junto a la esfera. Cerró los ojos y apretó los puños con fuerza. Las espiraladas estrías de la superficie se separaron y revelaron la negrura interior. La pantalla mostró a Norman que Beth entraba en la esfera.

Luego, la puerta de la esfera se cerró detrás de la bióloga.

—Malditos seáis los hombres —exclamó Beth con voz tensa y enojada—. Todos vosotros sois iguales: no podéis dejar que alguien esté bien, solo y tranquilo, ninguno de vosotros.

—Me mentiste, Beth.

—¿Por qué miraste esa cinta? Te rogué que no la miraras. Verla solamente te podría herir, Norman.

Beth ya no estaba enojada; ahora se mostraba suplicante, al borde de las lágrimas. Estaba experimentando rápidos cambios emocionales. Inestable, impredecible.

Y tenía el control del habitáculo.

—Beth...

—Lo siento, Norman. Ya no puedo confiar más en ti.

—Beth...

—Voy a cortar la comunicación, Norman. No voy a escucharte...

—Beth, espera...

—...más. Sé lo peligroso que eres. Vi lo que le hiciste a Harry. Cómo torciste los hechos, de modo que él apareciera como culpable. Sí, todo habría sido culpa de Harry, en el momento en que hubieras terminado. Y ahora quieres que parezca que es culpa de Beth, ¿no? Pues voy a decirte una cosa: no lo podrás hacer, porque he cortado la comunicación contigo, Norman. No voy a oír tus palabras suaves y convincentes. No puedo escuchar tus manipulaciones. Así que no gastes energías.

Norman detuvo la cinta; ahora el monitor mostraba a Beth en vez de la consola, en el cuarto de abajo.

Estaba apretando teclas.

—¿Beth? —llamó.

La mujer no respondió y continuó trabajando en la consola, refunfuñando para sí:

—Eres un verdadero hijo de puta, Norman, ¿lo sabes? Te sientes tan mal que necesitas que todo el mundo se sienta tan vil como tú.

«Está hablando de sí misma», pensó Norman.

—Te sientes tan poderoso en eso del subconsciente, Norman: lo subconsciente esto, lo subconsciente aquello. ¡Cristo, estoy harta de ti! Probablemente tu subconsciente nos quiere matar a todos, nada más que porque te quieres suicidar y piensas que los demás debemos morir contigo.

Norman sintió que recorría su cuerpo un estremecedor escalofrío: Beth, con su carencia de autoestima, con su profundo odio a sí misma, había penetrado en la esfera, y ahora estaba actuando con el poder que ésta le había conferido, pero sin estabilidad en sus pensamientos. Beth se veía a sí misma como una víctima que luchaba contra su sino, y siempre sin éxito. Beth era la víctima de los hombres, de la organización de la sociedad, de la investigación científica, de la realidad. En ningún caso alcanzaba a ver cómo todo eso se lo había hecho ella a sí misma... «Y puso explosivos alrededor de todo el habitáculo», pensó Norman.

—No te permitiré hacerlo, Norman. Te voy a detener antes de que nos mates a todos.

Cuanto ella decía era inversión de la verdad. Ahora Norman empezaba a ver el patrón de su conducta.

Beth se había dado cuenta de cómo abrir la esfera y había ido allí en secreto, porque siempre había sentido la atracción del poder. Siempre había creído que le faltaba poder, que necesitaba más. Pero como no estaba preparada para manejarlo una vez que lo tuviera, seguía viéndose a sí misma como una víctima, de modo que tenía que negar la posesión del poder y disponer las cosas para ser víctima de ese poder.

Su situación era muy diferente de la de Harry, pues éste había negado sus miedos y, por ese motivo, las imágenes aterradoras se manifestaron por sí mismas. Pero Beth negó su poder y, en consecuencia, hizo que se manifestara una nube remolineante de poder amorfo e incontrolado.

Harry era un matemático que vivía en un mundo consciente de abstracciones, de ecuaciones y de ideas. De manera que un ser concreto, como un calamar, era lo que le causaba miedo. Pero Beth, una zoóloga que todos los días estaba en contacto con animales, seres a los que podía tocar y ver, tuvo que crear una abstracción, un poder al que ella no podía ni tocar ni ver. Un poder abstracto y sin forma que llegaba para atraparla a ella.

Y al objeto de defenderse, había rodeado el habitáculo de explosivos.

«No es gran cosa como defensa», pensó Norman.

A menos que, secretamente, esa persona quisiera matarse.

Norman vio con claridad todo el horror de la situación.

—No vas a salirte con la tuya, Norman. No permitiré que ocurra. No consentiré que me suceda a mí.

Continuaba apretando teclas en la consola. ¿Qué estaba planeando? ¿Qué podría hacerle? Norman tenía que pensar.

De súbito, las luces del laboratorio se apagaron. Un instante después ocurrió lo mismo con el gran calefactor de ambiente, cuyos elementos irradiantes empezaron a enfriarse y a oscurecerse.

Beth había cortado la corriente.

Con el calefactor apagado, ¿cuánto tiempo podría resistir? Norman cogió las mantas de la cama de Beth y se envolvió en ellas. ¿Cuánto tiempo aguantaría sin calor? «Desde luego, no seis horas», pensó con pesimismo.

—Lo siento, Norman, pero debes entender la posición en la que me encuentro: mientras te halles consciente, yo estoy en peligro.

«Quizá una hora —pensó—. Tal vez pueda durar una hora.»

—Lo siento, Norman. Pero me veo obligada a hacerte esto.

Oyó un suave siseo: la alarma de la placa que tenía en el pecho empezó a emitir un sonido intermitente y agudo. Bajó la vista y la miró. Incluso en la oscuridad pudo ver que ahora la placa estaba gris. Supo de inmediato qué era lo que había pasado: Beth había cortado el suministro de aire al laboratorio.

0535 HORAS

Acurrucado en la oscuridad escuchaba el silbido que, a intervalos regulares, emitía la alarma de su placa, y el siseo del aire que se escapaba. La presión disminuía con rapidez: los oídos se le taponaron, como si se encontrara a bordo de un avión que estuviera despegando.

«Haz algo», pensó, sintiendo que el pánico lo invadía.

Pero no había nada que pudiera hacer: se hallaba encerrado en la cámara superior del Cilindro D y no podía salir. Beth tenía el control de toda la instalación y sabía cómo operar los sistemas para mantenimiento de la vida. Le había cortado la corriente, había quitado la calefacción y ahora interrumpía el acceso de aire. Norman estaba atrapado.

A medida que la presión disminuía, las botellas herméticamente cerradas, que contenían especímenes, explotaban como bombas, y disparaban fragmentos de vidrio por todo el cuarto. Norman se agazapó debajo de las mantas y sentía cómo los cristales rasgaban la tela. Ahora respirar era más difícil. Al principio, Norman había pensado que era la tensión, pero después se dio cuenta de que el aire se volvía menos denso. Pronto perdería el conocimiento.

Haz algo.

Tenía la impresión de que no podía recuperar el aliento.

Haz algo.

Pero en lo único que pensaba era en respirar. Necesitaba aire, le hacía falta oxígeno. Entonces pensó en el botiquín de primeros auxilios. ¿Había oxígeno de emergencia en el botiquín? No estaba seguro. Le parecía recordar... Cuando se levantó explotó otra botella con especímenes, y tuvo que agacharse para esquivar los trozos de vidrio que volaban.

Boqueaba, casi asfixiado; el pecho le subía y le bajaba trabajosamente. Empezaba a ver puntos grises.

Avanzó a tientas en la oscuridad, en busca del botiquín; sus manos se desplazaban a lo largo de la pared. Tocó un cilindro. ¿Oxígeno? No, demasiado grande: tenía que ser el extintor de incendios. ¿Dónde se hallaba el botiquín? Siguió palpando la pared. ¿Dónde?

Sintió la caja metálica, la tapa en la que se hallaba estampada la cruz en relieve. La abrió de un tirón y metió las manos en ella.

Más puntos flotaron ante sus ojos: no le quedaba mucho tiempo.

Sus dedos tocaron frascos pequeños, y blandos paquetes de vendas. No había botellas de aire. ¡Maldición! Los frascos cayeron al suelo, y algo grande y pesado le aterrizó sobre un pie, con un ruido sordo. Norman se inclinó, tocó el pavimento y sintió que un pedazo de cristal le había hecho un corte en un dedo, no le prestó atención. Sus manos se cerraron sobre un frío cilindro de metal; era pequeño, apenas más largo que la palma de la mano. En uno de los extremos había una especie de tubo de unión, una tobera...

Era una lata de aerosol, una maldita lata de algún producto para rociar. La tiró lejos. Oxígeno. ¡Necesitaba oxígeno!

Recordó que junto a la litera... ¿No había oxígeno de emergencia al lado de cada litera del habitáculo? A tientas, buscó el sofá en el que dormía Beth; palpó la pared que estaba por encima de lo que tenía que ser la cabecera. Seguramente había oxígeno allí. Ahora Norman sentía vahídos, comenzaba a dejar de pensar con claridad.

No había oxígeno.

Entonces recordó que no era un lecho común y corriente, que no estaba diseñado para que en él durmiera nadie, así que no habrían puesto oxígeno allí. ¡Maldición! Y, en ese momento, su mano tocó un cilindro metálico sujeto a la pared. En uno de los extremos había algo blando...

Una mascarilla de oxígeno.

Con gran presteza, se puso la máscara sobre la boca y la nariz. Palpó la botella e hizo girar un mando. Oyó un siseo e inhaló aire frío. Sintió una ola de intenso vértigo y después la cabeza se le aclaró. ¡Oxígeno! ¡Ya se sentía bien!

Tanteó la botella para evaluar su tamaño: era un recipiente de emergencia, con apenas unos pocos centenares de centímetros cúbicos. ¿Cuánto duraría? «No mucho», pensó. Algunos minutos. Sólo representaba un alivio temporal.

Haz algo.

Pero no se le ocurría qué hacer. Carecía de opciones. Estaba encerrado en un cuarto.

Recordó lo que solía decir uno de sus profesores, el gordo y viejo Temkin: «Siempre tienen una opción. Siempre hay algo que pueden hacer. Nunca están desprovistos de una posibilidad.»

«Ahora sí lo estoy», pensó. No tenía alternativas. De todos modos, Temkin se refería al tratamiento de pacientes, no al hecho de tener que escapar de cámaras selladas. Su maestro no tenía ninguna experiencia sobre cómo salir de recintos cerrados. Y tampoco la tenía Norman.

El oxígeno lo había aturdido... ¿O era que ya se estaba terminando? Por su mente cruzó un desfile de sus antiguos profesores. ¿Sería esto como ver pasar la propia vida ante los ojos, cuando se está a punto de morir? Los vio a todos: la señora Jefferson, que le había sugerido que sería mejor que estudiara para abogado. El viejo Joe Lamper, que siempre reía y decía: «Todo es sexo. Créanme. Siempre todo se reduce a lo sexual.» El doctor Stein, que sostenía: «No existe ningún paciente que se resista. Mostradme un paciente que se resiste, y os mostraré un terapeuta que se resiste. Si no lográis avanzar con el paciente, pues haced alguna otra cosa, la que sea. Pero haced algo.»

Haced algo.

Stein era partidario de los recursos disparatados. Si no se lograba llegar al paciente, entonces había que comportarse como un loco: vestirse de payaso, patear al sujeto, mojarlo con una pistola de agua, hacer cualquier maldita cosa que al terapeuta se le ocurriera, pero
hacer algo
.

—Mira —solía decir—. Lo que estás haciendo ahora no da resultado. Así que prueba algo nuevo, no importa lo loco que te parezca.

«Eso estaba bien en aquel entonces», pensó Norman. Le gustaría ver al doctor Stein evaluando este problema. ¿Qué le diría que hiciera?

Abre la puerta
. No puedo; ella la atrancó.

Habla con ella
. No puedo; no me escucha.

Abre el paso de aire
. No puedo; ella controla el sistema.

Consigue el control del sistema
. No puedo; lo tiene ella.

Busca ayuda dentro del cuarto
. No puedo; no queda nada que sirva.

Entonces, sal
. No puedo; yo...

Se detuvo en su cavilación: eso no era cierto. Podía salir rompiendo una portilla o abriendo la escotilla del techo. Pero no había ningún lugar al que pudiera ir, pues no tenía traje de buzo y el agua estaba a la temperatura de congelación; ya se había expuesto a esa agua, durante unos segundos nada más, y casi muere. Si saliera de esa cabina para sumergirse en el océano, casi con seguridad perecería. Era probable que su temperatura corporal bajara hasta límites letales, aun antes de que la cámara llegara a llenarse de agua. Sin duda, moriría.

En su mente vio entonces que el doctor Stein alzaría sus pobladas cejas y que, con una sonrisa burlona, le diría:
Y si vas a morir de todos modos, ¿qué tienes que perder?

Norman comenzó a idear un plan: si abría la escotilla del techo podría ir al exterior del cilindro. Una vez fuera, quizá lograra descender hasta el Cilindro A, entrar en él a través de la esclusa de aire y ponerse su traje. Entonces, estaría bien.

Si lograse llegar hasta la esclusa de aire... ¿Cuánto tiempo necesitaría para ello? ¿Treinta segundos? ¿Un minuto? ¿Sería capaz de contener la respiración tanto rato? ¿Podría resistir el frío durante tan largo tiempo?

Morirás, de todos modos.

Y entonces pensó: «Maldito idiota, en tu mano tienes una botella de oxígeno; tienes suficiente aire, si no te quedas aquí, perdiendo tiempo, preocupándote. ¡Adelante, sal!»

«No —pensó—. Hay algo más, algo que estoy olvidando.»

¡Adelante!

Dejó de pensar y empezó a trepar hacia la escotilla situada en el techo del cilindro. Después contuvo la respiración, se afianzó bien, listo para la acometida del agua, giró el volante y abrió la escotilla.

—¡Norman! ¡Norman! ¿Qué estás haciendo? ¡Norman! Te has vuelto loco... —gritó Beth.

Después, sus palabras se perdieron en el rugido del agua que, a una temperatura glacial, caía dentro del cilindro como una poderosa cascada.

En el instante en que estuvo fuera se dio cuenta de su error: necesitaba pesos, pues su cuerpo boyaba hacia la superficie. Norman tomó una última bocanada de aire, dejó caer la botella de oxígeno y se agarró con desesperación a las frías tuberías de la parte externa del cilindro, a sabiendas de que si se soltaba no habría nada que lo detuviera, ninguna cosa a la que agarrarse en su ascenso hacia la superficie del mar, donde apenas llegara estallaría como un globo.

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