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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Espacio revelación (12 page)

BOOK: Espacio revelación
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—Los movimientos de datos que tuvieron lugar a continuación sólo podrían haber sido realizados por alguien que perteneciera a la organización Sylveste. Y tú eres el principal sospechoso.

—No estaría mal que me dijeras una razón por la que podría haber hecho algo así.

—Oh, no te preocupes —respondió ella, volviendo a dejar el compad en su regazo—. Estoy segura de que se me ocurrirá alguna.

Tres días después de que la rata conserje anunciara que la tripulación había despertado, Volyova se sentía lo bastante preparada para reunirse con ellos. No era algo que esperara con ansias puesto que, aunque no le desagradaba activamente la compañía humana, tampoco le resultaba difícil adaptarse a la soledad. Además, la situación no podía ser peor: Nagorny estaba muerto y, a estas alturas, sus compañeros ya debían de estar al corriente de este hecho.

Sin contar a las ratas y restando a Nagorny, a bordo de la nave viajaban seis tripulantes… o cinco, si tampoco se tenía en cuenta al Capitán. ¿Para qué incluirlo si, según lo que sabían los demás, era incapaz de permanecer consciente y de comunicarse? Sólo estaba a bordo porque tenían la esperanza de curarlo. A todos los efectos, el verdadero centro de poder de la nave radicaba en el Triunvirato: Yuuji Sajaki, Abdul Hegazi y, por supuesto, ella. En estos momentos, por debajo del Triunvirato sólo había otros dos miembros de rango idéntico, Kjarval y Sudjic, dos quiméricas que se habían unido recientemente a ellos. Y por último estaba el Oficial de Artillería, puesto que había ocupado Nagorny y que, ahora que había muerto, había quedado vacante.

Durante sus periodos de actividad, los miembros de la tripulación solían permanecer en áreas bien definidas de la nave, dejando el resto para Volyova y sus máquinas. Era de día, por la mañana, según la hora de la nave. En los niveles que ocupaba la tripulación en la sección superior de la nave, la iluminación seguía un patrón diario de veinticuatro horas. En primer lugar, Volyova se dirigió a la sala de sueño frigorífico, que encontró vacía: todos los cofres estaban abiertos, excepto el que pertenecía a Nagorny. Tras devolverle la cabeza, Volyova había depositado su cuerpo en la arqueta y lo había refrigerado. Después, había efectuado los ajustes necesarios para que la unidad fallara y el cuerpo de Nagorny se calentara. Sólo un patólogo experimentado podría saber que había muerto mucho antes, y era evidente que ningún miembro de la tripulación se había sentido inclinado a examinarlo de cerca.

Volvió a pensar en Sudjic. Sudjic y Nagorny habían estado muy unidos durante un tiempo. No debía infravalorarla.

Volyova abandonó la sala de sueño frigorífico, exploró otros lugares probables de reunión y poco después descubrió que estaba adentrándose en uno de los bosques, avanzando entre inmensos matorrales de vegetación muerta, dirigiéndose a una zona en la que seguían brillando las lámparas ultravioletas. Se acercó a un claro y se abrió paso con indecisión por las rústicas escaleras de madera que conducían hasta él. Era un claro idílico, sobre todo ahora que el resto del bosque estaba tan privado de vida. Sobre su cabeza, los amarillos rayos del sol acuchillaban un enrejado cambiante de palmeras. En la distancia, una cascada alimentaba una escarpada laguna. Loros y guacamayos revoloteaban entre los árboles o realizaban chirriantes llamadas desde las ramas en las que estaban posados.

Volyova apretó los dientes; despreciaba la artificialidad de este lugar.

Los cuatro miembros vivos de la tripulación estaban desayunando alrededor de una larga mesa de madera sobre la que descansaban elevadas pilas de pan, fruta, carne y queso, además de varias jarras de zumo de naranja y diversos botes de café. Al otro lado del claro, dos caballeros medievales holográficamente proyectados estaban haciendo todo lo posible por destriparse mutuamente en una justa.

—Buenos días —saludó Volyova, abandonando la escalera y pisando la hierba cubierta de rocío—. ¿Me habéis dejado algo de café?

Todos levantaron la cabeza, algunos girando sobre sus taburetes para mirarla. Volyova analizó sus reacciones mientras todos los cubiertos resonaban discretamente al posarse sobre la mesa y tres de sus compañeros murmuraban un silencioso saludo. Sudjic no dijo nada y Sajaki fue el único que habló en un tono normal.

—Me alegro de verte, Ilia. —Cogió un cuenco de la mesa—. ¿Te apetecen uvas?

—Gracias, tomaré alguna.

Avanzó hacia ellos y cogió el plato que le ofrecía Sajaki; la fruta estaba cubierta de brillante azúcar. De forma deliberada, se sentó entre las otras dos mujeres, Sudjic y Kjarval. En estos momentos, ambas tenían la piel oscura y de sus calvas cabezas brotaban enmarañadas rastas. Para los Ultras, las rastas eran muy importantes, pues simbolizaban el número de periodos de sueño frigorífico que habían realizado, el número de veces que se habían desplazado casi a la velocidad de la luz. Ambas se habían unido a ellos después de que su nave hubiera sido secuestrada por la tripulación de Volyova (los Ultras cambiaban sus lealtades con la misma facilidad con la que se congela el agua, y la información era su moneda de cambio). Ambas eran quiméricas, aunque sus transformaciones eran modestas comparadas con las de Hegazi. Los brazos de Sudjic desaparecían a la altura de los codos, bajo unos guanteletes de bronce laboriosamente grabados y provistos de ventanas de oro artificial que mostraban holografías constantemente cambiantes. Sus uñas de diamante sobresalían de los dedos demasiado delgados de sus falsas manos. La mayor parte del cuerpo de Kjarval era orgánico, pero sus ojos eran unas felinas elipses rojas y las aberturas lisas de su nariz chata sugerían que estaba parcialmente adaptada para la vida acuática. No llevaba ropa, pero excepto en los ojos, las fosas nasales, la boca y las orejas, su piel era como una funda integral de neopreno negro. Sus pechos carecían de pezones, sus dedos eran delicados pero carecían de uñas y los dedos de los pies eran poco más que vagas sugerencias, como si hubieran sido creados por un escultor ansioso por iniciar otro encargo. Mientras Volyova se sentaba, Kjarval la miró con una indiferencia demasiado estudiada para ser genuina.

—Me alegro de tenerte con nosotros —dijo Sajaki—. Has estado muy ocupada mientras dormíamos. ¿Han ocurrido muchas cosas?

—Esto y lo otro.

—Intrigante —Sajaki sonrió—. Esto y lo otro. Supongo que entre «esto” y “lo otro» no advertiste nada que vierta algo de luz sobre la muerte de Nagorny, ¿verdad?

—Me estaba preguntando dónde estaba. Acabas de responder a mi pregunta.

—Pero tú no has respondido a la mía.

Volyova revolvió las uvas.

—La última vez que lo vi estaba vivo. No tengo ni idea… ¿Cómo murió?

—Su unidad de sueño frigorífico lo calentó de forma prematura. Después se sucedieron diversos procesos bacteriológicos… pero supongo que no hace falta que entremos en detalles, ¿verdad?

—No, durante el desayuno no. —Era obvio que no lo habían examinado detenidamente. Si lo hubieran hecho, habrían visto las heridas que había sufrido durante su muerte, a pesar de lo mucho que se había esforzado en ocultarlas—. Lo siento —añadió, lanzando una rápida mirada a Sudjic—. No pretendía ser irrespetuosa.

—Por supuesto que no —dijo Sajaki, cortando un trozo de pan por la mitad. Miró a Sudjic con sus entrecerrados ojos elipsoidales, como un perro rabioso. Los tatuajes que se había hecho cuando se infiltró entre los Marinos Celestes de Arenque Ahumado ya habían desaparecido, pero, a pesar de los pacientes cuidados que había recibido durante el sueño frigorífico, le habían quedado unas estelas blanquecinas. Volyova pensó que, posiblemente, Sajaki había ordenado a sus medimáquinas que dejaran alguna señal de sus hazañas con los habitantes de Arenque Ahumado, a modo de trofeo por las ganancias económicas que les había arrebatado.

—Estoy seguro de que ninguno de nosotros considera a Ilia responsable de la muerte de Nagorny, ¿verdad, Sudjic?

—¿Por qué iba a culparla de un accidente? —preguntó la mujer.

—Exactamente. Asunto zanjado.

—No del todo —dijo Volyova—. Supongo que éste no es el momento más adecuado para sacar el tema pero… —se interrumpió—. Estaba a punto de decir que debería extraer los implantes de su cabeza, pero imagino que estarán dañados.

—¿Puedes fabricarlos de nuevo? —preguntó Sajaki.

—Invirtiendo tiempo, sí —respondió, dejando escapar un suspiro de resignación—. También necesitaré un nuevo candidato.

—Cuando lleguemos a la órbita de Yellowstone podrás buscar a alguien —dijo Hegazi—. ¿De acuerdo?

Los caballeros medievales seguían luchando en el claro. Nadie les prestaba demasiada atención, a pesar de que uno de ellos parecía tener dificultades con una flecha insertada en la placa frontal de su casco.

—Estoy segura de que encontraré a alguien adecuado.

El gélido aire de la casa de la Mademoiselle era el más puro que Khouri había respirado desde que llegara a Yellowstone… aunque la verdad es que no era difícil. Era limpio, pero no fragante; de hecho, le recordaba al hospital de campaña de Borde del Firmamento, a la mezcla de yodo, repollo y cloro que se demoraba en el aire la última vez que vio a Fazil.

El teleférico los había llevado de un extremo a otro de la ciudad, por un acueducto subterráneo parcialmente inundado. Habían entrado en una caverna y, desde allí, Manoukhian la había conducido hasta un ascensor que se había elevado a tal velocidad que le habían estallado los oídos. El ascensor los había dejado en este negro y reverberante pasillo. Probablemente sólo era un efecto acústico, pero Khouri se sentía como si hubiera entrado en un gigantesco y oscuro mausoleo. Sobre sus cabezas flotaban ventanas adornadas con filigranas, pero la luz que se filtraba por ellas era tan pálida como la de la medianoche y, como en el exterior seguía siendo de día, el efecto resultaba inquietante.

—A Mademoiselle no le gusta la luz del sol —explicó Manoukhian, indicándole el camino.

—Pues nadie lo diría. —Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, Khouri vio que en el vestíbulo se alzaban unos bultos enormes—. Usted no es de por aquí, ¿verdad Manoukhian?

—Creo que ya somos dos.

—¿También fue un error administrativo lo que lo trajo a Yellowstone?

—La verdad es que no. —Era obvio que estaba intentando decidir hasta dónde podía contar. Khouri decidió que éste era uno de los puntos débiles de aquel hombre: para ser un asesino a sueldo o lo que fuera, le gustaba demasiado hablar. El trayecto había consistido en una larga serie de alardes y fanfarronadas sobre sus proezas en Ciudad Abismo; anécdotas que ni siquiera habría escuchado si se las hubiera contado cualquier otra persona que no fuera este tipo frío con pistola y acento extranjero. Y lo más inquietante era que muchas de las cosas que había dicho podían ser ciertas—. No —repitió—. No fue un error administrativo. Pero fue una especie de error. O en cualquier caso, un accidente.

Había un montón de bultos gigantescos. Resultaba difícil distinguir sus formas, pero todos descansaban en delgados postes que sobresalían de unos pedestales negros. Algunos eran como secciones de cáscara de huevo rota, mientras que otros parecían delicadas cascarillas de coral cerebriforme. Todo tenía un brillo metálico, carente de color en la penumbra del pasillo.

—¿Sufrió un accidente?

—No… yo no, sino ella. La Mademoiselle. Así fue como nos conocimos. Ella estaba… no debería contarle nada de esto, Khouri. Si se entera, soy hombre muerto. No imagina lo sencillo que resulta deshacerse de un cadáver en el Mantillo. ¿Sabe qué encontré aquí el otro día? Seguro que no se lo cree, pero me encontré todo un jodido…

Mientras Manoukhian daba rienda suelta a sus fanfarronadas, Khouri acarició con los dedos una de las esculturas, sintiendo su fría textura metálica. Los bordes eran muy afilados. Era como si Manoukhian y ella fueran dos amantes del arte que hubieran allanado un museo en plena noche. Las esculturas parecían estar esperando su momento oportuno. Esperaban algo, pero no tenían reservas de paciencia infinitas.

Khouri estaba sorprendentemente agradecida de la compañía del pistolero.

—¿Las ha hecho ella? —preguntó, interrumpiendo el discurso de Manoukhian.

—Quizá —respondió el hombre—. Y en ese caso podría decirse que sufrió por su arte. —Se interrumpió y acercó una mano a su hombro—. ¿Ve esas escaleras?

—Supongo que quiere que las suba.

—Exacto.

Volvió a clavarle suavemente el arma en la espalda, sólo para recordarle que seguía estando allí.

Por el ojo de buey que había en la pared contigua al camarote del difunto, Volyova podía ver una gigante de gas de color mandarina, en cuyo oscuro polo sur centelleaban áureas tormentas. En estos momentos se encontraban en las profundidades del sistema Epsilon Eridani, moviéndose en ángulo a la eclíptica. Yellowstone estaba a unos días de distancia, pero el tráfico local se encontraba a tan sólo unos minutos-luz de ellos, insertándose en la red de comunicaciones visual que unía todos los hábitat y naves espaciales principales del sistema. La nave en la que viajaba había cambiado; por la ventana podía ver la parte delantera de uno de los motores Combinados. Cuando la nave había empezado a desacelerar, éstos habían alterado sutilmente sus formas para adaptarlas al modo de vuelo por el interior del sistema, cerrando su boca de entrada como una flor al anochecer. Los motores seguían proporcionando propulsión, pero la fuente de masa de reacción o energía de aceleración era otro de los misterios de la tecnología Combinada. Se suponía que existía un límite respecto al tiempo que podían funcionar las unidades en este modo pues, si no, nunca habrían tenido la necesidad de rastrear el espacio en busca de combustible durante el modo de viaje interestelar…

Su mente divagaba, intentaba pensar en cualquier cosa distinta al asunto que tenían entre manos.

—Creo que va a causarme problemas —dijo Volyova—. Serios problemas.

—No si la he interpretado correctamente. —El Triunviro Sajaki esbozó una sonrisa—. Sudjic me conoce demasiado bien. Sabe que si hiciera algo en contra de algún miembro del Triunvirato no me tomaría la molestia de regañarla. De hecho, ni siquiera le permitiría el lujo de abandonar la nave cuando llegáramos a Yellowstone. Simplemente la mataría.

—Eso sería excesivo.

Parecía débil, y se despreció a sí misma por ello, pero así era como se sentía.

—No se trata de que tenga algo en contra de ella. Al fin y al cabo, Sudjic no tuvo nada personal en mi contra hasta que yo… hasta que Nagorny murió. Si hace algo, ¿no podrías limitarte a amonestarla?

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