Espacio revelación (9 page)

Read Espacio revelación Online

Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Espacio revelación
5.25Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero entonces, con gran diligencia, hizo lo que le había pedido.

Más tarde había encontrado a Nagorny. Las 10 g de propulsión, mantenidas durante un segundo, no tendrían por qué haber sido fatales. Sin embargo, Volyova no había reducido su velocidad a cero de una vez, sino que había tenido que repetirlo varias veces… y con cada impulso, Nagorny se había golpeado contra el techo o el suelo.

Ella había resultado herida. Durante la caída había chocado contra los lados del hueco y se había roto una pierna, pero ya estaba curada y el dolor no era más que un borroso recuerdo. Recordaba haber utilizado el raspador láser para cortar la cabeza de Nagorny, pues tenía que abrirla si quería retirar los implantes que había enterrado en su cerebro. Eran sumamente delicados y, como habían sido creados mediante laboriosos procesos de crecimiento molecular asistido, no deseaba tener que duplicarlos.

Y había llegado el momento de iniciar la operación.

Sacó la cabeza del casco y, tras sumergirla en una bañera de nitrógeno líquido, introdujo las manos en dos pares de guanteletes que colgaban sobre el banco de trabajo, entre una carcasa de émbolos. Al instante, unos instrumentos médicos diminutos y relucientes cobraron vida y descendieron sobre el cráneo, listos para abrir lo que más tarde volverían a cerrar con diabólica precisión. Volyova pensaba insertar unos implantes falsos en la cabeza, por si alguien decidía efectuar un reconocimiento. También tendría que unirla de nuevo al cuerpo, pero no había ninguna necesidad de que se preocupara ahora de eso. Para cuando los demás supieran qué le había ocurrido a Nagorny (es decir, lo que ella les diría que había ocurrido), no tendrían ninguna prisa por examinarlo en detalle. De todos modos, sabía que Sudjic podía ser un problema, pues Nagorny y ella habían sido amantes hasta que él perdió la cordura.

Ya se ocuparía de eso cuando llegara el momento oportuno.

Mientras retiraba de la cabeza de Nagorny lo que le pertenecía, empezó a pensar en quién sería su sustituto.

Sin duda alguna, nadie que estuviera en la nave en esos momentos.

Pero puede que encontrara un nuevo recluta en los alrededores de Yellowstone.

—Case, ¿nos estamos acercando?

La voz regresó, imprecisa y temblorosa entre la masa del edificio que se alzaba sobre ella.

—Tanto que estamos a punto de quemarnos, muchacha. Sigue adelante y asegúrate de que no pierdes ninguno de esos dardos venenosos.

—Por cierto, Case, yo… —Khouri se hizo a un lado cuando tres Nuevos Kosumo pasaron junto a ella, con las cabezas envueltas en cascos que parecían cestas de mimbre. Cortaban el aire que había sobre ellos con
susshakuhachi
, sus flautas de bambú, moviéndolos como si fueran bastones de
majorette
. Un grupo de monos capuchinos se dispersó entre las sombras—. Lo que intento decir es lo siguiente: ¿Qué ocurrirá si causamos algún daño colateral?

—Eso es imposible —respondió Ng—. Esas toxinas sólo afectan a la bioquímica de Taraschi. Si uno de esos dardos se clava en cualquier otra persona del planeta, ésta sólo sufrirá una desagradable y profunda herida.

—¿Aunque se tratara del clon de Taraschi?

—¿Crees que eso sería posible?

—Sólo es una pregunta. —De pronto se dio cuenta de que Case estaba nervioso. Eso era algo inusual.

—Si Taraschi tuviera un clon y nosotros lo matáramos por error, sería problema de Taraschi, no nuestro. Está en la letra pequeña del contrato. Deberías leerlo alguna vez.

—Puede que lo haga cuando sea víctima del aburrimiento existencial —respondió Khouri.

Entonces se puso tensa porque, de repente, todo era distinto. Ng guardaba silencio y su voz había sido reemplazada por un tono palpitante, suave y maligno, como la ecolocación de un depredador. Durante los últimos seis meses, Khouri había oído aquel tono una decena de veces, indicándole que estaba cerca de la víctima. Y eso significaba que Taraschi se encontraba a menos de quinientos metros de distancia. Este hecho y el momento en que se había iniciado la vibración sugerían que Taraschi se encontraba en el interior del Monumento.

A partir de ahora, el juego era público. Taraschi también debía de estar al tanto de su presencia, puesto que un mecanismo idéntico, implantado en una clínica segura de la Canopia, generaba impulsos similares en su cabeza. Los diferentes medios de comunicación de Ciudad Abismo que cubrían el Juego de Sombras estarían enviando en estos momentos a sus equipos al lugar de la matanza. Unos pocos afortunados debían de encontrarse ya en las proximidades.

Mientras avanzaba por el vestíbulo del Monumento, la pulsación se aceleró, pero no demasiado. Taraschi debía de estar encima de su cabeza, en el interior del Monumento; por eso, la distancia relativa que había entre ellos no cambiaba con rapidez.

Un hundimiento del terreno había agrietado el vestíbulo inferior, dejándolo peligrosamente cerca del abismo. En sus orígenes, debajo de la estructura había un centro comercial subterráneo, pero el Mantillo había logrado infiltrarse. Los niveles inferiores estaban inundados; pasillos sumergidos en agua de color caramelo. El tetraedro del Monumento se alzaba sobre el vestíbulo y la plaza inundada mediante una pirámide invertida de menor tamaño, encastada profundamente en los cimientos de roca. La estructura sólo tenía una entrada y eso significaba que, si lo encontraba, Taraschi sería hombre muerto. Sin embargo, para llegar a la entrada tenía que cruzar el puente que se alzaba sobre la plaza, de modo que, sin duda alguna, el hombre vería sus progresos. Se preguntó qué tipo de pensamientos primarios estarían pasando por su mente en estos momentos. Khouri soñaba con frecuencia que se encontraba en alguna ciudad medio desierta, intentando escapar de algún cazador implacable. Taraschi estaba experimentando ese mismo terror en la vida real. Recordaba que en esos sueños el cazador nunca tenía que moverse con rapidez. Esto hacía que la sensación fuera aún más desagradable. Ella corría con desesperación, el viento obstaculizaba su avance y sentía las piernas muy pesadas, mientras que el cazador se movía con una lentitud fruto de su gran paciencia y sabiduría.

Mientras cruzaba el puente, los latidos se aceleraron. El suelo que tenía bajo sus pies estaba húmedo y arenoso. De vez en cuando, la pulsación se detenía y volvía a acelerar, indicando que Taraschi se estaba moviendo por la estructura. Pero para él ya no había escapatoria. Puede que hubiera dispuesto que lo recogieran en el tejado del Monumento, pero si utilizaba transporte aéreo para escapar estaría incumpliendo los términos del contrato. En los salones de la Canopia, un acto así sería tan vergonzoso que era preferible la muerte.

Accedió al atrio de la pirámide en la que se apoyaba el Monumento. Sus ojos tardaron unos instantes en adaptarse a la oscuridad. A continuación, sacó la pistola de toxinas del abrigo y comprobó la salida por si Taraschi había intentado escapar sigilosamente. Su ausencia no la sorprendió. El atrio estaba vacío; los saqueadores no habían dejado nada. La lluvia resonaba sobre el metal. Alzó la mirada hacia una nube de esculturas oxidadas y rotas que colgaban del techo mediante cables de cobre. Algunas habían caído sobre el suelo de mármol, como unas alas de pájaro metálicas que estaban suavemente definidas entre el polvo y tenían unas plumas blancas como la argamasa.

Observó el techo.

—¿Taraschi? —dijo—. ¿Puedes oírme? Voy a por ti.

Por un instante se preguntó por qué no habrían llegado ya los equipos de televisión. Le resultaba extraño que, estando tan cerca la culminación de la matanza, no pudiera oírlos a su alrededor clamando sangre, uniendo sus voces a las del gentío que invariablemente atraían.

Taraschi no respondió, pero Khouri sabía que estaba arriba, en alguna parte. Cruzó el atrio, dirigiéndose hacia la escalera de caracol que conducía al piso superior. Tras subir los escalones con rapidez, buscó objetos grandes que pudiera mover para obstruir la ruta de escape. Allí había montones de estatuas y muebles rotos, que apiló en lo alto de la escalera. Esto no impediría que Taraschi escapara, pero entorpecería su avance… y eso era lo único que necesitaba.

Para cuando la barrera estuvo medio lista, estaba sudando y tenía la espalda agarrotada. Khouri se detuvo unos instantes para coger aire y observar sus alrededores. La pulsación de su cabeza confirmaba que Taraschi seguía encontrándose en las proximidades.

En la parte superior de la pirámide había altares individuales dedicados a los Ochenta. Estos pequeños monumentos conmemorativos se ubicaban en nichos, acurrucados en las impresionantes paredes de mármol negro que se alzaban hacia unos techos vertiginosamente elevados y enmarcados por columnas adornadas con cariátides en poses sugerentes. Las paredes, horadadas por pasajes abovedados, le obstaculizaban la visión unas decenas de metros en cada dirección. Los tres lados triangulares del techo habían sido perforados por diversos puntos, permitiendo que unas lanzas de color sepia iluminaran la sala. La lluvia caía como la serpentina por los agujeros de mayor tamaño. Khouri advirtió que muchos de los nichos estaban vacíos: o habían sido saqueados o las familias de esos miembros concretos de los Ochenta habían decidido llevarse su recuerdo a algún lugar más seguro. Debía de quedar aproximadamente la mitad de altares. De ellos, unas dos terceras partes habían sido dispuestas de un modo similar: imágenes, biografías y recuerdos del difunto colocados de una forma estándar. Otros, más elaborados, contenían hologramas o estatuas. Incluso había un par de nichos grotescos que contenían el cadáver embalsamado de la persona honrada, que sin duda alguna había tenido que someterse a los cuidados de un taxidermista para contrarrestar la peor parte del daño causado por el proceso que había puesto fin a su vida.

Haciendo caso omiso de los altares bien cuidados, sólo saqueó aquellos que habían sido abandonados, aunque su acción vandálica le hizo sentirse muy incómoda. Los bustos eran útiles: eran grandes y para moverlos sólo tenía que deslizar dos dedos por debajo de la base. En vez de colocarlos en la pila que estaba levantando en lo alto de las escaleras, se limitó a dejarlos caer. A la mayoría les habían arrancado las piedras preciosas que antaño adornaban sus ojos. Las estatuas de tamaño completo eran mucho más difíciles de mover y sólo logró desplazar una de ellas.

La barricada pronto estuvo lista: un montón de escombros de cabezas destronadas y rostros dignificados que no expresaban su desprecio por lo que les había hecho. El montón estaba rodeado por una confusión de baratijas de menor tamaño: jarras, biblias y criados leales. Si Taraschi intentaba desmantelar la pila para acceder a las escaleras, estaba segura de que lo oiría y podría llegar hasta él antes de que hubiera podido escapar. Puede que incluso fuera bueno matarlo sobre aquel montón de cabezas, puesto que guardaban cierto parecido con el Gólgota.

Durante todo este tiempo había oído sus fuertes pasos en algún lugar situado detrás de los tabiques negros.

—Taraschi —dijo—. No te compliques la vida. No tienes escapatoria.

Su respuesta sonó sorprendentemente fuerte y confiada.

—Estás muy equivocada, Ana. La escapatoria es la razón de que estemos aquí.

¡Mierda! Se suponía que no sabía su nombre.

—Es imposible escapar, ¿entendido?

El hombre parecía divertido.

—Podría ser.

No era la primera vez que los oía fanfarronear a las puertas de la muerte. La verdad es que los admiraba por ello.

—Quieres que encuentre tu escondite, ¿verdad?

—Ya que hemos llegado hasta aquí, ¿por qué no?

—Comprendo. Quieres hacer valer tu dinero. Un contrato con tantas cláusulas como éste no puede haber sido barato.

—¿Cláusulas? —la pulsación de su cabeza cambió, aceleró.

—Esta arma. El hecho de que estemos solos.

—¡Ah! —dijo Taraschi—. No, no fue barato. Pero quería que fuera algo personal, que tuviera un carácter definitivo.

Khouri se estaba poniendo nerviosa. Nunca había mantenido una conversación con ninguna de sus víctimas. Por lo general era imposible, debido al alboroto que solía armar el gentío que se acercaba a mirar. Preparó la pistola de toxinas y empezó a avanzar lentamente por el pasillo.

—¿Por qué una cláusula de privacidad? —preguntó, incapaz de romper el contacto.

—Por dignidad. Puede que haya jugado a este juego, pero no tengo por qué deshonrarme durante el proceso.

—Estás muy cerca —dijo Khouri.

—Sí, muy cerca.

—¿Y no tienes miedo?

—Por supuesto… pero de vivir, no de morir. He tardado meses en llegar a este estado. —Sus pasos se detuvieron—. ¿Qué te parece este lugar, Ana?

—Creo que necesita un poco de atención.

—Debes reconocer que es una buena elección.

Khouri dobló la esquina del pasillo. Su objetivo estaba de pie junto a uno de los altares. Parecía preternaturalmente tranquilo, casi más calmado que cualquiera de las estatuas que estaban presenciando aquel encuentro. La lluvia interior había oscurecido la tela borgoña de su indumentaria de la Canopia y sus cabellos estaban aplastados sin ningún tipo de glamour contra su frente. En persona, parecía más joven que cualquier otra de sus anteriores víctimas, y eso sólo significaba que realmente era más joven o que era lo bastante rico como para permitirse mejores terapias de longevidad. De algún modo, Khouri sabía que era lo primero.

—¿Recuerdas por qué estamos aquí? —preguntó él.

—Sí, pero no estoy segura de que me guste la idea.

—De todas formas, hazlo.

Una de las lanzas de luz del techo cayó mágicamente sobre él. Sólo fue un instante, pero lo bastante largo para que ella levantara la pistola de toxinas.

Disparó.

—Has hecho bien. —La voz de Taraschi no denotaba dolor.

Tras apoyar una mano a la pared para mantener el equilibrio, el hombre acercó la otra al alfanje que sobresalía de su pecho y se lo arrancó del mismo modo que desengancharía un cardo del jersey. La puntiaguda vaina cayó al suelo; la sangre brillaba en uno de sus extremos. Khouri levantó de nuevo la pistola de toxinas, pero Taraschi levantó una palma salpicada de sangre, indicándole que se detuviera.

—No es necesario excederse —dijo—. Con una tendría que ser suficiente.

Khouri sentía náuseas.

—¿No deberías estar muerto?

—Tardaré un poco. Unos meses, para ser preciso. Esta toxina actúa muy despacio. Tengo tiempo de sobra para reflexionar.

Other books

Washington: A Life by Ron Chernow
The Marriage Prize by Virginia Henley
2 Multiple Exposures by Audrey Claire
No Place Like Oz by Danielle Paige
Skeletons in the Closet by Terry Towers
Mike, Mike & Me by Wendy Markham
Seducing Sophie by Juliette Jaye