—En este lugar ocurrió algo —explicó—. Quizá una batalla… o la aparición de un dios. Esto no es más que una piedra conmemorativa. Sabremos más cuando la desenterremos y hayamos datado la capa de contexto. También podemos efectuar un análisis del artefacto.
—No es lo que estabas buscando, ¿verdad?
—Durante unos instantes lo creía. —Sylveste deslizó la mirada hacia la base expuesta del obelisco. El texto acababa unos centímetros por encima y a continuación empezaba algo más, que se extendía hacia abajo, quedando fuera de su campo visual. Parecía una especie de diagrama, pero sólo podía ver los arcos superiores de varios círculos concéntricos. ¿Qué era aquello?
No podía ni debía empezar a hacer conjeturas. La tormenta arreciaba. Ya no se veía ninguna estrella: sólo una espesa capa de polvo que rugía sobre sus cabezas como las alas de un enorme murciélago. Debía de haber una especie de infierno fuera del foso.
—Dadme algo para excavar —pidió. Entonces, empezó a rascar el permafrost que rodeaba la capa superior del sarcófago, como si fuera un prisionero que sólo tuviera hasta el amanecer para cavar un túnel desde su celda. Instantes después, Pascale y el estudiante se unieron a sus esfuerzos, mientras la tormenta aullaba sobre sus cabezas.
—No recuerdo gran cosa —dijo el Capitán—. ¿Aún nos encontramos en la órbita de Arenque Ahumado?
—No —respondió Volyova, intentando que su voz no sonara como si ya se lo hubiera explicado una decena de veces, cada vez que había calentado su mente—. Abandonamos Kruger 60A hace algunos años, cuando Hegazi nos ofreció el escudo de hielo que necesitábamos.
—Oh. ¿Entonces, dónde estamos?
—Nos dirigimos hacia Yellowstone.
—¿Por qué? —La voz grave del Capitán retumbó por los altavoces, dispuestos a cierta distancia de su cuerpo. Unos complejos algoritmos analizaban sus patrones cerebrales y traducían los resultados en palabras, desarrollando las respuestas cuando era necesario. La verdad es que no tenía ningún derecho a permanecer consciente: su actividad neuronal debería haber finalizado cuando su temperatura descendió del nivel de congelación. Sin embargo, su cerebro estaba repleto de máquinas diminutas y, en cierto sentido, eran esas máquinas las que pensaban cuando la temperatura aumentaba ligeramente, hasta quedar a algo menos de medio Kelvin por encima del cero absoluto.
—Es una buena pregunta —respondió. Ahora había algo que la inquietaba, y no era sólo esta conversación—. La razón por la que nos dirigimos hacia Yellowstone es…
—¿Sí?
—Sajaki cree que allí hay un hombre que podría ayudarte.
El Capitán meditó la respuesta. El brazalete mostraba un mapa de su cerebro, y Volyova pudo ver colores retorciéndose por él como ejércitos fundiéndose en un campo de batalla.
—Ese hombre debe de ser Calvin Sylveste —dijo el Capitán.
—Calvin Sylveste está muerto.
—El otro, entonces. Dan Sylveste. ¿Es ése el hombre al que busca Sajaki?
—No imagino quién más podría ser.
—No vendrá voluntariamente. La última vez no lo hizo. —Se produjo un largo silencio: las fluctuaciones de temperatura cuántica hicieron que el Capitán perdiera la conciencia. Cuando la recuperó, añadió—: Sajaki tiene que ser consciente de ello.
—Estoy segura de que Sajaki ha considerado todas las posibilidades —respondió Volyova, de una forma que dejaba claro que estaba segura de todo menos de eso. No debía cometer la imprudencia de hablar mal del otro Triunviro, pues Sajaki siempre había mantenido una relación muy estrecha con el Capitán, una relación que se remontaba a mucho antes de que Volyova se uniera a la tripulación. Que ella supiera, nadie (ni siquiera Sajaki) sabía que existía una forma de hablar con el Capitán; sin embargo, no debía asumir riesgos estúpidos, ni siquiera teniendo en cuenta la errática memoria del Capitán.
—Sé que hay algo que te preocupa, Ilia. Siempre has confiado en mí. ¿Se trata de Sylveste?
—No, es algo más local.
—¿Algo que hay a bordo de la nave?
Aunque Volyova sabía que nunca lograría acostumbrarse, en las últimas semanas sus visitas al Capitán habían empezado a adoptar un tono de normalidad. Era como si el hecho de visitar un cadáver congelado de forma criogénica e infectado por una plaga lenta pero implacable fuera, simplemente, uno de los elementos desagradables pero necesarios de la vida; algo que todo el mundo tenía que hacer en algún momento. Ahora estaba dando un paso más en su relación, estaba a punto de ignorar el mismo peligro que le había impedido expresar sus recelos sobre Sajaki.
—Se trata de la artillería —dijo—. ¿La recuerdas, verdad? Es la sala desde la que se controlan las armas-caché.
—Creo que sí. ¿Qué ocurre?
—He estado preparando a un recluta para convertirlo en el Oficial de Artillería, para que asuma el control de la artillería e interactúe con las armas-caché mediante sus implantes neuronales.
—¿Quién es ese recluta?
—Alguien llamado Boris Nagorny. No, no lo conoces: hace poco que está a bordo y siempre que es posible lo mantengo alejado de los demás. Jamás lo he traído aquí abajo, por razones obvias. —Sobre todo, porque si hubiera permitido que se acercara demasiado al Capitán, la plaga se habría extendido a sus implantes. Volyova suspiró. Estaba llegando al punto crucial de su confesión—. Nagorny siempre ha sido algo inestable, Capitán. Consideraba que alguien que rozara la psicopatía me resultaría más útil que alguien que estuviera completamente cuerdo… o al menos, eso era lo que pensaba antes. Y creo que infravaloré el grado de su psicosis.
—¿Ha empeorado?
—Todo empezó poco después de que pusiera los implantes y le permitiera conectarse a la artillería. Se quejaba de sufrir pesadillas. Decía que eran terribles.
—Pobre hombre.
Volyova lo comprendía. Lo que el Capitán había padecido, lo que seguía padeciendo, hacía que las pesadillas de la mayoría de las personas parecieran fantasmas domesticados. Si experimentaba o no dolor era un tema sujeto a debate… ¿pero qué era el dolor, comparado con saber que estás siendo devorado vivo y al mismo tiempo transformado por algo desconocido?
—Soy incapaz de imaginar cómo eran esas pesadillas —dijo Volyova—. Lo único que sé es que para Nagorny, un hombre que ya tenía bastantes horrores rondando por su cabeza, eran demasiado.
—¿Y qué hiciste?
—Lo cambié todo: el sistema de interfaz de la artillería e incluso los implantes de su cabeza, pero nada de eso funcionó. Las pesadillas continuaron.
—¿Estás segura de que estaban relacionadas con la artillería?
—En un principio me negué a creerlo, pero pronto descubrí que existía una correlación evidente con las sesiones. —Encendió otro cigarrillo, cuyo extremo naranja era lo único remotamente cálido que había cerca del Capitán. Encontrar una cajetilla nueva había sido uno de los escasos momentos de alegría de las últimas semanas—. Entonces cambié una vez más el sistema, pero tampoco funcionó. Es más, Nagorny empeoró. —Hizo una pausa—. Fue entonces cuando le hablé a Sajaki de mis problemas.
—¿Y cuál fue su respuesta?
—Que debería interrumpir mis experimentos, al menos hasta que llegáramos a las proximidades de Yellowstone. Y que dejara que Nagorny pasara algunos años en sueño frigorífico, que tal vez eso curaría su psicosis. Podía seguir ocupándome de la artillería, pero no podía seguir trabajando con Nagorny.
—A mí me parece un consejo muy razonable… pero sospecho que hiciste caso omiso de él.
Ella asintió, aliviada por que el Capitán hubiera descubierto su crimen, sin que ella hubiera tenido que confesarlo en voz alta.
—Desperté un año antes que los demás para que me diera tiempo a inspeccionar el sistema y comprobar tu estado —continuó Volyova—. Y eso fue lo que hice durante unos meses… hasta que decidí despertar a Nagorny.
—¿Más experimentos?
—Sí. Hasta ayer. —Aspiró con fuerza el humo del cigarrillo.
—Esto es más lento que extraer una muela, Ilia. ¿Qué ocurrió ayer?
—Nagorny desapareció. —Ya estaba. Ya lo había dicho—. Sufrió un episodio especialmente virulento e intentó atacarme. Me defendí, pero logró escapar. Se encuentra en algún lugar de la nave, pero no tengo ni idea de dónde.
El Capitán meditó durante un prolongado momento. Ilia sabía qué estaba pensando: era una nave muy grande y había secciones completas que no podían rastrearse, zonas en las que los sensores habían dejado de funcionar. Intentar encontrar allí a alguien que se estuviera escondiendo de forma activa era prácticamente imposible.
—Tendrás que encontrarlo —dijo el Capitán—. No puedes permitir que siga escondido cuando Sajaki y los demás despierten.
—¿Y cuándo lo encuentre, qué debo hacer?
—Posiblemente tendrás que matarlo. Si lo haces limpiamente, podrás volver a dejar su cuerpo en la unidad de sueño frigorífico y, después, manipularla para que falle.
—¿Estás diciéndome que haga que parezca un accidente?
—Sí.
Como era habitual, la parte del rostro del Capitán que Volyova podía ver a través de la ventanilla de su ataúd carecía de expresión. Tenía la misma capacidad de alterar sus rasgos que una estatua.
Era una buena solución… una que, debido a lo mucho que le preocupaba la naturaleza del problema, había sido incapaz de pensar por sí misma. Hasta aquel momento, había temido enfrentarse a Nagorny porque podría haberse visto obligada a matarlo… algo que había considerado inaceptable. Pero ningún resultado es inaceptable cuando lo miras desde el punto de vista correcto.
—Gracias, Capitán —dijo Volyova—. Me has sido de gran ayuda. Ahora, si me lo permites, volveré a enfriar tu cuerpo.
—¿Vendrás a verme de nuevo? Disfruto tanto de nuestras conversaciones, Ilia…
—No me las perdería por nada del mundo —respondió ella, antes de ordenar a su brazalete que redujera la temperatura cerebral cincuenta milésimas de Kelvin: lo necesario para que entrara en un sopor en el que no había sueños ni pensamientos. O eso esperaba.
Volyova acabó el cigarrillo en silencio y, tras apartar la mirada del Capitán, dirigió sus ojos hacia la oscura curva del pasillo. Allí, en algún lugar de la nave, Nagorny esperaba, sintiendo un profundo rencor hacia ella. Estaba enfermo, mentalmente enfermo.
Como un perro al que se tiene que sacrificar.
—Creo que sé qué es —dijo Sylveste, cuando el último bloque de piedra que los molestaba fue retirado del obelisco, dejando a la vista los dos metros superiores del objeto.
—¿Y bien?
—Es un mapa del sistema Pavonis.
—Algo me dice que ya lo sabías —comentó Pascale, poniéndose las gafas para observar el complejo diseño: dos grupos ligeramente descentrados de círculos concéntricos. Al unirse de forma estereoscópica, ambos formaban un único grupo que parecía pender sobre la obsidiana. Era obvio que representaba un sistema planetario. El sol Delta Pavonis descansaba en el centro, marcado por el glifo amarantino apropiado: una estrella de cinco puntas que tenía un aspecto muy humano. A continuación aparecían las órbitas de todos los cuerpos importantes del sistema, donde Resurgam estaba indicado con el símbolo que utilizaban los amarantinos para representar el mundo. Cualquier duda de que se tratara de una distribución fortuita de círculos quedaba despejada por las lunas cuidadosamente marcadas de los planetas más importantes.
—Tenía mis sospechas —respondió Sylveste.
Estaba muy cansado, pero el trabajo que habían realizado durante la noche y los riesgos que habían corrido habían valido la pena. Les había costado mucho más desenterrar el segundo metro de obelisco que el primero, y en ocasiones habían llegado a creer que la tormenta era en realidad un escuadrón de
banshees
que sólo deseaba causarles la muerte. Sin embargo, como ya había ocurrido en otras ocasiones (y sin duda alguna, volvería a ocurrir en el futuro), la tormenta no había arremetido en ningún momento con la furia que Cuvier había augurado. Ahora, lo peor ya había pasado y, aunque las nubes de polvo seguían ondeando en el cielo como oscuras banderas, la rosada luz del amanecer empezaba a ahuyentar a la noche. Por lo visto, habían logrado sobrevivir.
—Pero eso no cambia nada —dijo Pascale—. Siempre hemos sabido que conocían la astronomía. Esto sólo demuestra que en algún momento descubrieron el universo heliocéntrico.
—Significa mucho más que eso —respondió Sylveste, con cautela—. No todos esos planetas son visibles a simple vista, ni siquiera para la fisiología amarantina.
—De modo que utilizaron telescopios.
—Hace unas horas tú misma los describiste como alienígenas de la edad de piedra. ¿Ahora estás dispuesta a aceptar que sabían construir telescopios?
Supuso que la mujer había sonreído, pero era imposible saberlo, pues su rostro quedaba oculto por la mascarilla. Pascale miró hacia el cielo. Algo se había movido entre las vigas; un deltoide brillante que se desplazaba bajo el polvo.
—Creo que hay alguien aquí —dijo.
Subieron por la escalerilla con tanta rapidez que llegaron jadeando a la cima. Aunque el viento había amainado, seguía siendo difícil moverse por la superficie, pues la excavación era una confusión de gravitómetros y aparatos volcados y destruidos que se diseminaban por todas partes.
La aeronave revoloteaba sobre ellos, virando de un lado a otro mientras analizaba los posibles lugares de aterrizaje. Sylveste supo al instante que procedía de Cuvier, porque Mantell carecía de vehículos tan grandes. En Resurgam escaseaban las aeronaves, el único medio que permitía recorrer distancias superiores a unos cientos de kilómetros. Todas las aeronaves que tenían en estos momentos habían sido construidas durante los primeros días de la colonia por criados que habían trabajado con las materias primas locales. Dichos criados habían sido destruidos o robados durante el motín, de modo que los artefactos que habían dejado atrás tenían un valor incalculable. Las aeronaves no requerían mantenimiento y se autorregeneraban si sufrían accidentes leves, pero el sabotaje o las imprudencias podían destruirlas. Durante el transcurso de los años, la colonia había ido agotando su reserva de máquinas voladoras.
El deltoide dolía a la vista. La parte inferior del ala contenía miles de elementos caloríficos que brillaban como el fuego blanco y permitían que el avión ganara altura. Era un contraste demasiado fuerte para los algoritmos de Calvin.
—¿Quienes son? —preguntó uno de sus estudiantes.