—¿Dónde estoy? ¿Qué día es hoy?
—Sigues a bordo de la nave, aproximadamente a medio camino de Resurgam. Ahora avanzamos muy deprisa; apenas un uno por ciento por debajo de la velocidad de la luz. He aumentado ligeramente tu temperatura neuronal, lo suficiente para que podamos conversar.
—¿Volyova no se dará cuenta?
—Me temo que ése sería el menor de nuestros problemas. ¿Recuerdas la sala caché? ¿Recuerdas que encontré algo escondido en la arquitectura de la artillería? —La Mademoiselle no esperó a oír su respuesta—. No resultó sencillo descifrar el mensaje que trajeron de vuelta los sabuesos. Pero ahora, tres años después, sus augurios han quedado claros.
Khouri imaginó a la Mademoiselle sacando las entrañas de sus perros, estudiando la topología de sus visceras derramadas.
—¿El polizón es real?
—Oh, sí. Y también hostil, aunque ya hablaremos de eso después.
—¿Tienes alguna idea de qué es?
—No —respondió—, pero he descubierto algo muy interesante.
Lo que la Mademoiselle tenía que contarle hacía referencia a la topología de la artillería. La artillería era un conjunto enormemente complejo de ordenadores: capas que se habían ido extendiendo de tal forma durante décadas de vuelo que era poco probable que una mente (ni siquiera la de Volyova) pudiera comprender algo más que los puntos básicos de su topología o que pudiera averiguar cómo se unían y entretejían esas capas entre sí. Sin embargo, resultaba sencillo visualizarla porque estaba prácticamente desconectada del resto de la nave y, por esta razón, sólo alguien que estuviera físicamente presente en el asiento de artillería podía acceder a la mayoría de las funciones superiores de las armas-caché. La artillería estaba rodeada por un cortafuegos y los datos que entraban en ella sólo podían proceder del resto de la nave. Los motivos de esto eran tácticos: las armas de la artillería (no sólo las de la sala caché) accedían al exterior cuando se activaban, de modo que ofrecían rutas de acceso por las que las armas del enemigo podían atacar a la nave mediante virus. Para evitar este riesgo, la artillería permanecía aislada, separada del resto de la nave por una trampilla unidireccional. La puerta permitía que entraran datos procedentes del resto de la nave, pero nada que hubiera en el interior de la artillería podía salir por ella.
—Y como hemos descubierto que hay algo dentro de la artillería —dijo la Mademoiselle—, te invito a que expongas una conclusión lógica.
—Sea lo que sea, entró allí por error.
—Sí —la Mademoiselle parecía complacida, como si no se le hubiera ocurrido aquella idea—. Supongo que debemos considerar la posibilidad de que la entidad entró en la artillería a través de las armas; sin embargo, me parece mucho más probable que lo hiciera por la trampilla… y da la casualidad de que también sé cuando fue la última vez que alguien la cruzó.
—¿Cuándo fue?
—Hace dieciocho años —antes de que Khouri pudiera decir algo, la Mademoiselle añadió—: Tiempo de la nave, por supuesto. En tiempo ordinario, supongo que sucedió entre ochenta y noventa años antes de que te reclutaran.
—Sylveste —dijo Khouri, maravillada—. Sajaki dijo que Sylveste desapareció durante un mes porque lo trajeron a bordo de la nave para que curara al Capitán Brannigan. ¿Las fechas coinciden?
—De forma concluyente, diría yo. Eso debió de suceder en el 2460… unos veinte años después de que Sylveste regresara de la Mortaja.
—¿Y crees que trajo consigo… lo que fuera?
—Sólo sabemos lo que Sajaki nos ha contado: que Sylveste aceptó que la simulación de Calvin curara al Capitán Brannigan. En algún momento de la operación, Sylveste debió de conectarse al banco de datos de la nave. Puede que así fuera como se coló el polizonte. Supongo que poco después accedió a la artillería por la trampilla unidireccional.
—¿Y ha permanecido allí desde entonces?
—Eso parece.
Parecía estar convirtiéndose en una costumbre: cada vez que Khouri creía tener las cosas ordenadas en su cabeza, aunque sólo fuera un poco, un nuevo dato rompía en pedazos sus planes. Se sentía como un astrónomo medieval, creando cosmologías cada vez más imbricadas para incorporar todas y cada una de las nuevas singularidades que observaba. Ahora, de alguna forma que no alcanzaba a comprender, Sylveste estaba relacionado con la artillería. Al menos podía consolarse pensado que también había logrado engañar a la Mademoiselle.
—Has mencionado que esa cosa era hostil —dijo con cautela, sin estar segura de querer formular más preguntas, por si las respuestas eran demasiado difíciles de asimilar.
—Sí —ahora vacilaba—. Lo de los perros fue un error. Fui demasiado impetuosa. Tendría que haberme dado cuenta de que Ladrón de Sol…
—¿Ladrón de Sol?
—Así es como se llama; es decir, el polizonte.
Las cosas iban mal. ¿Cómo podía saber el nombre de aquella criatura? De forma fugaz, Khouri recordó que Volyova le había preguntado en cierta ocasión si aquel nombre le decía algo. Pero eso no era todo. Tenía la impresión de que llevaba cierto tiempo oyendo ese nombre en sus sueños. Khouri abrió la boca para hablar, pero la Mademoiselle se le adelantó.
—Utilizó la salida de los sabuesos, o al menos una parte de ella, para escapar. La utilizó para entrar en tu cabeza.
Sylveste no tenía ninguna forma fiable de marcar el paso del tiempo en su nueva prisión. Lo único que sabía con certeza era que habían transcurrido varios días desde que lo apresaron. Sospechaba que lo estaban dragando, que lo estaban obligando a permanecer en una especie de estado comatoso carente de sueños. Cuando soñaba (algo que sucedía con rara frecuencia) podía ver, pero sus sueños siempre se centraban en su inminente ceguera y lo preciosa que era la vista que aún conservaba. Cuando despertaba todo era de color gris, pero al cabo de un tiempo (suponía que varios días) el gris fue perdiendo su estructura geométrica. Había impuesto ese patrón a su cerebro durante demasiado tiempo, pero éste lo estaba depurando y, ahora, lo único que quedaba era una infinidad que ya ni siquiera era gris, sino una brillante ausencia de color.
Se preguntaba qué se estaba perdiendo. Quizá, lo que lo rodeaba era tan austero que, tarde o temprano y, aunque hubiera conservado la visión, su mente habría efectuado el mismo truco de filtrado. Sólo percibía el espacio carente de eco que lo rodeaba, las megatoneladas de roca que se cernían sobre él. Pensaba constantemente en Pascale, pero cada vez le costaba más mantenerla en su mente. El gris parecía estar adentrándose en sus recuerdos, extendiéndose sobre ellos como cemento mojado. Entonces llegó un día, justo después de que Sylveste hubiera acabado con sus provisiones, en que la puerta de la celda se abrió y dos voces se unieron a la suya.
La primera era la de Gillian Sluka.
—Haz lo que puedas con él —graznó—. Dentro de los límites.
—Debería estar inconsciente mientras lo opero —dijo la otra voz, masculina y llena de melaza. Sylveste reconoció el mal aliento de aquel hombre.
—Debería, pero no lo estará. —La voz vaciló antes de añadir—: No espero ningún milagro, Falkender. Sólo quiero que ese hijo de puta me vea.
—Concédeme unas horas. —Se oyó un golpe cuando el hombre dejó algo sobre la mesa de bordes romos de la celda—. Haré lo que pueda —añadió, casi entre dientes—. Pero, por lo que sé, estos ojos no tenían nada de especial antes de que lo cegaras.
—Una hora.
Salió, cerrando la puerta de un portazo. Sylveste, envuelto en silencio desde que lo apresaron, sintió las reverberaciones en su cráneo. Durante todo el tiempo que había permanecido encerrado se había esforzado en captar el más suave de los sonidos, pistas sobre su destino. No había encontrado ninguna, pero durante el proceso se había ido sensibilizando al silencio.
Su olfato le indicó que Falkender se había aproximado.
—Es un placer trabajar con usted, doctor Sylveste —dijo, casi de forma comedida—. Confío en poder deshacer la mayor parte del daño que le han infligido, si dispongo del tiempo necesario.
—Sólo le ha dado una hora —replicó Sylveste. Incluso su propia voz le resultaba extraña; durante demasiado tiempo, lo máximo que había hecho había sido farfullar de forma incoherente en sueños—. ¿Cree que podrá hacer algo en tan poco tiempo?
Oyó que el hombre rebuscaba entre sus herramientas.
—Al menos, hacer que las cosas sean un poco más fáciles para usted. —El hombre puntuaba sus palabras con cloqueos—. Si no opone resistencia, podré hacer más… pero no puedo prometerle que esto vaya a ser agradable.
—Estoy seguro de que lo hará lo mejor que pueda.
Los dedos del hombre se deslizaron sobre sus ojos, examinándolos superficialmente.
—Siempre admiré a su padre, ¿sabe? —El nuevo cloqueo hizo que Sylveste pensara en los pavos reales de Janequin—. Todo el mundo sabe que diseñó estos ojos para usted.
—Su simulación de nivel beta —lo corrigió.
—Por supuesto, por supuesto. —Sylveste podía imaginar a Falkender descartando con un gesto ese detalle insustancial—. No la alfa, pues todos sabemos que desapareció hace largo tiempo.
—Se la vendí a los Malabaristas —explicó Sylveste, con apatía. Después de llevar tantos años oculta, la verdad había salido por su boca como si fuera una pepita amarga.
Falkender emitió un extraño sonido traqueal que Sylveste acabó decidiendo que era su forma de reír.
—Por supuesto, por supuesto. ¿Sabe? Me sorprende que nadie lo acusara nunca de ello… pero supongo que eso forma parte de su cinismo humano. —Un zumbido chillón inundó el aire, seguido por una exasperante vibración—. Creo que puede irse olvidando de la percepción de color —añadió—. Lo máximo que podré conseguir será el monocromo.
Khouri deseaba disponer de espacio mental para poder respirar, para poner en orden sus pensamientos, para intentar percibir la silenciosa respiración de la presencia que había invadido su cabeza, pero la Mademoiselle seguía hablando.
—Estoy segura de que Ladrón de Sol ya lo ha intentando antes, al menos en una ocasión —dijo—. Por supuesto, me refiero a tu predecesor.
—¿Estás diciendo que el polizonte intentó acceder a la cabeza de Nagorny?
—Exacto. Pero en el caso de Nagorny, supongo que no hubo sabuesos con los que pudiera hacer autostop. Ladrón de Sol debió de recurrir a algo más radical.
Khouri recordó lo que Volyova le había explicado sobre aquel incidente.
—¿Lo bastante radical como para hacerlo enloquecer?
—Evidentemente —asintió su compañera—. Y es posible que Ladrón de Sol sólo intentara imponer su voluntad en él. Escapar de la artillería era imposible, de modo que intentó convertirlo en su marioneta. Puede que lo hiciera sugestionándolo a nivel del subconsciente mientras estaba en la artillería.
—¿Estoy metida en un lío?
—Por ahora, no. Sólo hay unos cuantos perros; no son suficientes para que cause graves daños.
—¿Qué les ocurrió a los sabuesos?
—Los desencripté para descifrar sus mensajes… pero al hacerlo, me abrí a él. A Ladrón de Sol. Los perros debieron limitarlo, puesto que el ataque fue bastante sutil. Y me alegro, pues sé que no podría haber desplegado mis defensas a tiempo. No fue demasiado difícil derrotarlo, pero sólo estaba luchando contra una diminuta parte de él.
—Entonces, ¿estoy a salvo?
—Bueno, la verdad es que no. Lo expulsé… pero sólo del implante en el que resido. Por desgracia, mis defensas no se extienden a los demás implantes, entre los que se incluyen los que te puso Volyova.
—¿Sigue estando en mi cabeza?
—Puede que ni siquiera hubiera necesitado a los perros —dijo la Mademoiselle—. Podría haber entrado en los implantes de Volyova en el mismo instante en que te llevó por primera vez a la artillería. De todos modos, es obvio que vio una oportunidad en los perros. Si no hubiera intentado invadirme con ellos, no hubiera percibido su presencia en los demás implantes de tu cabeza.
—Yo siento lo mismo.
—Bien. Eso significa que mis contramedidas son efectivas. ¿Recuerdas que usé contramedidas contra las terapias de lealtad de Volyova?
—Sí —respondió Khouri, sin saber si éstas habían funcionado tan bien como la Mademoiselle quería creer.
—Éstas son muy parecidas. La única diferencia es que las estoy usando contra aquellos lugares de tu mente que ha ocupado Ladrón de Sol. Durante los dos últimos años, hemos estado librando una especie de… —se interrumpió, y entonces pareció experimentar un momento de epifanía—. Supongo que podría llamarse guerra fría.
—Forzosamente tuvo que ser fría.
—Y lenta —añadió la Mademoiselle—. El frío nos robaba nuestras energías. Y por supuesto, tuvimos que ir con cuidado para no hacerte daño. Que resultaras herida no habría sido bueno ni para mí ni para Ladrón de Sol.
Khouri recordó por qué había sido posible esta información.
—Pero ahora que me has calentado…
—Veo que lo has comprendido. Nuestra campaña se ha intensificado desde que te he calentado. Creo que incluso Volyova puede estar sospechando algo, pues hay una red que lee tu cerebro continuamente. Puede que haya detectado la guerra neuronal que Ladrón de Sol y yo estamos librando. Tendría que haber cedido… pero Ladrón de Sol habría utilizado ese momento para destruir mis contramedidas.
—Pero puedes mantenerlo a raya…
—Eso creo. Sin embargo, consideraba que debías saber lo que sucedía, por si no lo consigo.
Eso era razonable; era mejor saber que Ladrón de Sol estaba en ella que vivir en el engaño de que estaba limpia.
—También quería alertarte. La mayor parte de él continúa en la artillería, pero no tengo ninguna duda de que, en cuanto surja la oportunidad, intentará acceder por completo a tu mente.
—¿Te refieres a la próxima vez que entre en la artillería?
—Admito que las opciones son limitadas —dijo la Mademoiselle—. Pero pensé que debías ser perfectamente consciente de la situación.
Khouri sabía que aún faltaba mucho tiempo para que eso ocurriera. Sin embargo, lo que decía el fantasma era cierto. Era mejor conocer el peligro que ignorarlo.
—¿Sabes? Si realmente Sylveste es el responsable de todo esto, matarlo no me supondrá demasiados problemas.
—Bien. Te aseguro que las noticias no son completamente malas. Cuando envié aquellos perros a la artillería, también envié a un avatar de mí misma. Por los informes que trajeron de vuelta los sabuesos sé que Volyova no ha detectado a mi avatar, al menos durante los primeros días. Por supuesto, eso fue hace un par de años… pero no tengo razones para creer que haya encontrado al avatar desde entonces.