Espacio revelación (72 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Espacio revelación
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—Necesita ayuda —dijo Pascale—. Por el amor de Dios, no podéis dejar que muera desangrado.

—Eso no ocurrirá —dijo Volyova—. Es quimérico, como Hegazi… aunque no resulta tan obvio. Las medimáquinas de su sangre ya deben de haber iniciado la reparación celular a un ritmo acelerado. Aunque el brazalete le hubiera seccionado la mano, le crecería una nueva. ¿Tengo razón, Sajaki?

El hombre la miró con un rostro tan carente de fuerza que parecía estar teniendo verdaderos problemas para que le creciera una uña nueva, así que no quería ni pensar cómo sería una mano entera. Finalmente asintió.

—De todos modos, alguien debería ayudarme a llegar a la enfermería. Las medimáquinas no son mágicas; tienen sus limitaciones. Y mis receptores de dolor están vivos, creedme.

—Dice la verdad —explicó Hegazi—. No debéis sobrestimar las capacidades de sus medimáquinas. ¿Lo queréis muerto o no? Será mejor que lo decidáis ahora. Yo puedo ayudarlo a llegar a la enfermería.

—¿Y, de camino, hacer una parada en el archivo de guerra? —Volyova sacudió la cabeza—. Gracias, pero no.

—Entonces iré yo —dijo Sylveste—. Yo lo llevaré. De momento confías en mí, ¿verdad?

—Sólo confío en ti cuando puedo verte
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—dijo Volyova—. Sin embargo, tú no sabrías qué hacer en el archivo de guerra, aunque lo encontraras, y Sajaki no se encuentra en condiciones de hacerte sugerencias.

—¿Eso es un sí?

—Será mejor que te des prisa, Dan —Volyova recalcó la frase apuntándole con el arma, el dedo tenso en el gatillo—. Si no estás de vuelta en diez minutos, enviaré a Khouri en tu búsqueda.

Un minuto después, ambos hombres se habían ido. Sajaki, apoyado en Sylveste, apenas era capaz de caminar sin su ayuda. Khouri se preguntó si el Triunviro seguiría estando consciente cuando llegaran a la enfermería, y descubrió que en realidad no le importaba.

—Respecto al archivo de guerra —dijo—, no creo que debamos preocuparnos demasiado porque alguien más lo utilice. En cuanto conseguí lo que quería, lo destruí.

Volyova asimiló la información y asintió satisfecha.

—Es un pensamiento estratégico válido, Khouri.

—No ha tenido nada que ver con la estrategia, sino con esa persona que controla el lugar. Simplemente decidí quemar a ese hijo de puta.

—¿Eso significa que hemos ganado? —preguntó Pascale—. Es decir, ¿realmente hemos conseguido lo que pretendíamos?

—Supongo —respondió Khouri—. Sajaki está fuera de combate y no creo que nuestro amigo Hegazi vaya a causarnos muchos problemas por sí sólo. Y no parece que tu marido vaya a cumplir con su palabra de matarnos a todos si no consigue lo que quiere.

—Qué decepción —dijo Hegazi.

—Os dije que era un farol —dijo Pascale—. ¿Entonces ya está? ¿Aún podemos desactivar esas armas?

Miró a Volyova, que asintió al instante.

—Por supuesto. —Se llevó una mano al bolsillo de la chaqueta y se puso un nuevo brazalete alrededor de la muñeca, como si fuera lo más natural del mundo—. ¿Creéis que sería tan estúpida como para no haber traído uno de reserva?

—Jamás se me hubiera ocurrido pensar eso de ti, Ilia —dijo Khouri.

Acercó el brazalete a sus labios y pronunció una secuencia de órdenes similar a un mantra, diseñada para evitar diversos niveles de seguridad. Finalmente, cuando todos habían centrado su atención en la esfera, dijo:

—Que todas las armas-caché regresen a la nave. Repito; que todas las armas-caché regresen a la nave.

Pero no ocurrió nada; ni siquiera cuando hubieron transcurrido los segundos de demora suficientes para que su voz llegara a las armas. Nada, excepto que los iconos que representaban las armas-caché pasaron de negro a rojo y empezaron a centellear con maligna regularidad.

—Ilia —dijo Khouri—. ¿Qué significa eso?

—Significa que se están armando y preparando para disparar —respondió con serenidad, como si apenas la sorprendiera—. Significa que está a punto de ocurrir algo muy malo.

Veintiocho

Cerberus/Hades, Heliopausa de Delta Pavonis

Había vuelto a perder el control.

Volyova observó impotente cómo las armas-caché abrían fuego contra Cerberus. Los rayos fueron los primeros en alcanzar sus objetivos, provocando como respuesta una chispa de luz azul pálido que centelleó contra el árido telón de fondo del planeta en el punto exacto en el que, pronto, la cabeza de puente llegaría a la superficie. Las armas de fuego relativistas sólo fueron ligeramente más lentas y los informes de sus éxitos pudieron contemplarse segundos después: una espectacular sucesión de pulsos vacilantes mientras una lluvia de proyectiles caía sobre el planeta, fragmentos de neutronio y antimateria azotando su superficie. Durante todo ese tiempo, Volyova siguió ladrando órdenes por el brazalete, cada vez con menos esperanzas de poder ejercer algún control sobre las armas. Por un estúpido instante había asumido que el brazalete de reserva era defectuoso, pero era evidente que ésa no era la razón por la que las armas estaban operando de forma autónoma. Se habían activado con un propósito y habían ignorado sus órdenes de regresar a las entrañas de la nave.

Porque alguien… o algo, había asumido el control.

—¿Qué está pasando? —preguntó Pascale, con el tono de alguien que no espera obtener una respuesta comprensible.

—Tiene que ser Ladrón de Sol —respondió Volyova, desistiendo de seguir dando órdenes al brazalete y abandonando toda esperanza de que las armas la obedecieran—. Es imposible que sea la Mademoiselle de Khouri. Aunque aún fuera capaz de influir en la caché, estaría haciendo lo imposible por evitar todo esto.

—Una parte de él debe de haber permanecido en la artillería —dijo Khouri. Pareció arrepentirse de sus palabras, pues guardó silencio bruscamente, antes de añadir—: Me refiero a que siempre hemos sabido que podía controlar la artillería: así fue como pudo resistirse a la Mademoiselle cuando ésta intentó matar a Sylveste con la otra arma.

—¿Pero con tanta precisión? —Volyova movió la cabeza hacia los lados—. No todas las órdenes que doy a las armas-caché se envían a través de la artillería. Sería un riesgo demasiado grande.

—¿Estás diciendo que tampoco ésas funcionan?

—Eso es lo que parece.

La pantalla ahora mostraba que, al quedarse sin energía y munición, las armas habían interrumpido su ataque y habían empezado a navegar a la deriva en órbitas inútiles alrededor de Hades, donde permanecerían durante millones de años, hasta que las perturbaciones gravitacionales las barrieran y las enviaran a trayectorias que las aplastarían contra Cerberus o las lanzarían hacia los puntos Troyanos, donde resistirían incluso a la muerte de la gigante roja de Delta Pavonis. Volyova sintió cierto alivio residual al saber que esas armas no volverían a utilizarse, que no podrían volverse en su contra. Sin embargo, ya era demasiado tarde. El daño contra Cerberus ya estaba hecho y pocas cosas podrían detener el avance de la cabeza de puente. Ya podía ver las pruebas de su ataque en la pantalla: columnas de partículas pulverizadas desplegándose por el espacio alrededor del punto de impacto.

Cuando Sylveste llegó al centro médico de la nave, apenas era capaz de soportar el peso de Sajaki. Puede que su constitución fuera delgada, pero aquel hombre pesaba muchísimo. Se preguntó si eso se debería a la masa de las máquinas que corrían por su sangre, esperando en letargo en todas y cada una de sus células a que una crisis como ésta las insuflara de vida. Sajaki estaba caliente, febrilmente caliente. Supuso que eso indicaba que las medimáquinas habían empezado a reproducirse de forma frenética, uniendo sus fuerzas para solventar la situación y reclutar moléculas del tejido «normal» del hombre hasta que pasara el peligro. Cuando Sylveste contempló de mala gana la arruinada muñeca del Triunviro, vio que había dejado de sangrar y que la terrible herida circular estaba envuelta por una membrana. Entre el tejido brillaba una tenue luminosidad ámbar.

Los criados se acercaron a él para desprenderlo de su carga y acostaron a Sajaki en una camilla. Durante unos minutos, las máquinas zumbaron sobre él: diversos aparatos examinaron su cuerpo y varios monitores neuronales se asentaron suavemente sobre su cabeza. No parecía que les preocupara demasiado la herida. Quizá, los sistemas médicos se habían comunicado con sus medimáquinas y ya no había ninguna necesidad de intervenir. A pesar de su debilidad, Sajaki permanecía consciente.

—No deberías haber confiado nunca en Volyova —dijo Sylveste, enfadado—. Si no hubiera tenido tanto poder, esto no habría ocurrido. Ha sido un error fatal, Sajaki.

—Por supuesto que confiábamos en ella —respondió, casi en un susurro—. Era uno de los nuestros, estúpido. ¡Un miembro del Triunvirato! —Entonces añadió, con un graznido—: ¿Qué es lo que sabes de Khouri?

—Era una espía —respondió Sylveste—. Estaba en esta nave para encontrarme y matarme.

Sajaki reaccionó a esto como si sólo fuera moderadamente divertido.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo lo que creo. No sé quién la envió ni los motivos… pero, al parecer, tenía alguna justificación absurda que Volyova y mi esposa consideran cierta.

—Esto todavía no ha terminado —dijo Sajaki, con los ojos muy abiertos.

—¿A qué te refieres?

—Sé que no ha terminado. —Cerró los ojos y se relajó sobre la camilla—. Nada ha terminado.

—Sobrevivirá —dijo Sylveste al entrar en el puente, sin saber qué acababa de ocurrir.

Cuando miró a su alrededor, Volyova pudo ver su confusión. A simple vista, nada había cambiado durante el tiempo que había tardado en escoltar a Sajaki hasta la enfermería, pues las mismas personas seguían blandiendo las mismas armas; sin embargo, la atmósfera había experimentado un cambio terrible. Por ejemplo, Hegazi se encontraba en el extremo equivocado del arma de Khouri… y aunque su expresión no era la de un hombre que se encuentra en el bando de los derrotados, tampoco parecía especialmente contento.

Ya no podemos hacer nada
, pensaba Volyova.
Y Hegazi lo sabe
.

—Algo va mal, ¿verdad? —preguntó Sylveste, que ya había visto una imagen de Cerberus en la pantalla, con la corteza resquebrajada—. Las armas han abierto fuego, tal y como deseábamos.

—Lo siento, pero no ha sido obra mía —respondió Volyova, moviendo la cabeza.

—Será mejor que la creas —dijo Pascale—. Sea lo que sea lo que está pasando, no nos gusta ni pizca. Es más grande que nosotros, Dan. Es mucho más grande que tú… por muy difícil que te resulte creerlo.

Él la miró con desdén.

—¿Aún no te has dado cuenta? Así es exactamente como Volyova quería que ocurriera.

—Estás loco —espetó ésta.

—Ahora tienes tu oportunidad —continuó Sylveste—. Podrás ver en acción a tu penetrador de planetas y, al mismo tiempo, tener la conciencia tranquila por esta demora convenientemente fallida de once horas. —Dio un par de aplausos—. La verdad es que estoy genuinamente impresionado.

—Y pronto estarás genuinamente muerto —comentó Volyova.

Aunque lo odiaba por lo que acababa de decir, sabía que en parte era cierto. Debería haber hecho todo lo posible por evitar que las armas completaran su misión… ¡Y por supuesto que lo había hecho! ¡Y no había funcionado! Estaba segura de que, aunque no hubiera dado la orden de que abandonaran la nave, Ladrón de Sol habría encontrado la forma de hacerlo. Sin embargo, ahora que se había producido el ataque, había despertado en su ser una especie de curiosidad fatalista. La llegada de la cabeza de puente procedería tal y como habían planeado, a no ser que encontrara el modo de detenerla… y de momento, lo había intentado de todas las formas que sabía. Como ya era imposible evitarlo, una parte de su ser empezaba a esperar con ansias que el arma se hundiera en la superficie, tentada no sólo por lo que aprendería, sino también por lo bien que su hijo superaría la prueba. Sabía que, ocurriera lo que ocurriera y por terribles que fueran las consecuencias, sería lo más fascinante que vería en su vida. Y quizá, también lo más terrible.

Ya no podían hacer nada más que esperar.

Las horas no pasaban ni rápidas ni lentas, pues era un acontecimiento que temía y deseaba a la vez. A mil kilómetros de Cerberus, la cabeza de puente inició su fase de frenado final. Los dos motores Combinados parecían dos soles en miniatura que brillaban sobre Cerberus, sofocando el paisaje con sombría claridad y proporcionando una exagerada prominencia a sus cráteres y cañones. Por un instante, bajo aquel despiadado resplandor, el mundo pareció material, como si sus creadores se hubieran esforzado en hacer que pareciera erosionado por eones de bombardeos.

El brazalete le estaba mostrando las imágenes grabadas por las cámaras situadas en los flancos de la cabeza de puente. Había una cada cien metros, a lo largo de los cuatro kilómetros del cono, de modo que por muy profundamente que penetrara, siempre quedarían algunas por encima y otras por debajo de la corteza. Volyova estaba mirando a través de esa corteza, a través de la herida que habían abierto las armas-caché.

Sylveste había dicho la verdad.

Allí abajo había cosas. Eran enormes, orgánicas y tubulares, como nidos de serpientes. El calor del ataque ya se había disipado y Volyova sospechaba que las grises columnas de humo que se alzaban desde el agujero tenían más que ver con la maquinaria incinerada que con la materia de la corteza calcinada. Ninguno de los tubos en forma de serpiente se movía y sus lados plateados y segmentados mostraban manchas negras y cortes de cientos de metros de ancho por los que había hecho erupción una masa intestinal de culebras más pequeñas.

Volyova había herido a Cerberus.

No sabía si era una herida mortal o sólo un rasguño que se curaría en cuestión de días, pero lo había herido, y saberlo le hizo estremecer. Había herido a algo desconocido.

Pero la criatura desconocida no tardó en desquitarse.

Cuando ocurrió, y a pesar de que lo había estado esperando, Volyova dio un respingo. Sucedió cuando la cabeza de puente se encontraba a dos kilómetros de la superficie, a la mitad de su tamaño de distancia.

El acontecimiento en sí fue demasiado rápido para asumirlo. Entre un momento y el siguiente, la corteza cambió. Se formaron una serie de hoyuelos grises, dispuestos de forma concéntrica alrededor de la herida de un kilómetro de diámetro, que empezaron a ampollarse como pústulas de piedra. Casi tan pronto como Volyova advirtió su existencia, éstos se rompieron, liberando centelleantes esporas, destellos plateados que se dirigieron hacia la cabeza de puente como luciérnagas. No tenía ni idea de qué eran, si fragmentos de antimateria, cabezas explosivas diminutas, cápsulas virales o baterías en miniatura. Sólo sabía que intentaban herir a su creación.

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