—Ojalá lo supiera —respondió Sylveste.
El hecho de que procediera de Cuvier no le hacía ni pizca de gracia. Observó cómo descendía, emitiendo sombras actínicas por el suelo antes de que los elementos caloríficos redujeran su espectro y la nave aterrizara sobre sus bandas de rodadura. Instantes después se desplegó una rampa por la que salió en tropel una serie de figuras. Sylveste activó sus ojos en modo infrarrojo para verlas con claridad. Las figuras avanzaban hacia él, alejándose de la nave. Llevaban ropa oscura, mascarillas, cascos y lo que parecía una coraza, en la que centelleaba la insignia de la Administración: lo más parecido a una verdadera milicia que había conseguido instaurar la colonia. Transportaban unos rifles largos y de aspecto maligno que sostenían con ambas manos y una linterna que colgaba bajo cada cañón.
—Esto no tiene buena pinta —dijo Pascale.
El escuadrón se detuvo a unos metros de ellos.
—¿Doctor Sylveste? —gritó una voz atenuada por el viento, que seguía soplando con bastante fuerza—. Me temo que traigo malas noticias, señor.
No esperaba otra cosa.
—¿Qué sucede?
—La otra oruga, señor… la que partió durante la noche.
—¿Qué ha ocurrido?
—No lograron regresar a Mantell, señor. Los hemos encontrado. Hubo una avalancha… el polvo se había acumulado en lo alto del cerro. No tuvieron ninguna oportunidad, señor.
—¿Y Sluka?
—Todos han muerto, señor —el hombre de la Administración parecía un dios elefantino con la voluminosa mascarilla que llevaba—. Lo lamento. Por suerte, no intentaron abandonar la zona todos a la vez.
—Ha sido algo más que suerte —dijo Sylveste.
—Una cosa más, señor. —El guardia sujetó el rifle con más fuerza, no para apuntarlo con él, sino para recalcar su presencia—. Está detenido.
La áspera voz de K. C. Ng inundó la cabina del teleférico, como una avispa atrapada.
—Empieza a gustarte nuestra hermosa ciudad, ¿verdad?
—¿Qué sabrás tú? —dijo Khouri—. ¿Cuándo fue la última vez que sacaste los pies de esa maldita caja, Case? Estoy segura de que ni siquiera lo recuerdas.
No estaba con ella, pues no había espacio suficiente para un palanquín a bordo del teleférico. El vehículo era pequeño por necesidad: no deseaban despertar una atención indebida cuando estaban a punto de culminar una cacería. Aparcado en el tejado, el vehículo parecía un helicóptero sin cola y con los rotores parcialmente plegados, aunque en vez de aspas, tenía unos esbeltos apéndices telescópicos, cada uno de los cuales acababa en un gancho tan perversamente curvado como las garras de un perezoso.
En cuanto Khouri entró en el vehículo, éste cerró la puerta, dejando atrás la lluvia y el débil ruido de trasfondo de la ciudad. Le indicó su destino, el Monumento a los Ochenta, situado en lo más profundo del Mantillo. El teleférico permaneció inmóvil unos instantes, sin duda alguna para calcular la ruta óptima, basándose en las condiciones de tráfico presentes y la topología cambiante de los cables que lo llevarían hasta allí. El proceso tardaba unos instantes porque el cerebro de su ordenador no era demasiado inteligente.
Poco después, Khouri sintió un ligero cambio en el centro de gravedad del vehículo. Por la ventana superior de la puerta vio que uno de los tres brazos del teleférico se extendía, multiplicando su tamaño, hasta que su extremo curvado pudo aferrarse a uno de los cables que discurrían por el tejado del edificio. Acto seguido, otro de los brazos encontró un punto de sujeción similar en un cable adyacente y, con una repentina sacudida, el vehículo se aerotransportó, deslizándose por los dos cables a los que se había aferrado hasta que, segundos después, el segundo cable se había desviado tanto que estaba a punto de quedar fuera de su alcance. Entonces, el teleférico se soltó con suavidad pero, antes de que pudiera precipitarse al vacío, su tercer brazo se sujetó hábilmente a un nuevo cable que se cruzaba en su camino y avanzaron unos segundos más, antes de caer de nuevo y volver a alzarse. Khouri tenía una sensación demasiado familiar en las entrañas… y no ayudaba demasiado el que el avance pendular del vehículo fuera arbitrario, como si estuviera realizando este trayecto como buenamente podía, buscando cables y aferrándose a ellos cuando los necesitaba. La mujer realizaba ejercicios respiratorios para relajarse, abriendo y cerrando de forma secuencial los dedos bajo sus guantes de cuero negro.
—Reconozco que no me he expuesto a las fragancias de la ciudad desde hace algún tiempo —dijo Case—. Pero no debes preocuparte. El aire no es ni la mitad de insano de lo que parece. Los purificadores fueron una de las pocas cosas que siguieron funcionando tras la plaga.
En cuanto el teleférico dejó atrás la confusión de edificios que definían su barrio, Khouri pudo ver una extensión mucho mayor de Ciudad Abismo. Resultaba extraño pensar que esta retorcida selva de estructuras deformes había sido la ciudad más próspera de la historia humana, el lugar en donde, durante casi dos siglos, se habían desarrollado cientos de innovaciones científicas y artísticas. Ahora, incluso los locales admitían que este lugar había conocido días mejores, y habían empezado a llamarlo la Ciudad que Nunca Despierta, un nombre en absoluto irónico, pues miles de sus residentes ricos yacían congelados en crio-criptas, eludiendo el paso de los siglos con la esperanza de que este periodo tan sólo fuera una aberración en la suerte de la ciudad.
La frontera de Ciudad Abismo era el cráter natural que la cercaba, de sesenta kilómetros de diámetro. Dentro del cráter, la ciudad era circular y rodeaba la boca central del abismo. Estaba cobijada por dieciocho cúpulas que brotaban de la pared del cráter y se extendían hacia el borde del abismo. Unidas por los extremos, apuntaladas aquí y allá por torres de refuerzo, las cúpulas parecían la pañería combada que cubre los muebles de una persona que ha fallecido recientemente. En la jerga local era la Red Mosquito, aunque existía una decena de nombres diferentes para referirse a ellas, en el mismo número de idiomas distintos. Las cúpulas eran vitales para la ciudad, pues la atmósfera de Yellowstone (una combinación fría y caótica de nitrógeno y metano, condimentada con hidrocarburos de cadena larga) era mortal. Afortunadamente, el cráter la protegía de los vientos más fuertes y de las riadas de metano líquido, y el caldo de gases calientes que humeaban desde el abismo podía convertirse en aire respirable mediante una tecnología de tratamiento atmosférico relativamente barata y estable. En Yellowstone había algunas colonias más, mucho más pequeñas que Ciudad Abismo y con muchas dificultades para mantener en funcionamiento sus biosferas.
Durante sus primeros días en Yellowstone, Khouri había preguntado a algunos locales por qué se habían molestado en colonizar aquel planeta tan inhóspito. Borde del Firmamento tenía sus guerras, pero al menos allí se podía vivir sin cúpulas ni sistemas que alteraran la atmósfera. Pronto había aprendido a no esperar nada parecido a una respuesta coherente, si la pregunta en sí no era considerada la insolencia de un extranjero. Lo único que había sacado en claro era que el abismo había atraído a los primeros exploradores, a cuyo alrededor se había alzado una base permanente y después, algo parecido a una ciudad fronteriza. Lunáticos, buscadores de fortunas y visionarios temerosos habían acudido a este lugar, atraídos por los vagos rumores de los tesoros que estaban enterrados en lo más profundo del abismo. Algunos habían regresado a casa decepcionados, otros habían muerto en las abrasadoras y tóxicas profundidades del abismo y algunos habían decidido quedarse porque había algo en la peligrosa ubicación de la nueva ciudad que les gustaba. Doscientos años después, el montón de estructuras se había convertido en… esto.
La ciudad se extendía hacia el infinito en todas las direcciones. Era una densa selva de edificios retorcidos y entrelazados que, lentamente, desaparecían en las tinieblas. Las estructuras más antiguas se mantenían más o menos intactas; eran edificios compactos que habían logrado conservar sus formas durante la plaga porque carecían de sistemas de autorreparación o rediseño. En cambio, las estructuras modernas parecían trozos de leño que navegaban a la deriva o árboles marchitos en las últimas fases de descomposición. Antaño, estos rascacielos habían sido lineales y simétricos, pero la plaga los había hecho crecer de forma descontrolada, haciendo que brotaran en ellos protuberancias bulbosas y apéndices leprosos. Ahora, todos los edificios estaban muertos, congelados en formas que parecían haber sido ideadas para causar inquietud. Los niveles inferiores se perdían en un sofocante laberinto de barriadas pobres y bazares desvencijados, iluminados por hogueras. Figuras diminutas se movían por los tugurios, dirigiéndose al trabajo a pie o en
rickshaw
, por carreteras que se habían creado sobre las viejas ruinas. Había muy pocos vehículos con motor, y la mayor parte de los artefactos que pudo ver Khouri parecían ser de vapor.
Las barriadas nunca lograban alzarse más de diez niveles antes de desplomarse bajo su propio peso, de modo que durante los doscientos o trescientos metros siguientes, los edificios se alzaban relativamente indemnes de las transformaciones de la plaga. En los niveles centrales no había señales de ocupación, puesto que la presencia humana sólo volvía a imponerse en la cúspide, en unas estructuras estratificadas dispuestas como nidos de grulla entre las ramas de los edificios deformes. Estos nuevos apéndices irradiaban una riqueza y un poder considerables: apartamentos con ventanas relucientes y anuncios de neón. Los reflectores giraban sobre los aleros, revelando de vez en cuando las diminutas formas de otros teleféricos que navegaban entre los distritos. Los vehículos escogían su camino a través de un sistema de delicadas ramas que unía los edificios como hilos sinápticos. Los locales tenían un nombre para esta opulenta ciudad situada en el interior de Ciudad Abismo. La llamaban la Canopia.
Khouri había advertido que en este lugar nunca era del todo de día, que nunca lograba sentirse completamente despierta, porque la ciudad parecía estar atrapada en una eterna penumbra.
—Case, ¿cuándo va a ocuparse alguien de limpiar la mugre de la Red Mosquito?
Ng soltó una risita, un sonido similar al de la gravilla removida en un cubo.
—Probablemente nunca… a no ser que ese alguien descubra la forma de conseguir que sea lucrativo.
—¿Y ahora quién está hablando mal de la ciudad?
—Nosotros nos lo podemos permitir. Cuando acabemos nuestra misión, podremos regresar a los carruseles con el resto de la gente guapa.
—Y sus cajas. Lo siento, Case, pero no cuentes conmigo para esa fiesta. La emoción podría matarme. —El vehículo estaba pasando cerca del aro interno de la cúpula anular, permitiéndole ver el abismo. Era un profundo barranco en el lecho de piedra, cuyos erosionados lados se curvaban perezosamente antes de desplomarse en vertical, surcados por conductos que descendían hacia el humeante vapor, hacia la estación de tratamiento atmosférico que suministraba aire y calor a la ciudad—. Y hablando de eso… es decir, de ser asesinado… ¿qué tengo que hacer con el arma?
—¿Crees que podrás manejarla?
—Tú me pagas, yo la manejo. De todos modos, me gustaría saber qué tengo que hacer con ella.
—Si tienes algún problema, será mejor que lo discutas con Taraschi.
—¿Fue él quien la especificó?
—En insoportable detalle.
El vehículo se encontraba sobre el Monumento a los Ochenta. Khouri nunca lo había visto desde este ángulo concreto. La verdad es que sin el esplendor que le proporcionaba el nivel de la calle, parecía erosionado y triste. Era una pirámide tetraédrica dispuesta de modo que pareciera un templo escalonado. Tugurios y contrafuertes se aferraban a sus niveles inferiores, mientras que cerca de la cúspide el revestimiento de mármol daba paso a ventanas de cristales de colores; muchos estaban hechos añicos o cubiertos de metal, pero estos daños no se veían desde la calle. Al parecer, éste sería el lugar del crimen. Resultaba insólito saberlo de antemano… a no ser que fuera otro de los puntos que Taraschi había especificado en el contrato. Por lo general, sólo aquellos clientes que consideraban que tenían muchas posibilidades de escapar de su perseguidor durante el periodo de tiempo determinado por el contrato estipulaban ser perseguidos por un asesino del Juego de Sombras. Los ricos virtualmente inmortales utilizaban este método para mantener el aburrimiento a raya, puesto que les obligaba a comportarse de un modo impredecible y tener algo de lo que alardear al final, cuando sobrevivían al contrato, como hacía la mayoría.
Khouri podía datar su implicación en el Juego de Sombras con suma precisión: fue el día en que la reanimaron en la órbita de Yellowstone, en un carrusel dirigido por una orden de Mendicantes del Hielo. En Borde del Firmamento no había Mendicantes de Hielo, pero había oído historias sobre ellos y sabía algo de sus funciones. Formaban una organización religiosa voluntaria, consagrada a ayudar a aquellos que habían sufrido alguna forma de trauma mientras cruzaban el espacio interestelar, como amnesia de reanimación: un efecto secundario común del sueño frigorífico.
Este hecho en sí era bastante malo. Puede que su amnesia fuera tan fuerte que hubiera borrado años de su vida anterior, pero Khouri no recordaba nada, ni siquiera haberse embarcado en un viaje interestelar. De hecho, sus últimos recuerdos eran bastante concretos: se encontraba en un hospital de campaña en la superficie de Borde del Firmamento, tumbada en una cama contigua a la de su marido Fazil. Ambos habían resultado heridos en un tiroteo y habían sufrido unas heridas que, aunque no suponían ningún peligro para su vida, podían tratarse mejor en cualquiera de los hospitales de la órbita. Un enfermero les había preparado para una breve inmersión en sueño frigorífico. Enfriarían sus cuerpos, los llevarían a la órbita en una lanzadera y los hacinarían en una unidad criogénica hasta que el hospital tuviera un hueco para operarlos. El proceso podía llevar meses pero, tal y como les había asegurado el sonriente enfermero, había muchas posibilidades de que la guerra prosiguiera cuando volvieran a estar listos para el deber. Khouri y Fazil habían confiado en el enfermero. Al fin y al cabo, ambos eran soldados profesionales.
Más tarde la reanimaron, pero en vez de despertar en el pabellón de recuperación del hospital orbital, Khouri se encontró con unos Mendicantes del Hielo que tenían acento de Yellowstone. Le dijeron que no, que no tenía amnesia. Y que tampoco había sufrido ningún tipo de lesión durante el proceso de sueño frigorífico. Era mucho peor.