Mientras hablaba, su brazalete empezó a emitir un sonoro pitido. El sonido le resultaba desconocido, pero era obvio que connotaba alarma. Sobre sus cabezas, la sintética luz del día se volvió de color rojo sangre y empezó a palpitar al ritmo del pitido.
—¿Qué es eso? —preguntó Khouri.
—Una emergencia —respondió Volyova, acercando el brazo a su mandíbula. Apartó de su rostro las gafas de proyección retiniana y observó una pequeña pantalla dispuesta en el brazalete. También palpitaba en rojo, en perfecta sintonía con el cielo y el pitido. Khouri advirtió que había letras en la pantalla, pero eran demasiado pequeñas para que pudiera leerlas.
—¿Qué tipo de emergencia? —preguntó, temiendo distraer la atención de la Triunviro.
Sin que ella lo advirtiera, el trío había abandonado el claro, desvaneciéndose sigilosamente en la sección de memoria de la nave que los había devuelto falsamente a la vida.
Volyova levantó la mirada de su brazalete. Estaba pálida.
—Una de las armas-caché.
—¿Y?
—Se está armando.
Aproximación a Delta Pavonis, 2565
Estaban descendiendo a toda velocidad por un pasillo sinuoso que unía el claro con el ascensor del eje radial más cercano.
—¿Qué quieres decir? —gritó Khouri, esforzándose en hacerse oír sobre los pitidos—. ¿Qué quieres decir con eso de que se está armando?
Volyova no respondió hasta que llegaron al ascensor que las estaba esperando y le hubo ordenado que las llevara al eje de tronco espinal más próximo, ignorando los límites de aceleración habituales. Cuando el aparato empezó a moverse, Khouri y ella fueron proyectadas hacia la pared de cristal, quedándose casi sin el escaso aire que aún quedaba en sus pulmones. Las luces interiores del ascensor palpitaban en rojo.
—Exactamente eso —dijo por fin, a pesar de que su corazón latía al mismo ritmo que las luces—. Las armas-caché están controladas por diversos sistemas… y uno de ellos acaba de detectar una sobrecarga.
Volyova no añadió que había instalado esos sistemas porque le había parecido que un arma se movía. Desde entonces, había tenido la esperanza de que aquel movimiento hubiera sido producto de su imaginación, una alucinación causada por la soledad de su vigilia, pero ahora sabía que no había sido así.
—¿Cómo puede armarse por sí sola?
La pregunta era perfectamente razonable, pero Volyova carecía de respuestas elocuentes.
—Sólo deseo que el fallo se encuentre en los sistemas de control, no en el arma —comentó.
—¿Y por qué se está armando?
—¡No lo sé! ¿Acaso parece que me estoy tomando todo esto con calma?
El ascensor axial desaceleró con brusquedad y se aproximó al eje del tronco espinal con una serie de sacudidas nauseabundas. Entonces empezaron a descender con rapidez, tan deprisa que su peso aparente se redujo prácticamente a cero.
—¿Adónde vamos?
—A la sala caché, por supuesto —Volyova miró encolerizada a la recluta—. No sé qué está sucediendo, Khouri, pero sea lo que sea, quiero una confirmación visual. Quiero ver qué está haciendo esa puta arma.
—Si puede armarse sola, ¿qué más puede hacer?
—No tengo ni idea —respondió Volyova, lo más calmada posible—. He probado todos los protocolos de cierre, pero ninguno ha funcionado. No es exactamente una situación que haya anticipado.
—¿Y puede detonar? ¿Puede buscar un objetivo y dispararse?
Volyova observó de nuevo el brazalete. Puede que el fallo estuviera en las lecturas; quizá, sólo había sido un fallo en los sistemas de defensa. Deseaba que fuera eso, porque lo que el brazalete le estaba diciendo en aquellos momentos era terrible.
El arma-caché se estaba moviendo.
Falkender cumplió con su palabra: las operaciones que llevó a cabo en los ojos de Sylveste no fueron en absoluto agradables; es más, hubo momentos de absoluta agonía. Durante días, el cirujano de Sluka había explorado los límites de su talento, prometiendo restaurar ciertas funciones humanas básicas como la percepción del color y la habilidad de percibir profundidad o movimientos suaves, aunque en ningún momento había logrado convencer a Sylveste de que disponía de los medios o el talento necesarios. Desde un principio, Sylveste le había dicho que sus ojos nunca habían sido perfectos porque las herramientas de Calvin habían sido demasiado limitadas. Sin embargo, incluso la tosca visión que Calvin le había proporcionado era preferible a la parodia del mundo monocromática y de movimientos fluctuantes que ahora veía. Por enésima vez, Sylveste se preguntó si los resultados justificarían el dolor de la reparación.
—Creo que debería renunciar.
—Reparé a Sluka —dijo Falkender, un pálido laminado en forma de hombre que danzaba en su campo visual—. Usted no supone un gran reto.
—¿Y de qué me sirve recuperar la visión? No puedo ver a mi esposa porque Sluka nunca permitirá que estemos juntos. Además, por muy clara que puedas verla, la pared de una celda sigue siendo una pared —se interrumpió cuando unas oleadas de dolor azotaron sus sienes—. De hecho, empiezo a pensar que sería mejor ser ciego porque así, por lo menos, la realidad no heriría a mi nervio óptico cada vez que abriera los ojos.
—Usted no tiene ojos, doctor Sylveste —Falkender retorció algo, provocando destellos rosados de dolor en su visión—, así que haga el favor de dejar de sentir lástima de sí mismo; es indecoroso. Además, es posible que pronto deje de mirar esas paredes de las que me está hablando.
Sylveste se animó.
—¿Qué significa eso?
—Significa que, si los rumores que he oído tienen algo de cierto, las cosas no tardarán en ponerse en marcha.
—¿Podría ser más concreto?
—He oído decir que es posible que pronto tengamos visita —explicó Falkender, puntuando la frase con otra punzada de dolor.
—Deje de ser críptico. Cuando dice «tengamos», ¿a quién se refiere? ¿Y qué tipo de visita?
—Lo único que he oído es un rumor, doctor Sylveste. Estoy seguro de que Sluka se lo contará todo en su momento.
—No cuente con ello. —Sylveste tenía bastante claro lo poco útil que era él para Sluka. Hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que la mujer lo estaba reteniendo en Mantell simplemente porque le ofrecía un pasatiempo transitorio, porque era una especie de bestia fabulosa, de utilidad dudosa pero indudable novedad. Dudaba que le confiara algún asunto verdaderamente serio y, si lo hacía, sólo sería por una de estas dos razones: porque quería algo más que una pared con la que hablar o porque había descubierto algún método de tortura verbal. Además, en más de una ocasión había hablado de hacerle dormir hasta que le encontrara alguna utilidad.
—He hecho bien en capturarte —decía—. No estoy diciendo que no tengas tu utilidad… sólo que aún no la he encontrado. Además, no sé por qué cualquier otra persona debería poder explotarte.
Sylveste pronto se había dado cuenta de que, según ese punto de vista, a Sluka le importaba bastante poco retenerlo con o sin vida. Con vida le proporcionaría cierta diversión… y siempre existía la posibilidad de que le resultara más útil en el futuro, a medida que el equilibrio de poder de la colonia fuera cambiando. Pero sabía que tampoco le supondría un gran inconveniente matarlo: de ese modo, nunca se convertiría en una responsabilidad, nunca se volvería en su contra.
La agonía que Falkender le había administrado con tanta ternura llegó a su fin. Ahora, la luz era más plácida y los colores, casi plausibles. Sylveste acercó una mano a sus ojos y la movió lentamente, absorbiendo su solidez. En su piel había arrugas y tracerías que casi había olvidado, a pesar de que sólo habían transcurrido unas semanas desde que lo cegaron en el sistema de túneles amarantino.
—Como nuevos —dijo Falkender, depositando sus instrumentos en la autoclave de madera. El extraño y ciliado guante fue lo último que guardó. Cuando lo arrancó de sus femeninos dedos, se crispó y se contrajo como una medusa varada en la playa.
—Ilumina esta zona —ordenó Volyova a su brazalete mientras el ascensor entraba en la sala caché.
El aparato se detuvo, devolviéndoles su peso. Ambas tuvieron que cerrar los ojos cuando se encendieron las luces de la sala, iluminando las enormes y acurrucadas formas de las armas.
—¿Dónde está? —preguntó Khouri.
—Espera —dijo Volyova—. Tengo que orientarme.
—No veo que se mueva nada.
—Yo tampoco… todavía.
Volyova había aplastado la cara contra el cristal del ascensor, intentando ver qué había al otro lado del arma de mayor tamaño. Blasfemando, ordenó al aparato que descendiera veinte o treinta metros más. Instantes después, encontró la orden que detenía la alarma interna y la palpitante luz roja.
—Mira —dijo Khouri, en la relativa calma que se produjo a continuación—. ¿Eso se está moviendo?
—¿Dónde?
Señaló casi en vertical hacia abajo. Volyova siguió su brazo con la mirada mientras daba nuevas instrucciones al brazalete.
—Iluminación artificial… sala caché, quinto cuadrante. —Dirigiéndose a Khouri, añadió—: Veamos qué se trae entre manos ese
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.
—No lo decías en serio, ¿verdad?
—¿Qué?
—Lo del fallo en los sistemas de control.
—La verdad es que no —respondió, cerrando con fuerza los ojos mientras se encendían las luces auxiliares, que iluminaron una zona de la sala situada varios metros más abajo—. Se llama optimismo… pero lo estoy perdiendo a marchas forzadas.
Volyova le había dicho que el arma en cuestión era una de las aniquiladoras de planetas. No estaba segura de cómo funcionaba… y menos aún de qué era capaz de hacer. De todos modos, tenía sus sospechas. Años antes la había configurado con los parámetros destructivos de menor alcance y la había probado contra una pequeña luna. Por extrapolación (y a ella se le daba muy bien extrapolar), al arma no le costaría demasiado destruir cualquier planeta, aunque éste se encontrara a cientos de UA. En su interior había cosas que llevaban la firma gravitacional de los agujeros negros cuánticos pero que, por extraño que resultara, se negaban a evaporarse. De alguna forma, el arma creaba un solitón (una onda detenida) en la estructura geodésica del espacio-tiempo.
El arma había cobrado vida sin que ella se lo ordenara. En estos momentos se estaba deslizando por la sala, sobre el sistema de carriles que conducían al espacio exterior. Era como ver un rascacielos arrastrándose por una ciudad.
—¿Hay algo que podamos hacer?
—Estoy abierta a sugerencias. ¿Se te ocurre algo?
—Bueno, supongo que comprenderás que no he podido pensar demasiado en ello…
—Dilo, Khouri.
—Podríamos intentar bloquearle la salida. —Tenía el ceño fruncido, como si además de todo lo que estaba ocurriendo, estuviera luchando contra un repentino ataque de migraña—. En esta nave hay lanzaderas, ¿verdad?
—Sí, pero…
—Pues utiliza una de ellas para bloquearle el paso. ¿Acaso es una solución demasiado rudimentaria para ti?
—En estos momentos, la expresión «demasiado rudimentaria» no forma parte de mi vocabulario.
Volyova observó su brazalete. El arma seguía descendiendo por la pared de la sala, como una babosa provista de armadura que estuviera desandando su propio rastro de babas. En el fondo de la cámara se estaba abriendo un inmenso iris que cruzaba el carril para acceder a la oscura cámara que descansaba debajo. El arma estaba a punto de llegar a la abertura.
—Podría mover una de las lanzaderas… pero tardaríamos demasiado en sacarla de la nave. No creo que llegáramos a tiempo…
—¡Hazlo! —gritó Khouri. Todos los músculos de su rostro estaban tensos—. ¡Si sigues pensándotelo, ni siquiera tendremos esa opción!
Volyova asintió, mirando con recelo a su recluta. ¿Acaso sabía algo de este asunto? Parecía estar menos desconcertada que ella, pero también más nerviosa de lo que cabría esperar. Pero tenía razón: por pocas posibilidades de éxito que tuvieran, valía la pena probar lo de la lanzadera.
—Necesitaremos algo más —dijo, llamando a la subpersona que controlaba la lanzadera.
El arma ya estaba cruzando el iris de transferencia, adentrándose en la segunda cámara.
—¿Algo más?
—Por si esto no funciona, Khouri. El problema está en la artillería, y puede que sea allí donde debamos atacar.
La mujer palideció.
—¿Qué estás diciendo?
—Que quiero que ocupes el asiento.
Mientras descendían hacia la artillería, acelerando tanto que el suelo se invirtió para convertirse en el techo (y Khouri tuvo la certeza de que su estómago había hecho algo similar), Volyova susurraba frenéticas y jadeantes instrucciones a su brazalete. Tardó desesperantes segundos en acceder a la subpersona correcta, otros más en superar las salvaguardias que impedían el control remoto no autorizado de las lanzaderas, muchos más en calentar los motores de una de ellas y una eternidad en conseguir que el vehículo se liberara de sus anclajes y girara para abandonar la plataforma, maniobrando, según dijo Volyova, como si estuviera aletargado. La bordeadora lumínica seguía propulsándose, de modo que la maniobra era doblemente complicada.
—Lo que me preocupa es qué pretende hacer el arma una vez en el exterior —dijo Khouri—. ¿Hay algo en nuestro campo de acción?
—Posiblemente Resurgam —Volyova apartó la mirada del brazalete—. Pero puede que logremos impedir lo que se propone.
La Mademoiselle escogió este momento para mostrarse, acomodándose en el ascensor sin invadir el espacio que ya habían reivindicado Khouri y la Triunviro.
—Se equivoca. Esto no va a funcionar. Sólo yo puedo controlar el arma-caché.
—¿Estás admitiendo que esto es obra tuya?
—¿Para qué iba a negarlo? —La Mademoiselle sonrió con orgullo—. ¿Recuerdas que descargué un avatar de mí misma en la artillería? Pues bien, ahora mi avatar controla el arma-caché y nada de lo que yo haga influirá en sus acciones. Está tan lejos de mi alcance como yo de mi ego original en Yellowstone.
El ascensor empezó a detenerse. Volyova estaba absorta en las complejas lecturas de su brazalete: un holograma esquemático mostraba que la lanzadera se estaba desplazando a lo largo del casco de la bordeadora, como una rémora diminuta aferrada a la suave piel de un tiburón.
—Pero tú le diste órdenes —dijo Khouri—. Sabes perfectamente qué se propone, ¿verdad?
—Por supuesto. Eran muy sencillas. Si el control de la artillería ponía a su disposición algún sistema que pudiera precipitar el final de esta misión, tendría que llevar a cabo los arreglos necesarios para acelerar ese fin.