Pero la estatua parecía más real que cualquier representación angelical que Sylveste hubiera visto en el arte humano. Por absurda que resultara la idea, parecía tener unas dimensiones anatómicas correctas. El escultor no sólo había injertado las alas en la forma amarantina básica, sino que también había rediseñado la constitución subyacente de la criatura. Había situado las extremidades superiores un poco más abajo del torso pero, para compensarlas, las había alargado. El pecho, mucho más ancho de lo normal, estaba dominado por una estructura esqueleto-muscular en forma de yugo que rodeaba la zona de la espalda. El ala brotaba de este yugo y tenía una forma toscamente triangular, como una cometa. El cuello de la criatura era más largo de lo normal y, de perfil, la cabeza recordaba a la de un ave y parecía más aerodinámica. Los ojos seguían mirando hacia delante (aunque como todos los amarantinos, su visión binocular era limitada) y estaban sumergidos en profundos conductos óseos. Las fosas nasales de la mandíbula superior estaban dilatadas, como para poder absorber el aire que necesitaban sus pulmones para mover las alas. De todos modos, no todo parecía correcto. Asumiendo que el cuerpo de la criatura fuera similar en masa al de los amarantinos, aquellas alas habrían sido completamente inadecuadas para volar. ¿Entonces qué eran? ¿Algún tipo de adorno? ¿Acaso los Desterrados habían desarrollado la bioingeniería radical sólo para tener que cargar con unas alas ridiculas e inútiles?
¿O acaso tenían otro propósito?
—¿Tienes dudas?
Sylveste se vio obligado a regresar a la realidad.
—Sigues pensando que no es buena idea, ¿verdad?
Dio la espalda a la balaustrada que se alzaba sobre la ciudad.
—Creo que ya es un poco tarde para tener dudas.
—¿El día de tu boda? —Girardieau sonrió—. Bueno, todavía no estás en casa, Dan. Aún puedes echarte atrás.
—¿Y cómo te lo tomarías?
—Supongo que muy mal.
Girardieau, que vestía las galas almidonadas de la ciudad, tenía las mejillas ligeramente coloradas debido al enjambre de cámaras de vigilancia flotantes. Cogió a Sylveste por el brazo y lo apartó del borde.
—¿Cuanto tiempo llevamos siendo amigos, Dan?
—Yo no lo llamaría exactamente amistad; más bien diría que nuestra relación se basa en una especie de parasitismo mutuo.
—Oh, vamos —dijo Girardieau, que parecía contrariado—. ¿Acaso te he hecho la vida más miserable de lo estrictamente necesario durante los últimos veinte años? ¿Crees que me causa placer tenerte encerrado?
—Digamos que realizaste la tarea con bastante entusiasmo.
—Sólo porque pensaba en lo que más te convenía —replicó Girardieau, mientras avanzaban hacia uno de los túneles que ensartaban el cascarón que rodeaba la ciudad. La moqueta del suelo absorbía sus pasos—. Además, te recuerdo que en aquella época, si no te hubiera encerrado, alguna banda habría acabado aplacando su cólera contigo.
Sylveste escuchaba sin hablar. Sabía que, desde el punto de vista teórico, lo que Girardieau estaba diciendo era cierto; sin embargo, no tenía ninguna garantía de que ése fuera el verdadero motivo por el que lo había encerrado.
—La situación política de la época era mucho más simple. En aquel entonces, el Camino Verdadero no nos causaba problemas.
Entraron en un ascensor nuevo y antisépticamente limpio, de cuyas paredes colgaban láminas que mostraban las diversas vistas de Resurgam antes y después de las transformaciones Inundacionistas. Incluso había una de Mantell: la meseta sobre la que descansaba la base de investigación estaba cubierta de espesura y una cascada descendía desde su cumbre, bajo un cielo azul y veteado de nubes. En Cuvier había toda una subindustria que se dedicaba a crear imágenes y simulaciones del futuro Resurgam; desde artistas de acuarela hasta hábiles diseñadores de centros sensoriales.
—Y por otra parte —continuó Girardieau—, han aparecido otros elementos científicos radicales. La semana pasada, por ejemplo, uno de los representantes del Camino Verdadero murió de un disparo en Mantell y, créeme, no fue ninguno de nuestros agentes quien lo mato.
Sylveste sintió que el aparato empezaba a descender hacia el nivel de la ciudad.
—¿Qué estás diciendo?
—Estoy diciendo que, habiendo fanáticos a ambos lados, tú y yo empezamos a parecer moderados. Es una idea deprimente, ¿no crees?
—Querrás decir que no somos radicales de ninguno de ambos frentes.
—Algo así.
Tras cruzar la oscura pared del cascarón de la ciudad, se encontraron entre una pequeña multitud de periodistas que ultimaban los preparativos del acontecimiento. Los reporteros, provistos de gafas de control visual de color amarillo, comprobaban las cámaras que revoloteaban a su alrededor como deslustrados globos. Uno de los pavos reales de Janequin se movía alrededor del grupo, picoteando el suelo y arrastrando la cola a sus espaldas. Dos oficiales de seguridad que lucían insignias Inundacionistas negras y doradas en los hombros se acercaron a ellos, rodeados por bandadas de entópticos deliberadamente amenazadores. Tras someterlos a un escáner de identificación de amplio espectro, los criados llevaron a Sylveste y Girardieau hacia una pequeña estructura temporal que se había erigido cerca de un grupo de casas amarantinas en forma de nido.
El interior estaba prácticamente vacío, excepto por una mesa y dos sillas. Sobre la mesa descansaba una botella de vino tinto amerikano, además de un par de copas de vino en las que se habían tallado paisajes de vidrio esmerilado.
—Siéntate —dijo Girardieau. Contoneándose, rodeó la mesa y llenó de vino ambas copas—. No sé por qué estás tan nervioso. Que yo sepa, no es tu primera vez.
—La verdad es que es la cuarta.
—¿Siempre con ceremonias Stoner?
Sylveste asintió. Recordó las dos primeras: romances de pequeña escala con mujeres Stoner de segunda, cuyos rostros era prácticamente incapaz de diferenciar. Ambas se habían marchitado bajo el resplandor de la publicidad que atraía el nombre de su familia. En cambio, su matrimonio con Alicia (su última esposa) había sido esculpido como un movimiento publicitario desde el principio: había despertado en el público el interés por la expedición que tenían previsto realizar a Resurgam y le había dado el impulso económico definitivo. El hecho de que estuvieran enamorados prácticamente había sido irrelevante; un feliz añadido al acuerdo existente.
—Llevas en la cabeza demasiado equipaje —dijo Girardieau—. ¿Nunca has deseado poder liberarte del pasado?
—La ceremonia te resultará extraña.
—Puede que sí —Girardieau se limpió una mancha roja de vino de los labios—. Verás, nunca he formado parte de la cultura Stoner.
—Viniste con nosotros desde Yellowstone.
—Sí, pero no nací en ese lugar. Mi familia procedía del Grand Teton. Sólo llegué a Yellowstone siete años antes de que partiera la expedición de Resurgam, así que no pude adaptarme culturalmente a la tradición Stoner. Mi hija, por otra parte… bueno, Pascale sólo ha conocido la cultura Stoner o, al menos, la versión de ella que importamos cuando vinimos a este lugar —bajó la voz—. Supongo que llevas el frasco encima. ¿Puedo verlo?
—No podría negártelo.
Sylveste introdujo la mano en el bolsillo y sacó el pequeño cilindro de cristal que había llevado encima durante todo el día. Cuando se lo tendió a Girardieau, éste lo observó minuciosamente, girándolo a un lado y al otro, contemplando el movimiento de las burbujas de su interior. Había algo más oscuro en el fluido, fibroso y con zarcillos.
Dejó el frasco sobre la mesa, provocando un suave tintineo, y lo observó con un horror mal disimulado.
—¿Es doloroso?
—Por supuesto que no. No somos sádicos, ¿sabes? —Sylveste sonrió, disfrutando en secreto de la incomodidad de Girardieau—. ¿Acaso preferirías que intercambiáramos camellos?
—Vuelve a guardarlo.
Sylveste volvió a dejar el frasco en su bolsillo.
—Ahora dime quién es el que está nervioso, Nils.
Girardieau se sirvió un poco más de vino.
—Lo siento. Los miembros de seguridad están demasiado tensos. No sé qué es lo que les preocupa tanto, pero supongo que me están contagiando sus nervios.
—Yo no he notado nada.
—Es prácticamente imposible. —Girardieau se encogió de hombros, con un movimiento similar al de un fuelle que se inició en algún punto por debajo de su abdomen—. Afirman que todo va bien, pero después de veinte años puedo leer en sus ojos mejor de lo que imaginan.
—Yo no me preocuparía. Tus policías son personas muy eficientes.
Girardieau movió la cabeza brevemente, como si acabara de morder un limón especialmente ácido.
—No espero que el aire que hay entre nosotros esté nunca completamente despejado, Dan. Pero al menos podrías concederme el beneficio de la duda. —Señaló con la cabeza la puerta abierta—. ¿Acaso no te di acceso completo a este lugar?
Sí, y sólo le había servido para reemplazar una decena de preguntas por mil más.
—Nils… —empezó a decir—. ¿Qué tal están los recursos de la colonia en la actualidad?
—¿En qué sentido?
—Sé que las cosas han cambiado desde la visita de Remilliod. Sé que cosas que habrían sido impensables en mi época podrían hacerse ahora… si hubiera voluntad política.
—¿Qué tipo de cosas? —preguntó, vacilante.
Sylveste volvió a introducir la mano en el bolsillo, pero en esta ocasión, en vez del frasco, sacó un trozo de papel que desplegó delante de Girardieau. En el papel aparecían figuras complejas, circulares.
—¿Reconoces estas marcas? Las encontramos en el obelisco y por toda la ciudad. Son mapas del sistema solar realizados por los amarantinos.
—La verdad es que me resulta más sencillo creerlo ahora que he visto la ciudad.
—Bien. Entonces, escúchame —Sylveste señaló el círculo más amplio—. Esto representa la órbita de la estrella de neutrones, Hades.
—¿Hades?
—Fue el nombre con el que la bautizaron cuando exploraron por primera vez el sistema. Alrededor de su órbita gira una aglomeración rocosa, del tamaño aproximado de una luna planetaria. Se llama Cerberus. —Deslizó el dedo sobre el grupo de graficoformas que acompañaban al doble sistema del planeta/estrella de neutrones—. De alguna forma, fue importante para los amarantinos. Y creo que podría tener algo que ver con el Acontecimiento.
Girardieau enterró la cabeza entre sus manos con dramatismo y volvió a mirar a Sylveste.
—Lo estás diciendo en serio, ¿verdad?
—Sí. —Con cautela, sin permitir ni por un instante que su mirada se desviara de los ojos de Girardieau, dobló el papel y volvió a guardarlo en su bolsillo—. Tenemos que explorarlo y descubrir qué fue lo que mató a los amarantinos. Antes de que también nos mate a nosotros.
Sajaki y Volyova llegaron al camarote de Khouri y le dijeron que se pusiera algo abrigado. Khouri advirtió que ambos vestían ropa más gruesa de lo habitual: Volyova una chaqueta de aviador con la cremallera subida y Sajaki ropa térmica de cuello alto, adornada con un mosaico de diamantes de nova.
—Estoy en un lío, ¿verdad? —dijo Khouri—. Mis puntuaciones en simulación de combate no han sido lo bastante buenas. Vais a deshaceros de mí obligándome a cruzar la esclusa.
—No seas estúpida. —Sólo la nariz y la frente de Sajaki sobresalían de la piel que rodeaba el cuello de su atuendo—. Si fuéramos a matarte, ¿crees que nos preocuparía que pudieras resfriarte?
—Además, tu adoctrinamiento finalizó hace varias semanas —añadió Volyova—. Ahora eres uno de nuestros activos.
El gorro que llevaba tapaba por completo su rostro, excepto la boca y la barbilla. Podía decirse que Sajaki y ella se complementaban, pues las partes visibles de ambos formaban un único rostro.
—Me alegra saberlo.
Aún insegura de su situación (la posibilidad de que estuvieran planeando algo desagradable seguía siendo demasiado real), rebuscó entre lo que podían considerarse sus pertenencias hasta que encontró una chaqueta térmica. Había sido fabricada por la nave y era similar al traje de arlequín que vestía Sajaki, sólo que le llegaba casi hasta las rodillas.
El ascensor los condujo hasta una región inexplorada de la nave… o al menos, muy lejana a lo que Khouri consideraba territorio conocido. Tuvieron que cambiar de ascensor en varias ocasiones y recorrer túneles intercomunicados que, según dijo Volyova, eran necesarios debido al daño vírico que estaba destruyendo grandes secciones del sistema de tránsito. La decoración y el nivel tecnológico de las áreas de paso siempre eran ligeramente distintos, hecho que le hizo pensar que durante los últimos siglos se habían ido abandonado los diferentes distritos de la nave en diferentes etapas. Seguía estando nerviosa, pero algo en la conducta de Sajaki y Volyova le decía que lo que tenían en mente era algo más parecido a una ceremonia de iniciación que a una fría ejecución. Eran como dos niños que estuvieran a punto de realizar una maldad… por lo menos Volyova, puesto que Sajaki se movía y actuaba de un modo más autoritario, como un funcionario que tuviera que realizar una siniestra tarea cívica.
—Como ahora eres uno de los nuestros —dijo—, ha llegado el momento de que aprendas algo más sobre la configuración. Supongo que también te gustará saber la razón por la que nos dirigimos hacia Resurgam.
—Suponía que se trataba de negocios.
—Ésa es la tapadera, pero debemos reconocer que nunca ha sido demasiado convincente. Resurgam carece de algo similar a una economía. La colonia se dedica exclusivamente a la investigación y carece de los recursos necesarios para comprarnos nada. Por supuesto, la información que tenemos sobre esa colonia es antigua, de modo que cuando estemos allí intentaremos comerciar. Sin embargo, esa nunca ha sido la verdadera razón de nuestro viaje.
—¿Y cuál es?
El ascensor en el que se encontraban estaba desacelerando.
—¿El nombre de Sylveste significa algo para ti? —preguntó Sajaki.
Khouri hizo todo lo posible por actuar con normalidad, como si fuera una pregunta razonable y no una que había estallado en su cráneo como una llamarada de magnesio.
—Por supuesto. En Yellowstone, todo el mundo ha oído hablar de él. Ese tipo era prácticamente un dios… o quizá, el diablo. —Se interrumpió, deseando que su reacción pareciera normal—. Un momento. ¿De qué Sylveste estáis hablando? ¿Del mayor, el tipo que echó a perder todos aquellos experimentos sobre la inmortalidad, o de su hijo?